Era un tiempo de
comunicaciones más precarias de anticipos de todo lo que iba venir de después.
Era un mundo de
reconocimientos de aproximaciones, el lugar se llamaba aula, escuela,
adolescencia.
Había cosas que no
se podían decir directamente, tiempos de silencios, de miradas.. miradas que
tal vez ya habían dicho mucho, todo.
La joven abría su
carpeta y por el borde asomaba la cartita.
Era un papel prolijo
o desprolijamente recortado, manifestaba en la letra en gran medida el estado
de ánimo del declarante. Había un elogio y la posibilidad de una cita, un
encuentro. En algunos casos la carta llegaba por intermedio de otra mujercita,
una seña hacia quien la había enviado y el suave deslizar de la misma en el
bolsillo de la candidata.
¿A dónde podía
conducir todo esto? Tal vez a un beso.., ¡y el mundo comenzaría a cambiar para
dos personas?
De pronto había una
intercepción del mensaje. Un docente, una docente, generalmente la entrometida
era una mujer: ¡Muéstreme eso que tiene allí! Y la joven podía entregarla no
con cierto reparo, porque la cartita no tenía remitente explícito.., decía
simplemente: Tu admirador. En otros casos se prefería destruirla, lo que daba
lugar a represiones más severas por parte de la docente.. La inculpada podía
llegar a comerse la carta. Por la noche ese mensaje hacía aleteos en su estómago.
Hubo una profesora
que hacía llamar al orden, y citaba vía secretaría o dirección, a alumnos y
padres.
Hubo otra que las
coleccionaba y con los años creía tener cartitas de importantes figuras de la
comunidad que fueron sus alumnos, y de la cual conocía sus primeros deslices
sentimentales.
En algunos casos
circulaban las cartas en otro sentido, eran de mujer a hombre, ¡te saltaba el
corazón en el pecho! A la noche no podías
dormir.
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