RASTROS EN EL RÍO.91* 25 de agosto: Día del Peluquero.

Creo que allá por el año 1960, cuando mi familia volvió a vivir en Río Grande, el primer paseo de reconocimiento hecho de la mano de mi padre terminó en el sillón de la peluquería. Esta circunstancia se repitió durante mi infancia. Llegaba un sábado, mi padre preguntaba si estaba listo, y me había lavado la cabeza, fregado el cogote y limpiado las orejas lo mejor posible y partíamos los dos para la amansadora capilar.

No puedo recordar los temas de conversación que se desarrollaban en ese recinto, pero eran muchos entre los mayores. Los chicos nos comportábamos de otra manera porque el peluquero era bastante chinchudo, un peluquero de aquellos que si te portabas mal –y malportarse  podía ser simplemente moverse cuando la máquina nos pegaba un tirón- suspendían el corte y te mandaban de vuelta con la escalera correspondiente ante la risa de todos.

¡Ni que pensar si aparecía un piojo!

Las revistas eran un montón informe para curiosear. En su gran mayoría ejemplares de El Gráfico que llegaban en barco y servían para ponernos al día en imágenes sobre lo que trabajosamente nos informábamos por la radio. Por suerte a veces las finanzas andaban bien, entonces en el negocio de al lago se podía comprar una historieta, con una lectura más afín a nuestra fantasía.

El tiki-tiki de la maquinita, el peine fino, los enormes botellones y su pulverizador que formaban fila frente al espejo, junto a un frasco industrial y turquesa de Lord Cheseline, eran parte de la escenografía. Las sillas dispares, el perchero, el calentador a velas, los ceniceros, eran los otros ingredientes. El invierno empañando el vidrio donde podíamos dibujar o escribir a escondidas, si no nos veía el peluquero, y el frío nos esperaba afuera cada vez que nos blanqueaba la cabeza en una media americana.

Todavía no afloraba la moda de los Beatles y lo de los Hippies, que causarían las primeras luchas generacionales por el pelo libre. Antes cuando un niño se portaba mas solían llevarlo ante el peluquero con algunas exigencias: -“Déjele un mechón para agarrarlo más fácil”, o se confinaba al niño rebelde a la vergüenza del corte “a cero”.

Me han dicho en El Sureño que hoy es el día del peluquero. Vuelvo a mi memoria –y en la de otros- sobre este oficio ligado a la pulcritud de la gente. Algunos nombres resultarían significativos:



Antonio Fava, instaló su peluquería sobre la que fue la de Pacheco; y junto al mismo –librería de por medio- “La Guacha” Vargas hacía la competencia.

En el hotel de Julio Andrade –el papá de Cano- Ulloa, de triste final cuando ya oficiaba de zeppelín, comenzó a peinar la suerte.

Luis Mansilla, peluquero de Aeronaval, seguía –después de hora- en la calle Espora, allí donde terminaba el pueblo, con los cortes de pelo en su propio domicilio. Mansilla es aquel al que llamábamos “Cachaña”.

Las guarniciones militares disponían de peluqueros propios entre el personal de servicio, no obstante ello de allí paso a obtener un oficio Cayetano Salazar –el Chango- colimba tucumano que por los años ’60 instala su peluquería sobre la calle Perito Moreno. ¿Cómo no se podía aprender a cortar el pelo, con 500 cabezas de veinte años disponibles todas las semanas! El Chango, en los años en que la relación pelo largo y disciplina se puso tensa en el colegio Don Bosco, recibía en horario escolar a los que acataban las directivas; el joven partía a lo de El Chango, allí le dejaban el cogote como le gustaba a la señorita Tita, y a fin de mes con la cuota de la cooperadora llegaba la cuenta.

Entre la gente que más recuerda la vieja policía aparece el nombre de Lombardo. Yo también pasé por su tijera cuando atendía a los particulares en casa de Alonso, pero lo una vez sola, me daba risa porque era tartamudo y tenía miedo que se enojara, porque era policía.

Tijera, tijera no, que se dice no. Lo habitual era una maquinita –la del tiki-tiki- de la cual conservé una por herencia familiar, dado que en el campo la peluquería era un servicio recíproco. Una máquina de esas era la que usaba el padre Zink, en sus años de parroquia urbana. Más de una vez lo vi llegar a Cirilo Tomas y su hijo mayor los sábados por la tarde al salón parroquial; después el petiso y el cura se perdían en un truco. Dicen que en la Misión el Cura Gaucho seguía con su práctica, aunque allí competía con las virtudes de Don Jorge Eterovich.

La tecnología avanzó con las máquinas eléctricas que exigían de los peluqueros nuevas técnicas de expresión corporal, para no terminar enmatambrado con los clientes que miraban temerosos como pasaba el cable frente a sus ojos.

Hubo un tiempo en que muchos nos desconectamos de la peluquería. Apareció un peine de plástico que con algunas Gillettes dio pie a que las mujeres se ensañaran con nuestras pelambres a cambio de una patilla más larga, o una colita de pato a la que no estaban acostumbrados nuestros tradicionales coiffeur. Estas navajas no tenían nada que ver con las Arbolito o Esquiltuna que servían para emprolijar los detalles poniendo una cuota de suspenso al finalizar cada corte profesional, y con las cuales se filtraba ese poquito de sangre que se remediaba con el alcohol del agua colonia, y que si llegaba a la camisa motivaba los justificados rezongos de las lavanderas. Mi padre se afeitaba en casa, no eran muchos los que concurrían habitualmente a la peluquería para que lo embadurnen en público; eso sí: él –cada tanto- llevaba sus seis Hein Boker & Co. Para que el perito peluquero al asentarlas se las dejara a punto de sus exigencias matutinas.

Las peluquerías siempre fueron cosa de hombres, hasta que apareció por los años 70 Diógenes Montalba, que en su negocio que estaba en Estrada entre San Martín y Perito Moreno inauguró la moda unisex.

Me han dicho que Mecha Dura sigue cortando el pelo en su casa. Y que Antonio Fava, que ahora vive del taxi, conserva en su hogar el sillón con el que trabajaba al lado de Zorjan. Antonio es protagonista de un hecho singular cuando le tocó cumplir una promesa jubilando luego de 30 años de servicios a Don Máximo Chaparro, al que desde aquel momento continuó esquilando gratis.


Hubo otro que se jubiló, pero por la calvicie, pero de él hablaremos en uno de estos encuentros en El Sureño.

En fa foto: Antonio Fava y Víctor Bórquez.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola Mingo!

Buscando en las páginas del libro “A hacha, cuña y golpe”- en el cual por cierto uno se sorprende por sus datos curiosos y poco conocidos algunos, lo cual valoriza aún más su contenido - encuentro una breve mención a un peluquero referido en tu artículo. El dato nos lo da Aníbal H. Allen, quien llegara a la Tierra del Fuego en el año 1939. Cuenta Allen:

“Pacheco era un peluquero, guitarrista y cantor, y era “el diario del pueblo”. Mientras le cortaba el pelo a uno cuando venía del campo, se enteraba de todo lo que había ocurrido en Río Grande, de día, de noche, en cualquier momento. La peluquería estaba en 9 de Julio y Perito Moreno, que en ese momento era el centro comercial de Río Grande”.

Un abrazo Mingo!
Hernán (Bs. As.).