Se produjo una selección natural entre los
aventureros que llegaron desde todo el mundo, que una estadística había podido
traducir en números: 17% sufrió muerte violenta; un 20% desertó, regresó a su
patria o buscó otras oportunidades; un 25% murió de muerte natural a los pocos
años; un 6% quedó en los presidios y, lo mejor, un 25$ encontró en la Tierra del Fuego su segunda
patria y triunfó.
Francisco
Camus Riquelme.
El 108 se sentó contra una delas paredes de su
cubículo, atemperando con un cigarrillo el insomnio de la primera noche.
Los resquicios de las paredes dejaban entrar
el frío y el silencio, y un brillo de luna llena...
¡Qué cuidado había que tener, fumando sobre el
colchón con su funda de polietileno, ropas y enseres hacinados! Las siete
frazadas pesando cada vez más y esa profunda satisfacción de estar al fin en
casa.
El 108 y su familia constituyen, en estos
momentos, los últimos adelantados de un Río Grande que no ha escuchado los
proyectos oficiales sobre la margen más dura de la Avenida Juan Perón.
Tres años atrás, esa arteria era sólo un
terraplén, un dique, y en el pólder de esa Holanda fueguina emergieron
desordenadamente las modestas viviendas
de los nuevos vecinos. Castillos de naipes de cartón y chapa, precarios mecanos
de tambores de hierro, puentes indecisos y anegados senderos, sombríos callejones
sin nombres que han desaparecido ya de un territorio que hoy despierta la
envidia de muchos que quisieran vivir como ellos.
¡A mi no me tengan en cuenta! –gritó el 108 en
la oficina cuando apareció ese impedimento por el cual no ingresa en la lista
de adjudicatarios de vivienda-¡A mi no me tengan en cuenta, yo se como me voy a
arreglar!
Muchas puertas había golpeado en su fastidio:
puertas, es decir, despachos, pensiones, amigos, inmobiliarias, partidos...
De pronto se dio cuenta que su memoria había
forzado su garganta, y su repetido grito de esa noche inconsciente despertó a
su nena, sin que los consuelos de la madre –otra niña al fin- pudieran acallar
su susto.
Se había instalado en el término de siete días
al otro lado de la Juan
Perón , donde se adquiere la categoría de intruso, que pocos
funcionarios utilizan en público porque saben que es una situación muchas veces
irremediable. Fue un domingo de “minga” cuando con los cuñados y otros amigos y
parientes se carpintereó toda la mañana, se invirtieron algunos pesos en el
asadito y así se terminó en ese lugar emparejado a las carreras, porque otros
ya le habían puesto el ojo. De postre los más viejos recordaron empresas
similares en épocas de Nogar, y se alegraron de cómo prosperaron los pozones de
otros días.
Después del trabajo, día a día, se fue
enchapando la casa; los cerramientos de las ventanas, provisoriamente, serían
de un plástico grueso que consiguió en la fábrica y un disgusto familiar
aceleró la mudanza.
Al lado del 108 hay un vecino con auto, más
allá una linda casa, linda pero inclinada sobre el barranco, los palafitos
chilotes se dibujan contra el sol en cada tarde de invierno, como un extraño y
gigantesco insecto, y los servicios son pequeñas garitas de centinelas en la
vigilia de un río, que cuando crece, golpea los zócalos.
El 108 le llamo a este nuevo vecino de la
calle de cierre, porque conté al pasar que ya se alzan en ese número las
viviendas precarias sobre su vera, y él, que ha pensado en descansar, se alegra
cuando al rayar el día, os vecinos se levantan de las más humildes taperas para
limpiarlas mediante el procedimiento de sacar lo poco que se tiene afuera,
asear el ambiente, y meter todo de nuevo adentro.
Es entonces cuando, por ser domingo, alguien
apuntala esperanzados cimientos de hormigón, y otro prolijamente extiende con
cable verde, la conexión ilícita de electricidad que han emplazado a metro y
medio del suelo.
-¡Pídele agua al vecino! –le gritan a un chico
los que se quedaron dormidos en el reparto semanal; maldice el otro cuando
acude solidario y descubre un gato muerto en el tanque. Entonces, ambos caminan
varias cuadras porque con los demás no se tiene confianza y se consuelan
comparando su drama con el de las ratas en otros sectores marginales.
Por la tarde, después de cocinar algunos con
los recursos del gas comprimido, otros con la leña amontonada bajo lonas –sin
faltar los del exótico kerosene-, llega el momento en que las solteras
acicaladas partirán para confundirse con las otras niñas de la ciudad. Los
novios se quejarán del barro en sus lustrados zapatos y alguien espantará a las
gaviotas que han decidido compartir las sobras con las escasas aves de corral.
Alguien, definitivamente seguro, corta el
alambre de púa con el cual ha pretendido reservar su reducto durante varias
semanas, y otros ya comienza a lamentarse que mañana habrá que volver al yugo,
ese donde están la mayor parte del día, para luego regresar a sus precarios
dormitorios en la diagonal ripiosa de Juan Perón.
Un viento de primavera preanuncia furias
nuevas en la más reciente y precaria frontera del pueblo de adelantados, donde
ya se ha instalado la familia número 109.
El 31 de agosto de 1986 escribí estos Rastros
para leerlos por radio un domingo de sol. Como aquel domingo, saldré esta
mañana a ver que se ha hecho de la vida y la obra del 108.
Nota: El presente escrito forma parte de mi libro, que espera imprenta, bajo el título LOS PUENTES DE LA MEMORIA.
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