La
Tati después del Cholo quedó medio turula, porque él se le fue con la pava
eléctrica con la que habían compartido
tantas mateadas matutinas, el colador de los fideos, la plancha con el cable
largo y el abrelatas, dejando una nota donde le hacía entender en acto de despecho, que se llevaba esas cosas porque las sentía como suyas y que
ella era solo un mal recuerdo, porque a él no lo acompañaba en muchas cosas
íntimas que ella nunca entendería. “Ya no soy tuyo. Tu ex, Cholo”- firmó al
final.
La
Tati hizo memoria de la cosas íntimas y
no recordaba ninguna donde él se entregaba de cuerpo y alma como le
exigía a ella, pero no quiso torturarse, y para darse compañía, dejó la radio
prendida hasta la trasnoche de aquel
fatídico día. Pero esos recuerdos ya tenían cuatro años. Un lunes llegó su vecina, La Susi, y le dijo: “¿Por qué
no te anotás para atender un puesto en la kermese que van armar en la placita, a
beneficio de la iglesia? Es este sábado a la tarde”, porque a la Tati la veían
todavía dándose cuerda con los recuerdo circulares del Cholo, pero igual contra
su voluntad arrancó con un “sí, me voy a anotar”, y ahí cerró trato con la Susi
para que la tuviera en cuenta en el listado de ayudantes.
Llegó
el sábado y la Tati se puso una ropa acorde pero insinuante, lo que insinuaba
era la parte de arriba que a ella le costaba ocultar, y ahí se fue al puesto
que le habían asignado: era uno de esos
donde lo chicos y lo grandes se empecinan en tirar unas latas con tres
pelotas de trapos para así poder llevarse una muñeca o una bolsa de caramelos.
Lo extraño fue que el puesto apenas abrió ya había cola, porque la Tati era
parte del espectáculo, más de uno quería voltear las latas conjuntamente con la
Tati, pero eso era otro tema.
Y
así iba pasando la tarde entre ruidos de latas y genuflexiones de la Tati,
levantando las pelotas de trapo que al agacharse se confundían con sus
voluptuosidades. En general eran niños traídos por sus padres y padres interesadísimos
en coronarse campeones olímpicos en el volteo de latas aunque no hubiera premios… para ellos el
premio era ver el paisajístico cuerpo de la Tati.
La
tarde estaba cayendo y quedaban pocas personas en la fila, ya cerraba la
kermese, algunos puestos ya habían bajado sus cortinas de tela. Alguien se asomó
en la fila con intención de irse, tal vez para no incomodar, pero la
Tati al verlo le dijo: “Quedesé, puede jugar”. El hombre aceptó con una sonrisa, y fueron pasando otros tiradores, algunos
con suerte y otros con muy mala
puntería. Y ahora le tocaba a Carlos, el invitado a quedarse tendría su turno. La Tati
le puso en la mano las pelotas de trapo, sus dedos se rozaron, ese roce vino de
la mano de una mirada, esa mirada de un segundo duró un siglo, él apuntó a las latas pero mirándola a
ella. Las tiró todas. Ahora le tocaba el premio. Pero cuando La Tati fue a la
caja donde habían depositado los
premios, sólo vio una bolsa de caramelos. Él le había pedido una muñeca para su
sobrina, por lo que La Tati sintió el apuro de quien tiene una deuda impagable.
Se miraron lamentándose, ella no sabía cómo pedir disculpas, a él se le ocurrió
que podía pasar mañana para retirar la muñeca, pero la Tati le dijo que la
kermese sólo duraba ese día, entonces él le propuso ir a buscar el premio a la
casa de ella al día siguiente (pensó que era un tío interesado en sorprender a
una sobrina), ella asintió y quedaron a
una hora señalada para la entrega del premio. Para Carlos las horas duraban días, y el día siguiente
llegó, y luego la siesta y luego el corazón anunció que él y Carlos estaban
frente a la puerta de la casa de la Tati.
“Toc,
toc” retumbó la puerta de calle contigua al comedor de la Tati. Se escucharon
unos tacos que repiquetearon en el alma de Carlos: “Hola” al unísono se dijeron.
Ella lo hizo pasar, él entró, miró el comedor, luego la siguió por un pasillo y
terminaron en la cocina. Ahí estaba el regalo, era una muñeca enorme con bucles
y vestido rosa, ojos celestes y labios rojos de fuego… Miraron la muñeca y se
miraron. La Tati esperando algo sin actitud de espera, le dijo que la sobrina
iba a ponerse contenta con el regalo, un comentario tonto para dilatar el
tiempo y poder seguir permaneciendo en esa cocina que se había transformado en
una lugar privado, donde las miradas quemaban. Finalmente, la Tati le dijo: “¿Te
la envuelvo?” “Bueno, si tenés papel de
regalo te ayudo a cubrirla”.
Ella
fue al comedor y trajo una hoja enorme de celofán floreado, lo extendió en el
suelo, los dos se arrodillaron, tomaron
los extremos del papel, en cada punta del papel las manos
desfilaron juntas, luego la otra mitad del envoltorio, y a pegar con cinta. Cuando
fueron a cerrar los costados, las manos se chocaron y ellos se miraron y así quedaron congelados
por ese minuto que duró miles de
segundos.
Carlos
rompió esa quietud con una súbita invitación a cenar, la Tati dijo que no, pero
queriendo decir que sí. Carlos insistió con un comentario que tal vez hiciera cambiar
la voluntad de la Tati.
-¿Sabés?
- le dijo - hay un restorán donde sólo existen mesas para dos, no tendría sentido ir a cenar solo y poner una copa en
tu lugar vacío. ¿Me acompañás? Y la Tati respondió: - Siendo así, voy a ocupar
la otra silla. ¿Me esperas?, me arreglo y salimos. –Ok - asintió Carlos, y la
Tati cerró la puerta y pensó en segundos
qué mezcla explosiva elegiría como vestuario.
Salió
la Tati envuelta en un vestido rojo, con medias negras y collar que en la mitad
de su recorrido desaparecían diez perlas entre sus ondulaciones frontales. Carlos tosió.
Salieron
de la casa y en el auto se relajaron. Si había algo que primaba en el ambiente,
era la caballerosidad de Carlos: desde abrirle la puerta de su cupé convertible
alemana, hasta todos los detalles que forman parte del ejemplo de lo que es un experto anfitrión en
esas ocasiones, pero se notaba que esa
caballerosidad era el deporte que Carlos mejor jugaba. La Tati pensaba: “Qué
caballero que es Carlos”.
La
velada se desarrolló entre burbujas de rubio champagne y atención permanente de
Carlos a su compañera, sería una noche larga, ya que luego ameritó una copa de
vino con vista al río, invitación a la que la Tati no pudo negarse, pues fue
envuelta por esa nube glamorosa que la
trasladaba de una situación a otra, y
las horas pasaban entre festejo y emoción, y la madrugada los encontró abrazados en el auto
camino a la casa de él, con la excusa de un café caliente aromatizado con un
cognac avainillado y añejo, el que
embriagaría algo más a la Tati y sin
saber cómo se vio abrazando la piel de
Carlos quien, entre versos de Rubén Darío, ronroneaba en el oído de su dama. Ella
no podía creer que estaba siendo la protagonista de una noche hollywoodense. En
el giro de los abrazos y las sábanas perladas de satén se calentaron los cuerpos, Carlos seguía hablando en forma
distractora, tal vez por algo que la
Tati no podía percibir en la bacanal velada que estaba viviendo, pero los hechos
se precipitaron y los besos fueron abruptos y desordenados y las manos se
pusieron inquietas y las de la Tati se
dirigieron a un lugar inevitable. Él con esa caballerosidad que lo
identificaba, sacó la mano de la Tati de su entrepierna, pero la Tati volvió y Carlos
giró y en ese movimiento, la sábana se deslizó y como si una fuerza paranormal
sin presencia de nadie que la traccionara, la tela mostró los cuerpos de los
amantes y en ese instante ella vio lo que nunca había visto en su vida, una
película rápida pasó por su mente y un muestreo de sexos masculinos desfilaron
como un drone sobre un maizal y con
la misma velocidad la comparativa de tamaños, pero algo tan micrométrico hizo
palidecer a la Tati. Él lo percibió y le dijo: “Voy al toilette”. Un triste
“Sí” contestó ella. Fue un segundo y él
volvió, pero ambos ya estaban vestidos, él con una robe de chambre al tono de sus pantuflas con intención de solamente
seguir charlando y ella con su cartera en mano y en la puerta del dormitorio
diciendo “se me hizo tarde”, mientras pensaba, Carlos es caballero, pero sólo
eso. Y entre un sollozo de decepción, la
Tati llegó a su casa, y en la tele daban una de besos, que ella no quiso
ver.
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