No sé si a usted le pasa lo que me ocurre a mí: no
conozco del todo los remedios que estoy tomando. En parte debe ser por la
cantidad, pero también suma a esto la desmemoria que nos viene con los años.
Fue así que la Doctora Liliana me retó en un momento diciendo que no puedo
hablar con un profesional pidiéndole pastillas de la cajita verde, porque ya me
van a faltar, tengo que decir en nombre genérico de la droga, o al menos el
comercial, y saber no solo cuando tengo que tomarlo, sino también para que lo
estoy tomando.
Y vine a pensar de cómo sería esto en el mundo de
mis seres queridos que, en el caso de mis padres, llegaron a mi edad y un poco
más sin tanta dependencia farmacológica.
Mi madre decía que ella vivía artificialmente puedo
que tenía una ingesta diaria de
Proloide, tiroxina, que ella consumió en distintas dosis a través del
tiempo, todo a partir del momento en que le extirparon la glándula tiroides, bocio
que entonces se le decía.
Pero hubo algo más: yo era un niño y ella me mandaba
a buscar alguno de sus remedios, y aparecía entonces con Raucerpin, y
Trastocalm, del primero vendría a saber que era reserpina, y que ambos servían
a mejorar su presión. Los remedios se los habían recetado en Chile y se
encargaban allí con diversas personas que iban y venían. Tenían que visitar la
casa de la tía Anita, que usaba el mismo medicamento, y pagarle en plata
argentina lo que ella decía que venía costando en moneda del vecino país.
Esa diligencia mía para llegar con los frasquitos
hacía soñar a mamá de que podría ser con el tiempo Farmacéutico, o lo que es más
Bioquímico.
Pero yo crecí y ella comenzó a arreglarse sola. En
algún momento recurrió a médicos locales
y entonces la presión era tratada con
Sedocarena, cosa que también consumía la tía Franka. Había cierto intercambio
cuando alguna de ella tocaba fondo en su botiquín, y guardo la impresión que se
intercambiaban los sellos como los chicos lo hacíamos las figuritas.
Los años le trajeron a Mama Margarita la arteriosclerosis,
y con ello un psiquiatra que venía de Gallegos una vez al mes, le receptó el
Polper Vascular, que venía en un envase individual similar al de las vacunas
para el acné que yo asimilaba sin mayor éxito.
Mi padre era un hombre sano. Se entendía por sano no
consumir remedios. Pero a partir de un quiste en intestino por el que lo operó
en Gallegos el Doctor Pampliega –un doctor de origen paraguayo- consumía unas
cápsulas –las primeras que vi en mi vida- bajo el título de Dayamín Espansure.
Y además una cucharada nocturna de vaselina líquida, para lo cual tenía una
pesada cuchara, que según él: había venido como “réclame” en un paquete de
yerba, en los días en que recién llegó al país.
El doctor Pampiega tenía por amigo a un “naturista”
de te recetaba leyendo tu nombre. Para el caso se compraba una hierba medicinal,
cuyo nombre he perdido en la memoria, pero que era de Laboratorios Flyn. Esto
también en Gallegos, Perales, tal el nombre de este buen hombre, andaba a
caballo por las calles de la capital santacruceña y ahí deba sus diagnósticos,
a cambio de nada. Mi padre dudaba que el trámite fuera tan así, y pensaba que
cada tanto pasaría por las farmacias para cobrar una comisión por los paquetes
vendidos.
En Río Grande esos yuyos no se conseguían: En casa
se consumían distintas infusiones que resultaban saludables: boldo, manzanilla,
menta etc. Una vez pedí probar la que
tomaba mi padre, y era indigerible.
Papá sufrió en algún momento de problemas con el
ácido úrico, no recuerdo que le dieron a tomar, pero si los dibujitos
espantosos que hacían referencia a la química de esta sustancia, cosa que
encontré googleando.
Con los años sintió que la memoria le entró a
aflojar, entonces consumía ciertos tónicos, y Ginseg Rojo, haciendo a la vez
ciertos ejercicios matemáticos que a su saber estimulaban “el marote”.
Como niño pasé algunos achaques, entonces la
medicina había incorporado como droga milagrosa la penicilina, que resultaba
temible cuando venía en formato inyectable.
Ya en algún momento escribí sobre todas estas cosas.
Fue en los primeros tiempos de El Sureño, a sugerencia de Verónica De María,
lectora de la Historia Popular que publicó por los 70 el Centro Editor de
América Latina.
Estoy viendo cómo voy a resolver en unas semanas el
reaprovisionamiento de medicamentos, en medio de esta crisis de la salud
pública, coronavirus mediante, y tengo todavía escrito por Patricia, un listado
de mis medicamentos como diabético, que he llevado al hospital los miércoles retirándolos
los viernes, una vez al meses. Pero tendré que preparar algo parecido para los
remedios del cardíaco y del anémico, que no deben ser olvidados. De estar viva
mi esposa ella seguramente habría estado en estos menesteres, a mi servicio.
Diré que nunca tuve que saber los medicamentos que
ella consumía, esa mariconería no me estaba permitida. Aunque he conservado las
últimas recetas le les prescribieron tres días antes de fallecer. Pero esto
diré que escapa al tema, o no me siento autorizado aun para entrar en sus
intimidades.
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