EVOCACIONES. Abril 11 de 1765 . Sobre la costa fueguina Francisco de Torres –Paquito- cae al agua.



El historiados y escritor Enrique Inda (FOTO) ha tomado este acontecimiento vivido por un tripulante de la Purísima Concepción, nave náufraga en estas costas en su andar del Atlántico al Pacífico, para desarrollar la historia de este viajero que se ve condenado en momentos en que la mayoría se salva volviendo a Montevideo en el Saint Louis y las Animas, un barco hecho con los despojos de la nave siniestrada, se ve condenado a la muerte por el incidente que aparece relatado en la crónica de la siguiente manera:

“11 de abril de 1765: a las diez y media de la noche, se nos cayó al agua Francisco de Torres y n se pudo recoger por la mucha marejada”.

En los escritos de Inda titulados Los amores de un náufrago, que publicara en el número 286 de la revista Todo es Historia- se refiere a los detalles de aquel accidentado viaje- que daría origen al primer astillero fueguino y la primera  misa.

Se describe una relación sentimental con una indígena del lugar, de identidad Haus, y se conjetura sobre una procreación entre el viajero y la fueguina.

Es que años  después –en 1792- la expedición del capitán de fragata Juan José de Elizalde encontró en un joven de apariencia mestiza un crucifijo que llevaba la siguiente inscripción “A Francisco de Torres, recuerdo de su madre”.


Las historias de amores entre nativos y visitantes abundan, tal vez como una forma de encubrir relaciones más violentas o informales en el plano de lo sexual que siempre ha conflictuado a las personas y redefinido a los pueblos en tiempos de guerras e invasiones.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola Mingo!

Las alternativas de esta historia también pueden seguirse en el libro de Enrique Inda titulado “Los sobrevivientes del Estrecho y el náufrago de la Concepción”, que editara en 1992 la desaparecida Editorial Marymar, hoy transformada en Cooperativa Cefomar Editora, con oficinas en Buenos Aires.

Según el libro “Ushuaia. Su museo marítimo” (Miron Gonik y Carlos Pedro Vairo), el naufragio del Purísima Concepción ocurrió el 10 de enero de 1765, en la zona de Caleta Policarpo. En coincidencia con el libro de Inda, allí también se refiere que los sobrevivientes se valieron de los restos de la nave naufragada para construir una goleta, a la cual le asignaron el nombre de “Nuestra Real Capitana San José y las Ánimas” (*). Ambas publicaciones coinciden en señalar que los náufragos fueron 193, aunque difieren cuando indican que durante el viaje hacia Buenos Aires en esa pequeña nave, los muertos fueron tres (según Inda) o cuatro (según Gonik-Vairo). Estos últimos autores aportan la fecha en la cual la goleta arribó a Buenos Aires: el 25 de abril de 1765.

Más abajo transcribo algunos pasajes del relato que Enrique Inda reconstruye a partir de algunas precisiones, y que tiene como protagonista a Francisco de Torres (o “Paquito”, de 18 años) y una aborigen haush (a quien Paquito llama María). El escenario es la misma costa de la Isla Grande, durante los días que siguieron a la fecha del naufragio.


EL NÁUFRAGO DE LA “CONCEPCIÓN”


“Sólo los chimangos y los chingolitos, permanecían fieles en torno al campamento y astillero de los náufragos del “Purísima Concepción”.

Antes que terminara la misa, Paquito se escurrió se escurrió de la ceremonia, cargó una bolsa y se internó en el monte. Siguió como siempre, el resbaloso sendero recorrido durante casi tres meses con sus compañeros de cuadrilla, para ir a cortar maderos y bajarlos a la rastra para la construcción de la goleta.

Desde que embarcara en Montevideo, Paquito siempre anduvo detrás de los carpinteros ayudándoles en las reparaciones de cubierta y hasta ofreciéndose a bajar colgado de la borda para calafatear alguna filtración en el casco. Los carpinteros pronto llegaron a quererle por su habilidad y voluntad de trabajo. Después del naufragio y durante la construcción de la goleta, voluntariamente participó en casi todas las etapas de la obra.

Al llegar a un claro del monte, la joven india lo esperaba sentada sobre un tronco. Al verla inmóvil, con la mirada baja y las manos sobre la falda, Paquito se conmovió apenado.

CONTINÚA EN EL SIGUIENTE COMENTARIO

Anónimo dijo...

VIENE DEL COMENTARIO ANTERIOR

La había conocido en la primera semana del naufragio, cuando con otros compañeros recorrían la playa en busca de mejillones. Un grupo de indios, con sus mujeres y sus hijos, no lejos de ahí realizaban idéntica tarea. En canastos primorosamente tejidos o en bolsas de cuero, juntaban mariscos metidos en el mar hasta la cintura. En un fogón cercano, asaban lapas, cholgas y mejillones que los niños comían con placer.

En eso, tras unas peñas de la playa, apareció un india joven vistiendo una falda de cuero de guanaco. Tenía el cabello sujeto con una vincha y el rostro terso, limpio de pinturas. Vaciló al verlo parado en su camino. Él la saludó sin obtener respuesta. La india siguió cuesta arriba con su canasto repleto de mejillones. Dos veces volvió la cabeza hacia donde él había quedado saludándola con la mano. El muchacho estaba deslumbrado por la inesperada belleza de la joven, con sus piernas desnudas, sus pies descalzos y su paso elástico de gacela salvaje. Pronto la perdió de vista tras una colina alfombrada de margaritas.

Al día siguiente (...) alcanzó a verla nuevamente cuando venían en busca de agua en el arroyo cercano.

Sin escuchar las advertencias de sus compañeros, que siempre estaban en guardia y temiendo un ataque de los indios, Paquito arrojó el hacha de mano al suelo y se fue acercando despacio, llamándola en voz baja. La joven india aparentaba no verlo. Llenó lentamente la bolsa de cuero de lobo, se detuvo un instante en la orilla opuesta, lo miró sonriendo y pronunciando unas palabras en su idioma, señaló con la mano en dirección a su toldería.

Durante más de dos meses se estuvieron encontrando en la espesura del monte. A veces en los largos atardeceres del verano fueguino, al término de sus agotadoras tareas en el astillero, Paquito salía en busca de la joven india y juntos recorrían las colinas tomados de la mano hasta la salida de las estrellas. Ella dijo llamarse Elechen, pero Paquito la rebautizó María, que le hacía repetir una y otra vez, mientras la joven pronunciaba su nuevo nombre, riendo con sus ojos negros y brillantes.

Aunque el Capitán había prohibido que nadie saliera solo del campamento y menos al anochecer, Paquito siempre se las arreglaba para burlar la vigilancia de los guardias.

Un hermoso día de fines de enero, sin viento, con un brillante sol que calentó las arenas de la playa entibiando las aguas poco profundas, él y la joven se bañaron juntos en la desembocadura del arroyo. Hasta el anochecer, con su indeciso resplandor aguardando en el horizonte, caminaron por las playas perfumadas, recogiendo frutillas y uvitas de calafate. El temprano sol de la madrugada, los despertó dormidos y abrazados al reparo de unas matas moras. Desde ese día y hasta la partida, siguieron viéndose y amándose bajo la bóveda paternal del monte milenario.

CONTINÚA EN EL SIGUIENTE COMENTARIO

Anónimo dijo...

VIENE DEL COMENTARIO ANTERIOR

Ahora en cambio, tendrían que despedirse para siempre. Al día siguiente comenzaría el embarque y ya nunca más podría volver al bosque.

Fue la última noche que pasó junto a María. La joven haush estaba silenciosa y triste (...). Días atrás, le rogó que antes de irse le dejara su cuchillo para desollar y limpiar las finas pieles de nutria o guanaquito que pronto tendría que reunir para “su familia” y señaló su vientre con la palma de la mano. El cuchillo – le explicó con vos serena – le ayudaría a curtirlas sin lastimarse las manos con sus primitivos raspadores de piedra o de valvas de mariscos. Este anuncio dicho naturalmente, sin ningún dramatismo, confundió a Paquito haciendo ahora más dolorosa su partida. En un arranque de ternura, conmovido por un extraño presentimiento, se quitó el crucifijo que le diera su madre y lo colgó del cuello de la india fueguina. Ella a su vez le entregó un collar de pequeños canutitos de huesos de aves, unidos por un cordón de nervios de guanaco.

La vio por última vez el día del embarque, cuando todos los indios, con sus mujeres, sus hijos y sus perros, se reunieron en la playa para despedir a los náufragos. Españoles e indios se confundían en abrazos y apretones de cariño. Durante casi tres meses habían convivido en paz, en mutua colaboración y sin ningún conflicto. Gracias a los indios y a la fuerza de sus brazos, se pudo enderezar la goleta cuando se tumbó sobre las gradas. Y con su ayuda, finalmente se realizó la botadura de la primera nave construida en la Tierra del Fuego.

Mientras la lancha con sus ocho remeros bogando vigorosamente remolcaba a la “San José y las Ánimas” hacia mar abierto para desplegar sus velas, Paquito vio a María en la playa, apartada del grupo, agitando el pañuelo con la capa de paño sobre sus hombros. Sin dejar de remar, intentó gritarle pero su voz se quebró en un sollozo, mientras el ronco son del oleaje fue apagando el griterío y los adioses de los indios. Y allá lejos, sobre la barranca, de espalda a los Cerros Tres Hermanos, quedaba María, levantando su mano en un último adiós sin esperanza.

Hacinados en las reducidas dimensiones de la goleta, los 193 náufragos tardaron mucho tiempo discutiendo y protestando hasta acomodarse en su interior para el largo viaje.

Los primeros días navegaron con vientos favorables y mar tranquilo, pero el miércoles 10 de abril se levantó una fuerte tempestad del Suroeste que los arrastró cerca de la costa patagónica. Las olas barrían la cubierta embarcando agua por los tablones aflojados. Como no se podía dejar las escotillas abiertas, los que iban bajo cubierta sufrían el horror de los bandazos, mojados, descompuestos y casi asfixiados por la falta de aire. El día 11, el tiempo mejoró un poco permitiendo ventilar la bodega y reparar las averías.

Comedido y servicial como siempre, Paquito continuó junto al Capitán en la guardia de la noche.

CONTINÚA EN EL SIGUIENTE COMENTARIO

Anónimo dijo...

VIENE DEL COMENTARIO ANTERIOR

Esa noche, la goleta navegaba con mar muy alta, con viento sur, trepando y cayendo en el seno de olas muy negras y tendidas. Protegido de los rociones con un pedazo de lona, Paquito permanecía atento a todas las maniobras marineras, siempre dispuesto a echar una mano. Un golpe de viento desprendió el motón de la botavara y la soga se enredó en la caña del timón. El Capitán pidió ayuda. Paquito, sin perder tiempo, se inclinó sobre el espejo de popa tratando de zafar el cabo y al desengancharlo, cayó al agua, mientras la goleta se alejaba veloz, rumbo al Norte de la salvación.
En el diario de abordo, el Capitán asentó: “11 de abril de 1765: a las diez y media de la noche se nos cayó al agua Francisco de Torres y no se pudo recoger por la mucha marejada”.

Hasta el fin de sus días la india María recorrió las playas desiertas, los turbales y los bosques de la costa atlántica, desde Cabo San Pablo a Bahía Aguirre, siempre buscando en el horizonte las velas de la nave con el regreso de Paquito.

Con su hijo a cuestas, o corriendo a su lado ya grandecito, constantemente le repetía el nombre de su padre (...). Y cuando el hijo era ya un gallardo adolescente y un hábil cazador, la vida de María se fue apagando con la mirada fija en el mar, soñando siempre con el náufrago de la “Concepción”.

***

En febrero de 1792 la expedición del Capitán de Fragata Don Juan José de Elizalde, al mando de la corbeta “San Pío”, recorre Policarpo, el Estrecho de Le Maire, las bahías Buen Suceso, Valentín y Bahía Aguirre. Según relata Don Manuel Lafrant, contador de la nave, en todos los lugares que bajaron a tierra trabaron fraternal relación con los indios, intercambiando regalos y atenciones. Un día los invitaron a bordo de la nave y les enseñaron a decir “Ave María”. Uno de los indios, de cabellos castaños y facciones europeas, de pie sobre cubierta, al escuchar repetir varias veces la palabra María, buscó fijamente los ojos del oficial, se palpó el pecho bajo la capa de guanaco y sus dedos acariciaron un crucifijo que llevaba grabado: “A Francisco de Torres, recuerdo de su madre” (Inda, Enrique S.: “Los sobrevivientes del Estrecho y el náufrago de la Concepción”, Marymar, Buenos Aires, 1992).


Enrique S. Inda nació en Avellaneda (Bs. As.) en 1923. Fue técnico en perforación y explotación petrolífera. Vivió en Tierra del Fuego y la Patagonia durante las décadas del ‘40 y ‘50, participando en la construcción de los puertos de Ushuaia, Río Grande y Río Gallegos. Fue dirigente socialista y diputado provincial por el Partido Socialista Auténtico. En 1956 fundó la Biblioteca Popular Almafuerte de Aldo Bonzi (localidad donde residía), y en 1983 una Asociación Ecológica en la misma localidad. Escribió varios libros, entre los que se encuentran: “El tesoro del Monte Cervantes”, “El faro del fin del mundo”, “El náufrago del Cabo de Hornos”, “El exterminio de los onas”, “El condenado del fin del mundo” y “Pioneros fueguinos 1869-1890”. Enrique S. Inda falleció el 19 de diciembre de 2013, en Merlo (Bs. As.).

(*) Inda refiere también que utilizaron madera del bosque fueguino para construir la nueva embarcación.

Un abrazo Mingo!
Hernán (Bs. As.).-