El deceso de este empresario ligado a nuestro Río Grande se dio
en la ciudad de Buenos Aires donde residía desde hace varios años. María José
me contó hace un tiempo que ya no vendría por aquí, puesto que su corazón –en delicado
estado- no podía ser expuesto al riesgoso trámite de viajar en avión.
Con él se va quien fue sin lugar a dudas El Gallego más
famoso de los que tuviera nuestro pueblo, haciendo la salvedad que sus pagos
natales –Dehezas-lo situaban más en condición de asturiano, pero “El Gallego
era el Gallego2.
A principio de los 60 lo teníamos por aquí, en “la capital
económica de la tierra del fuego”, trabajando en su condición de carpintero en
sociedad con Ramón Trejo Noel, en un establecimiento situado en la vereda par
de San Martín al 700. Un incendio terminó con ese primer emprendimiento y luego
encararían llevar adelante una fábrica de mosaicos en Fagnano al 700, donde fue
el bullicioso vecino de mi familia.
La fábrica se movía con gran dinamismo y el gallego parecía
comprometido con colocar veredas a toda la población. Aunque también hacía
mesas, de pesada y firme cubierta, que eran comercializadas por La Anónima.
Los fuertes vientos que no faltaban medio año en acción
levantaban cemento embadurnando la ropa tendida por mi madre. Allá fue mi padre
a hacerle pelea. No había principio de solución. Pero como la polución también
llegaba a la cercana casa del comandante, los hermanos Granja debieron duplicar
las naves de su fabricación, y con eso disminuyó también el ruido continuo de
la producción, cosa que se extendía mucho más allá del sol a sol.
Cuando escribí “los hemanos” es porque en un momento Domingo
hizo venir de Brasil a su hermano, esposa e hija, con los que duplicó la
capacidad operativa de la empresa familiar, y condicionó el final de la empresa
aliada a Trejo, que se dedicó a diligencias más oficinescas.
Las baldosas de la fábrica comenzaron a verse en distintas veredas
de la ciudad, siendo las más impactantes las que “civilizaron” la Plaza
Almirante Brown.
Mientras tanto Granja brindó un servicio esperado por muchos
pero por nadie decidido: una empresa de Pompas Fúnebres.
Todavía no se habían puesto de moda los cuentos de gallegos
cuando ya abundaban las relaciones del mismo tipo en Río Grande, pero
relacionadas con los Granja. Basándose en situaciones que nunca eran del toro
verídicas.
Granja tenía un equipo de fútbol, que lucía la camiseta del
Santos.
Granja construía en San Pablo, en José Menéndez, en Puente
Justicia, licitaciones.., los calabozos de material que reemplazaron a las
destartaladas celdas preexistentes. Se decía que Domingo había estrenado su
obra por una discusión con uno de sus empleados.
Se superponen en mi memoria las visitas dominicales a su
casa de la calle Elcano y Belgrano, vivienda que alquilaban a los Ferrando.
Allí tenía un despacho con dos cuadros enigmáticos: el de la madre y el del
generalísimo Franco. En algún momento me predicó las bondades de uno y otro,
cosa que yo entendí a medias, es decir.. del lado de la devoción filial.
Había una amplia galería llena de malvones y de moscas. Un
día me trajo, supongo de un viaje, una paleta matamoscas; y esa fue por un buen
tiempo mi tarea matar los moscardones que zumbaban alevosamente.
Cuando se inaugura la confitería del cine Domingo es un
cliente habitual –se decía que no faltaba en ningún lugar de diversión- llegaba
y ya le servían lo que él quería, y no pagaba por el consumo, una vez que al
mes aparecía su administrador –Gonzalo Verategua, que hacía cheque por lo que
sumaban los tikets.
Allí fue que lo encontré el primer verano de mis vacaciones
universitarias. Pensé que me iba a retar: que así yo en ese lugar cuando mi
padre era un simple sereno de su firma. Pero lo que hizo fue citarme para el
día siguiente. Me preguntó si era cierto que escribía bien a máquina, casi
tanto como mi primo Toty, y con ello conseguí una tarea que me entregó un
suculento sueldo que facilitó mi supervivencia y algunas cosas más. Domingo se
mostró molesto cuando anuncié que ya tenía que volver a La Plata, me dijo si
estaba disconforme de cómo le pagaba, pero Ramiro –su hermano- le dijo que yo
estaba para otra cosa.
Por entonces habían encarado el mayor desafío: una
Ferretería, extendiendo sus dominios sobre el solar donde había estado nuestra
casa. Y algo más aún: compraron un barco –el Karina- para suplir las carencias
de transporte que envolvían al pueblo luego de la quiebra de la naviera Peisci,
pero no hubo el respaldo necesario en el comercio que se volcó a emprender la
compra de camiones, supliendo todo transporte marítimo por el terrestre.
Y llegó el momento en que los hermanos se abrieron cada uno
por su lado. María del Carmen, la sobrina que llegó con tres meses de Brasil,
fue la que me puso al tanto de la triste novedad de la muerte del tío, en un
encuentro que tuvimos en la Despensa El Sol.
-¿Allá se habrán encontrado –dijo recordando a Ramiro y
Domingo- los dos cabezas duras!
Y yo me puse a pensar sobre esos migrantes de empuje, que
llegaron sin mayor capital que la voluntad y el trabajo, que tanto identidad
dieron a nuestro pueblo, ante el que se mostraban a veces son seriedad y otras
con picardía, paradigmas de los cuales Domingo Granja es un entrañable
recuerdo..
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