La dotación de la
radio se vio reforzada con la presencia de una locutora. Ella había prestado
una colaboración en los tiempos iniciales pero luego por urgencias laborales de
su marido había tenido que emigrar.
Llevaba si sus
antecedentes en el medio y en la Capital un contacto ayudó a que ingresara a la
dotación de la radio austral en situación de nombrada, todo un tiempo en años
de largas amansadoras a través de contratos.
Al llegar a la
filial comenzó a tomar servicio y debió experimentar algunos derechos a piso.
Por ejemplo debía tomar los mensajes para el hombre de campo que esos días de
marcadas incomunicaciones eran abundantes. La señora, que tenía ciertas pretensiones
que ya otras mujeres del pueblo habían abandonado, concurría al trabajo muy
bien vestida: de falda y taco alto, medias de nylon tramadas, blusa de seda, y
sobre todo ello una capa azul en la que ocultaba sus manos.
Tenía alguna
resistencia cuando los paisanos se hacían presentes, habitualmente mal
trazados, a veces con algunas copas de más y con aromas de cantina o capón.
Ellos le dictaban
sus mensajes, y ella llenaba los formularios. Después le pedía que firmen,
aunque en muchos casos en analfabetismo imperante en la campaña terminaba por
dibujar algo más que un garabato, o la transcripción a infantil cursiva de sus
largos nombres y apellido.
La locutora era la
encargada de leerlo. Como solía ocurrir en esta radio, y en muchas otras, los
que trabajaban en la emisora no solían escuchar lo que salía al aire. Se
aprovechaba ese tiempo de descanso, generado por una grabación o la
interrupción de otro compañero para afectarse a otros menesteres: tomar mate,
leer una revista, tejer, hacerse la manicura, hacer cosas para el otro trabajo.
Un día en una ronda
de mates, motivadas vaya saber porque interrupción en el ritmo continuo de
tareas, el personal se puso a conversar amablemente en el estudio. Una chica de
administración le preguntó cómo se sentía en su tarea. Ella dio sus pareceres,
todos positivos, hasta que dijo que había cosas que le llamaban la atención,
entre ellos los mensajes.
No podía imaginarse
como era un estancia, no tenía vehículo como para salir a ver, imaginaba que
vivía muy poca gente, mucho menos que en el pueblo; y hasta le llamaba la
atención de entre lo poco que estaba descubriendo una situación muy singular:
-Hay un hombre que
trabaja una barbaridad. Un día está llegando a una estancia, otro saliendo de
un puesto, en mismo día llegando al frigorífico.
-Cómo es eso
querida? Le dijo el operador que era paternalista con todas las mujeres.
-Si –dijo la
locutora- se trata de Elpidio. Fíjense, dijo carpeta en mano: Llegól Elpidio de
Marina (Marina es una estancia aclaro). Ya salió Elpidio con cuatrocientos
animales (este era de otra estancia el mismo día). Manden a Elpidio al
Frigorífico. El domingo por por Elpidio.
Sin poder ocultar
una sonrisa el flaco de programación le aclaro que no se trataría de Elpidio,
sino de “el piño”, y que era “el piño”, el arreo de ovejas, en la voz araucana
que se solía usar en el lugar.
La locutora, se
avergonzó primero, se enojó luego porque nadie le había advertido, y luego
corrigió media carpeta.
Su oído porteño, tal
vez potenciado por una sordera que creció en ella con los años, y que ella
atribuyó al maldito viento de esta tierra, escuchaba Elpidio donde los usuarios
del servicio decían El piño.
Con el tiempo el
viento y la sordera precipitarían una derivación médica a la capital, y con las
influencias que allí tenía ya no volvió.
Pero el caso no
termino ahí. En la radio cuando alguien de pronto se ponía a trabajar más de la
cuenta, se le solía decir al compañero : ¡Para Elpìdio! En alusión a la
imaginación de aquella que fue locutora de la emisora.
Pero había un
operador de esos que en a veces no entienden los chistes, por más que se los
explicaban. Él ante una situación similar –compañero flojo trabajando más de la
cuenta- solía decir: ¡Pará el piño!.
Cuando llegó el
siguiente invierno y comenzó su ciclo invernal el doctor de sanidad animal,
escuchando al operador usar siempre esa muletilla, la adoptó: y solía decir al
aire en determinados casos: ¡Paren el piño!, que vamos a escuchar a Rafael
Rossi con la rancherita: ¿Negrita, querés café?
1 comentario:
muy buena anecdota Mingo..
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