Un río de alcohol, sin cauce alguno, recorrió
Dela orilla de la tierra, al interior de la
vida.
Envileciendo al nativo.
Embruteciendo al colono.
La sombra de la soledad.
Para el británico se llamó whisky; Mc Lennan
–que fuera juez- se sobrealimentaba con verdaderos cargamentos, era el Chancho
Colorado de las orgías de sangre.
El dálmata trajo su pelíncovak, o un raquia,
fuerte aguardiente del Adriático que consumió junto a la cosechadora de oro.
Hubo un argentino de la grapa, la caña y la
ginebra.
Y de Chile vino la uva al granel en toneles de
roble que rodaron por la playa como el primer tributo de cada barco que tocaba
nuestras costas.
Quisieron hallar la vida, mas encontraron la
muerte. Para el indio fue cosa de sumar: el trago, la bala y la tuberculosis. A
veces las tres cosas juntas, y al final: su raza.
El Padre Zennone acompañó, extrañamente, su
fervor misionero con la dipsomamía, ese fue el final cuando luego de andar de
boliche en boliche de lo apartó de la isla, pero no así del escándalo de esos
recuerdos.
El fueguino fue ganado por la bebida,
colonización interna de los pueblos pobres, de los hombres solos, de los buenos
negocios.
Terminaba la esquila, llegaba el carnaval,
finalizaba la faena frigorífica, era Navidad o tal vez... el día de San José; y
el desborde de alegrías que en su momento traía la bebida motivaba la prudencia
policial sobre los hechos; la redada cuando se les subía a todos a la cabeza y
los servicios de trabajo, la más de las veces, para volver a salir a la
libertad de los pesos gastados.
Frente a los palenques de los almacenes se ataban
los caballos y con cajones de cerveza bajo el brazo –a temperatura ambiente- se
probaban las camisas nuevas desechando las viejas, mirando al cielo cada vez
que se daba fin a una nueva botella.
El licor rodaba para el mejor postor en el
prostíbulo de la costa, y se robaba en las iglesias.
Se entraba de a caballo a tomar junto al
mostrador, y cada negocio daba la oportunidad de ir tomando un traguito
mientras se hacían las compras de la temporada. Y como por aquel entonces
faltaba el efectivo en una población sin entidades bancarias, se daba el vuelto
en copas para no quedar debiendo vales a nadie.
Hasta que un día surgió la institución del
Bar, el simple reducto de un mostrador, bancos altos, algunas mesas para
tintiar y truquear, la barra para jugar al cacho, y el ritual de pagar la
rueda: lo que llevaba a que el atardecer urbano viera andar, con más de una
copa, ala juventud recién salida del trabajo. Y más de un dependiente –casi
siempre dueño del negocio- por ello de seguir el ritmo de la clientela,
consumió en alcohol la salud que se perdió rápidamente en su tumba.
El trago no estaba disociado del heroísmo.
Ernesto Krund, un alemán zorrero, beodo empedernido, sirviendo a la policía
llevaba el correo a la capital del territorio; sabía del recurso del esquí y
muchas veces, adormilado, llegaba sólo por el instinto de su caballo al destino
de sus rutinas.
Pero el alcohol se vinculó con el mundo
fueguino del delito, estuvo en la sangre del cuatrero, en el prólogo de la
riña, en la punta del cuchillo que confundía al cristiano con el animal, en el
abuso de la india.
Hasta que surgieron como elementos de la fauna
marginal de Río Grande, los borrachitos... Esos que podían amanecer cada mañana
durmiendo en una cuneta, o juntarse a vivir pobremente en una casa antigua –ya
medio tapera- a la que la curiosidad de los decentes daba los más diversos
calificativos: “La caldera del diablo” o “El palacio de Baco”.
Ellos fueron “Soderado”, “El petiso de los
mandados”, “Corazón de vidrio”, “Morrón”, “Fatiga”... ¡no les faltaban
seguidores!
Fatiga se hizo célebre aquel día que intentó
transitar el río helado y, al desprenderse el témpano, se lo vio pasar a la
deriva frente al puerto, con el reaseguro del calor de una damajuana de 10
litros: un subprefecto intentó salvarlo, y casi pierde la vida congelado, él
apareció intacto, no así el frasco que lo acompañara en su odisea fluvial.
El Estado tomó recaudos sobre la proliferación
de la venta de alcohol y así, desde la aplicación de los Códigos Rurales, se
impidió la venta en las estancias; lo que no impidió que alguien, con sano
tino, instalara un boliche en un punto estratégico donde tropezara la
paisanada. Que éstos se corrieran una cuadrera para el lado de la estantería, o
bien que mercachifles de todo tipo –zepelines- realizaran las transacciones en
los cascos de las estancias y garantizaran enterramientos de ginebra en lugares
a los que se llegaba con la adquisición de un prolijo mapa.
Y en los bares, que los hubo en más de uno por
cuadra, se tomaron medidas de suspender el otorgamiento de patentes a partir de
los años ’50; y luego, a la menor transgresión de la política –no siempre
equitativa- de no abrirlos más; así, hoy no conocemos “El sacrificio”, “El
palenque”, “El pencazo”, “Colo-colo”, “Chile-argentina”, “Mi boliche”, “Mi
refugio”, “El caleuche”. Muchos nombres fueron cambiados de oficio cuando ’78
marcó distancias de guerra con Chile, y se buscaron entonces reemplazar
denominaciones trasandinas con un leguaje más nuestro.
El Bar-restaurant o el Bar-hotel, como rubro
comercial, podía sorprendernos por la inexistencia del segundo negocio, que
solamente era empleado como un recurso adicional al fundamental del trago, y
que finalmente desapareció por la presión tributaria.
Pero estos bares que yo recuerdo, son los del
cacho y la radio pasando el partido, el almanaque de Alpargatas y la bota de
huaso; donde se sacaba la suerte y se recordaba el pasado.
Reductos masculinos donde no entró fácilmente,
la presencia de la mujer, como no ser la patrona que ayudaba un tanto al
“jefe”, sin mayor atención que la charla mostrador de por medio.
Tardó un tiempo en aparecer el otro bar, de la
gentil mujer y la copa tarifada, ése que no cierra a la medianoche y donde no
se va “para tomar nomás”.
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