EL BOTERO

Por una invitación del Profesor Santiago Soto disertamos en ja jornada inaugural del Segundo Congreso Provincial del Foklore. Allí, en el Salón Héroes de Malvinas del IPRA elegimos un título extenso 

Dábamos respuesta a un pedido formulado por el Padre Juan Esteban Belza, hace casi 40 años.


En un tiempo de transición entre la infancia y la adolescencia tuve mi primer conocimiento de la palabra “folklore”. Y fue a través de una revista que compraba en el kiosko de Guillermo Lindstrom,  situado en la plazoleta de la Avenida Belgrano, frente mismo al hotel Atlántida.
La publicación se llamaba: Todo es Folklore.
Había otra llamada: Todo es Historia; y yo era comisionado por mi padre para comprarla. Él se paraba en la puerta del hotel, del que era conserje, y veía las revistas que colgaban en alguna de las ventanas del comercio.., a unos treinta metros.
Papá tenía entonces buena vista y así salía yo con los billetitos arrugados en uno de mis últimos pantalones cortos.  Mi padre leía cada artículo y luego brindaba un resumen oral del mismo, casi siempre de sobremesa. Pero un día volví con una revista de título parecido. Mi padre se había equivocado, o yo, y Lindstrom no quiso devolver el importe. Mi padre fue y le dedicó una pieza oratoria de gran valor folklórico y un poco le dedicó la guerra al gringo ese.
Y como yo debía tener también algo de culpa me sentenció: -Vas a leer cada uno a uno  los artículos y después de vas a contar de que se trata.
Y así lo hice anotando en un cuaderno borrador las noticias de la incipiente farándula musical del género, referencias  algunos festivales que se estaban gestando en el interior del país, biografías de apellidos ilustres de la búsqueda de la identidad nativista: los Ábalos, los Abrodos; y otras informaciones que hablaban de tradiciones y cocina criolla.
A mi padre le gustó. Un día cruzó la calle entonces pavimentada solo en media calzada y volvió con las dos revistas del “Todo”, y me entregó a mí la folklórica mientras él se compenetraba de la histórica,  mientras e n el hotel se esperaba que en esos años de recesión económica para el pueblo apareciera de pronto algún viajero.
Con los años las dos revistas fueron creciendo en sus respectivos montoncitos, pero la folklórica dejó de salir, la otra constituye una parte importante de mi biblioteca de consulta, puesto que  aun después de la muerte de su mentor –Félix Luna- se ha seguido publicando.
De la Todo es folklore no sé qué pasó. Tal vez si la salida de mercado hubiera sido inversa hoy yo no estaría identificado como historiador, sino como folklorista o folklorólogo, y fue por eso que cuando Santiago Soto me ofreció la posibilidad de participar en este Segundo Congreso acepté con entusiasmo.
Cierto es que debía ingeniármelas para llegar aquí sin tener que aprender  a bailar el Pericón, ni tener que cantar un Yaraví.  Y pensé que desde la memoria con el ayer podría sustentar una propuesta que  luego –los artistas del medio- podrían traducir en algo que he denominado  “Hacia una coreografía de la nostalgia”.


CUANDO EL PUEBLO ERA CAMPO.
Lejos de aceptar aquella denominación de “vagos y mal entretenidos” con la que han sido identificados los viejos argentinos que sudaban lo suyo en la periferia de la ganadería, y que parecen ser germen del compadrito que con el tiempo fue artífice de una personalidad nacional, he tratado de encontrar en ese sustrato del ayer al hombre de trabajo y sus virtudes.
Y el hombre de trabajo estaba modelado por  el sistema económico imperante.
Par el caso fueguino el proyecto era la oveja. Las vastas comarcas que en otro tiempo eran territorio de vida y caza para los pueblos originarios fueron –despojados estos y sus guanaquerías- el lugar donde la estancia adquiriría las formas del progreso, la oveja su producto de exportación, y junto a ella un conjunto de trabajadores rurales, de los más diversos orígenes, envueltos en situaciones migratorias que en muchos casos –tal vez el primordial fuera la esquila- trabajaban un tiempo aquí para luego poder volver a su lugar y tratar de sobrevivir el resto del año.
El trabajo era una cuestión de temporada. Y el lugar de desempeño era la campaña.
Como puerta de entrada a estos grupos humanos se fue consolidando un pequeño centro urbano, nacido espontáneamente.
Un puerto que recibiera a algunos y despidiera a otros.
Y ese fue Río Grande.
Para septiembre comenzaba a llegar la gente que asistía al momento de la parición del cordero y que sería la mismo que abandonaba el lugar cuando con primeros fríos crudos: digamos en mayo, dejaba a los lanares en sus campos de invernada.
Algo similar ocurría del otro lado del río, donde no existía el pueblo de manera nominal, sino la gran industria fueguina: el Frigorífico: con faenas que durante varios meses traían contingentes calificados o no que aprovechaban el verano duplicando la población estacionada en la zona. El pueblo invernal veía reducida su actividad, tan solo algunas semanas –cuando llegaba el caponero- la silenciosa tarea de los portuarios daba un ingrediente productivo al lugar. Entonces los hombres movilizaban los corderos y las ovejas congelados  que partían con un destino inglés, los embarcaban en un pequeño vapor, y en medio del mar la linga de un gran caponero los esperaba para su destino final, sin que se quebrara la cadena de frío. Eso los hacía a estos hombres medio marineros, sacudiéndose en las aguas cercanas al cabo Domingo, o San Sebastián, subiendo toda nuestra producción para el navío que luego completaba sus bodegas con los embarques de otros lugares de la costa patagónica.
De un lado estaba el pueblo VIP, el frigorífico, que tuvo electricidad ya en los años 20, del otro nosotros que debimos esperar 20 años.
Los aviones aterrizaban allá, había hasta.. ¡una pileta de natación!
Al norte el pueblo era un caserío disperso, con tres grandes almacenes de ramos generales, y con cada casa destinando un espacio para actividades de sustento: la casa del panadero, la del zapatero, la del carpintero.
Como los terrenos otorgados eran inicialmente de 50 por 50 podía haber  cuatro adjudicatarios por manzana, lo que casi hacía innecesario denominar aquellas primeras y barrosas arterias. Por otra parte solo hasta recién entrados los cuarenta el gobierno autorizó a realizar denominaciones.
Ese pueblo que tenía agua cuando llovía, luz de la vela o la lámpara a kerosene, y calefacción de leña caída en el campo o el poco carbón que traían los barcos; dependía del campo y sus actividades estacionales para vivir, por eso afirmamos que nos referiremos a un tiempo CUANDO EL PUEBLO ERA CAMPO.
Pero ambos mundos –la margen norte y la margen sur- debían unirse, no podían estar separados.
Y en todo eso aparecía un personaje que dotó de identidad a nuestro lugar..
EL BOTERO.
Como una reliquia de tiempos que no volverán sobrevive en este nuevo siglo Doña Ariela Saldivia (foto izquierda) , y todavía quedan algunos que cruzaron el río con ella.

¿No había otra forma de cruzar que en bote?
Existía un puente, colgante, pero  llegar al otro lado había que dar un rodeo de 27 kilómetros. Eran años en que el principal medio de locomoción era el caballo, lo que suponía más de media jornada de travesía. El automotor era un privilegio para unos pocos, y el bote era después del caballo el  segundo medio de transporte en importancia.
El trabajo de Ariela se extendió aun en los días en que se estaba construyendo el puente General Mosconi.
Antes que ella, Don Sixto Alderete, (foto derecha) realizaba briosamente las travesías. Él vivía en la periferia del frigorífico, en esa tierra de nadie que se medía en cincuenta metros desde la línea de marea alta. Espacio que era cedido graciosamente y temporariamente por la autoridad marítima, representada por la Prefectura; la que para entonces fiscalizaba el otorgamiento de permisos para trabajar con el bote.
A eso se agregaba que su marinería viajaba sin cargo, estando las embarcaciones de la institución en un permanente dique seco, gracias a las concesiones de los permisionarios.



Un tiempo antes bramó de costa a costa la lanchita de Platillo que había adaptado un motor Chevrolet que arrancaba con profundas aceleradas a riesgo en algunos casos de impedir que el motorista llegara rápidamente hasta la popa, para convertirse en timonel.


La embarcación tenía un espacio cubierto, que protegía del oleaje, y que con caballerosidad era cedido a las damas que emprendían la travesía. Las damas eran madres de familia, mujeres que viajaban al Hospital del Frigorífico para una atención de alta complejidad, por ejemplo rayos X, alguna enfermera, maestras..

Platillo igual tenía sus remos, y dos pares semiocultos, puesto que en más de una oportunidad el motor falló y la correntada –en medio del río- amenazaba con llevárselo al Atlántico.
Estaban los que preferían cruzar en este moderno artefacto, y los que preferían la simplicidad del bote.
En algún momento, entre los cuarenta y los cincuenta llegó a brindarse el servicio por tres botes simultáneamente.
Fue cuando se impusieron las leyes de defensa del obrero, entonces hacer la faena del frigorífico no era una tarea de sol a sol, de lunes a domingo, sino que existía un tiempo libre que ofrecía el fin de semana la posibilidad de despuntar el vicio por el lado del poblado.
Viniendo era más fácil, yendo todo se complicado. La gente solía salir inestable de los bares al copeo y las casas de remolienda, y esa inestabilidad se trasladaba al bote.
Por entonces se registraron lamentables accidentes, y alguien contaba: -Iban al medio del cruce, un borrachito se levantó, tal vez peleando con otro, la embarcación se zarandeó, con el viento, y de pronto hizo vuelta de campana.
Nadie usaba salvavidas y las posibilidades de sobrevivir en nuestras aguas, aun en verano siempre fueron mínimas.


Del lado norte existió por años el hotel de Pedro Triviño, a tal punto que el lugar donde hoy se levanta el Club Náutico se llamó Punta Triviño, nombre que conservó aun después que la petrolera Tenneessee levantar el malecón para facilitar la recepción de materiales en la primera hora de la explotación de hidrocarburos.


Triviño debió desalojar el lugar cuando se impuso como medida de seguridad levantar el caserío lindero a la Prefectura Norte, el lugar fue cedido a Menón un marinero prefecturiano.
Estos negocios de playa siempre brindaban algo para calentar el cuerpo. Es memoria que por aquellos años, en lugar de moneda, se daban por vuelto pequeños vasos de ginebra. Allí se esperaba la llegada del bote del otro lado. El comportamiento era inorgánico, no se hacía fila. El botero, muchas veces con mal genio advertía que ese sería su último viaje, así que algunos tendrían que esperar hasta la próxima marea.
Porque la marea era la que mandaba.
El bote cruzaba cuando el río estaba ancho. La fuerza del mar equilibraba el torrente del curso de agua y en esa calma el botero enfilaba río arriba. A cierta altura de travesía se dejaba arrastrar por el caudal descendente y orientaba con los remos la aproximación a la otra costa.
En la segunda parte de la travesía mejoraba el humor del botero, y en muchos casos ofrecía los remos a algún valiente que se atreviera a llevar a buen término a el pasaje que en algunos casos comprendía una docena de almas.
Un cruce sin grande preocupaciones podía durar media hora.
Si el tiempo venia mano el botero se ponía mañoso, llegando a cobrar una tarifa mayor. Pero en algunos casos era la Prefectura que decía que no, enviando un marinero con la orden, levantando una bandera roja de peligro, o bien con un tiro de fusil por sobre la cabeza de los ocupantes del bote.
No me ha sido posible dar con un testimonio sobre cuanto costaba la tarifa de cruce. Pero si testimonios que dicen que eran inferior por persona a lo que podía cobrar un auto alquiler que llevara al pasajero hasta la Punta Triviño. En el transcurso de la disertación Ema Gallardo de Legunda recordó que por 1969 el cruce salía 5 pesos, con un adicional de 2 en caso de marea alta.
En el frigorífico las distancias eran más costas.
Y allá estaba un personaje memorable Mirko Milósevic.
Empleado primero por la Compañía Frigorífica Argentina, y después por CAP, era él un hombre de siete oficios, y uno de ellos era el de botero.
Yo he cruzado en más de una oportunidad las aguas del Grande de sur a norte en un bote de CAP. Días lindos de verano en que hacíamos nuestro week end en su casa, con Mirko éramos medio parientes, hasta que a cierta hora cruzaba a las mujeres y los niños mientras quedaban allá en su casa, o en el club de empleados, los choferes que nos habían conducido recorriendo los 27 kilómetros.
¡Qué alegría estar cerca de casa evitando todo el traqueteo!  Hay que recordar que entonces no había límite de pasajes en los vehículos, cinturones de seguridad, y se viajaba cubierto por lonas en las camadas; hasta tengo la impresión que todavía no se habían inventado los amortiguadores.
Los choferes esperaban el regreso de Mirko para iniciar las partidas al cacho.
El río cobró sus víctimas. Alguien que por la noche se perdía en La Vega, veía las luces lejanas como cercanas, y terminaba ahogado o congelado en un zanjón.
Pero también la tragedia alcanzó a botes que volcaron con todo su pasaje. Recordado fue el caso del bote de Baldomero Barrientos, que dejó una viuda con varios niños en la indefección, o del español Lijó –algunos dicen que era portugués- que sumó cuatro víctimas a los once que murieron cuando calló el avión de Aerolíneas en 1951.


El que moría en el bote difícilmente era recuperado, terminaría allá, no sé dónde como alimento de las centollas, eran nuestros desaparecidos..
La Prefectura lo único que podía hacer era por unos días prohibir la recolección de agua en el río, para evitar riesgos de contaminación ante la posibilidad de un cadáver en el río.
Este es el mundo en que se movían nuestros boteros, no siempre dedicados al remo como actividad exclusiva, para algunos el cruce era el principal medio de vida, para otros una tarea accesoria.
Tal si se hubiera inventado la calificación de “servidores públicos” ellos hubieran sido los primeros.
Me parece verlos tremendamente abrigados, en años sin ropas impermeables, sudando y sudando a cada impulso que no ayudaba a cruzar el río, carajeando a diestra y siniestra, y saludando al final con respeto.
La gente llegaba con sus perros, pero las mascotas rara vez subían, existían el dicho “más serio que perro en bote”, pero no tardaban en cruzar atrás de la embarcación. Al llegar al otro lado se acercaban a sus amos, y se sacudían, terminando de mojar a los que ya tenían bastante agua en el cuerpo.
Los boteros tenían una prenda insustituible: las botas de goma.
Así vamos terminando nuestra intervención, pensaba con mirada histórica y folklórica, sobre un personaje de nuestro ayer pueblerino. Quedará a los aristas hacer germinar esta forma de vida y trabajo, cosa en la cual uno siempre está esperanzado. Dibujar el futuro es tarea de los artistas, práctica en la cual el folklore aquilata cada vez más méritos.
Armaremos un cuadro costumbrista, un ballet, inventaremos una danza al ritmo de los remos, bailaremos con botas de goma.
Y buscaremos una pareja para nuestro botero, tal vez la enfermera, tal vez la tía soltera que acompaña a los sobrinos al vacunatorio..
PROMETEMOS VOLVER
Para dibujar otras identidades que no deben perderse, como la del Cantinero, el  Aserrador,  el pocero…
Mientras tanto mi agradecimiento a todos los que hacen posible este encuentro, y a todos los que lo harán crecer.


POST DESRIPTUM.
Luego de la disertación vino la conversación: Ema Recordó a Cachorro y observó que se podría haber preguntado más para tener otros nombres de boteros. Pero la disertación fue un censo. Por otra parte nadie  parecía tener memoria como no ser de los años 60, cuando el cruce debe haberse establecido ni bien el frigorífico comenzó con su dinámica, al filo de los años 20.
Es de señalarse que la prefectura tiene información sobre los boteros, pero en su caso –formal como toda institución militar- aparecen identificados con sus nombres reales, y en muchos casos los vecinos los recuerdan con su sobrenombre.
Nos preguntaron sobre cuál es el ancho del río con mareas altas, y dejamos la respuesta pendiente. Hubo quien nos dijo 400 metros, otro que la distancia superaba los 900 Las modernas técnicas de google nos indicaron 518.
René Almonacid recordó que durante un tiempo como una tarea juvenil, llevaba agua a los boteros desde Obras Sanitarias de la Nación.

De los concurrentes tan solo tres habían cruzado el río en bote alguna vez.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola Mingo!

Este artículo es muy interesante, reúne varios aspectos sobre la actividad de los boteros e inserta la temática en el contexto económico-social de la región.

Algunos recuerdos de Mirko Milosevik, antiguo poblador mencionado en el artículo, aportan más información al respecto, brindando además un panorama general de la época. Vale recordar que Mirko había nacido en 1909 en Punta Arenas, y que había llegado a Río Grande un 21 de octubre de 1925; hace exactamente 89 años. Parte de sus recuerdos que a continuación anoto – tomados del libro “A hacha, cuña y golpe”, 1995 – se refieren a su primera época en Río Grande:

Ni bien llegó a Río Grande, aquel 21 de octubre, Mirko cuenta lo que hizo: “Paré en la casa de Don Esteban Kovacic, en el Hotel Miraflores. ¡Río Grande era un pueblito muy chiquito y el frigorífico era mucho más grande que el pueblo y más importante porque, allá había unos pocos comercios, viviendas, pocas, gente, ¡Creo que no alcanzaban a mil tampoco! Ahí, paré una noche (en el Hotel Miraflores). Al otro día (22 de octubre) me fui al frigorífico, en bote atravesamos en esos tiempos el río. En esos tiempos estaba la Compañía Frigorífica Argentina y de administrador estaba el señor John Goodall”.

Esta parte del relato de Mirko, viene a confirmar que el servicio de boteros ya existía antes de su llegada a Río Grande en octubre de 1925. Este punto vuelve a confirmarse en la continuidad de sus recuerdos; en su memoria visual también parece dibujarse un mapa del viejo pueblo:

“¡Cuando yo llegué, alrededor del Hotel Miraflores había botellas nada más ... Montones de botellas vacías! Al frente estaba Ibarra y de ahí para abajo había unas casitas chiquititas (...) y más para abajo venía la Central Telefónica (...). Más abajo estaba un inglés que tenía un taller de autos (...) y después más abajo venía Van Aken, que tenía un negocio grande, sobre la costa. Después venía el muelle antiguo y más al frente la Subprefectura (...). Más atrás estaban los galpones de la María Behety, donde guardaban los fardos. Después, más abajo, había una casita que era del personal de María Behety, de estibadores que eran de la estancia, y los tenía allí para recibir los barcos (...). Más allá venía Santiago González, que tenía una cantina y era el botero que cruzaba la gente. Cuando yo vine todo esto ya estaba, como estaba la Punta de Triviño (...)”.

Continúa contando Mirko: “El cruce del río se hacía con botes de cuatro pasajeros. La gente se embarcaba desde Punta Triviño y se iba para aquel lado. En los tiempos en que yo estaba había siete u ocho boteros. Del lado del frigorífico había también. En el frigorífico estaba Bruno Mansilla, que después puso una lancha que en un tiempo (...) se dio vuelta sobre un muchacho ... Y después de eso lo llevó la correntada hacia la mar y se perdió. También eran boteros Santiago González y Ramón Leiva. ¡Y yo también hice de botero cuando me quedaba sin trabajo!”. De este último recuerdo, podría inferirse que su trabajo como botero no era su actividad principal, sino que reemplazaba eventualmente a otros trabajos.

Indicaba Mirko que “los boteros cruzaban según llegara la gente. Porque a veces llegaba la gente y pegaba un grito desde la Punta Triviño, que era un paradero. Silbaban, gritaban llamando: “¡Botero!”. ¡Y el botero allá iba!”.

Un abrazo Mingo,
Hernán (Bs. As.).-