El ascenso del hombre.

Terminaba marzo de 1971 cuando de alguna manera me llegó la noticia en Monte Grande que estaría por llegar a Buenos Aires mi primo Toty. Por entonces los empleados públicos comenzaba a acostumbrarse a las vacaciones con pasaje pago, esas que debían tomarse así para alcanzar a tener un mes in extenso de descaso, puesto que si se quedaban en la isla se ajustaban a la antigüedad, y en muchos casos el quedarse representaba sólo dos semanas de vacaciones.

Toty, como otros municipales, se alojaba en el Hotel Roma, sobre la Avenida de Mayo, y traía algunas cosas para mí. Un reloj que había sido del tío Polo y que había arreglado Bernini después de larga espera, algunos pesos que hacían abundar mis recursos que no eran otros que los fondos con los cuales se pensaba en Quinto Año hacer un viaje de egresados, que se frustró por falta de pasajes oficiales, y una cartas… casi un calco una de la otra escrita por mi padre y mi madre, felicitándome de antemano por los 18 años que habría de cumplir.

Mientras almorzábamos en un restaurant de las cercanías mi primo me dijo si no quería acompañarlo a ver a la hermana, en Dique de Los Molinos, y que si era así ya estaba comprando pasajes para dos al días siguiente. Yo ya había rendido libre mi ingreso a periodismo en La Plata, y con el primero de abril tendría lugar en la misma pensión que Ernesto, mi compañero del secundario que se iniciaba así en Odontología. Pero en lo inmediato no tenia otro compromiso: ¡entonces le dije que sí!

Del viaje de aquella noche tengo tremendas impresiones reiterativas: el ambiente esa sofocante, Toty dormía, y afuera la tormenta se manifestaba con baldazos de agua contra las ventanillas, y los truenos brillantes, y los rayos estruendos, todo parecía cambiar dentro de mi cabeza y sentía que ese viaje era un viaje sin retorno. Y lo fue en alguna medida, en la mitad de la noche cumplí 18 años.

Recuerdo una pausa luminosa en Villa General Belgrano, un desayuno con cerveza y un sándwich de miga oscura… La llegada a Villa La Merced –Dique de los Molinos- donde Chamy Roberts, el cuñado de mi primo era jefe de correos. Un lugar para acomodar mis pilchas, muchas preguntas por parte de Lita, la prima que había nacido en Río Grande en 1929, y sus hijas también preguntonas. Un paseo por los alrededores y el paseo por una yegua que representó mi primera experiencia como jinete. A la noche Piky, una de las primas me preguntó que edad tenía. Yo le dije que 18, y ella me preguntó de que signo era. Le dije Aries. Y entonces saltó la pregunta definitiva que desnudó la realidad: ese día estaba cumpliendo años. Hubo reproche a Toty que no sabía nada, a mi que era un quedado, otros me defendieron y también a mi primo, y finalmente Chamy sacó la guitarra y emprendió una suerte de serenata dedicatoria, con rimas simpáticas que lamentablemente no pude aprender, y luego aparecieron las empanadas, y alguien preguntó donde estaba escondida la bota de vino, y todos –incluso las chicas- probaron del chorrito escurridizo, y esa noche no dormimos. Todo termino en alguna media con café con leche, pan criollo y manteca casera mientras el jefe de casa debía partir para abrir la oficina que aun en esos días de marzo tenía mucha actividad en esa villa turística.

En medio de esas lejanías que por un momento dejaron de serlo yo pasé la barrera que despedía la adolescencia, y comencé a ingresar al mundo de los adultos.

Una experiencia que por un tiempo me llenó de temores.

Una etapa de mi existencia en que debí confrontar con la soledad, y salir de ella.

Recuerdo mis 18 años, en su comienzo lejano, como lo hice tantas veces y sobre cuya descripción tal vez tenga registro mis seres más queridos. Mis hijos mayores ya son mayores, Florencia como abogada se abre un espacio en Buenos Aires después de toda una vivencia en la Patagonia Austral, siempre dura y sobre todo para una mujer; mi hijo mayor vive aquí cerca nuestro, y como profesional en kinesiología ha comenzado a ser valorado –fundamentalmente por sus pacientes- y cada vez que lo encuentro y compartimos un plato de comida en alguna mesa del centro de la ciudad me parece que en él me reencuentro con la otra mitad de mi destino (yo que soy la suma de varias mitades); mi hija menor transita su existencia cordobesa que es tiempo de aprendizajes, familia y crecimiento personal. De esta enmarañada vida surgieron a la vez Mía, la hija de Damián y Lucina la hija de Ana Laura, que son como dos claveles del aire en el árbol de mi progenie.

Y luego está mi hijo menor que ahora cumple 18 años.

Marcial ha sido mi compañero en todo este tiempo suyo de elevación, y mío de enmesetamiento.

Hay casos en que estamos muy cerca, pero nos situamos muy lejos: y otros en que no hay separación que no signifique imaginarlo a mi lado.

Mi etapa de padre no termina esta noche; no ha terminado de hecho y derecho con los mayores, pero en alguna medida la circunstancia de libertad y responsabilidad que él comenzará a vivir nos otorga a Patricia y mí una suerte de “libre deuda” que queremos agradecer a la vida, que nos ha dado en su persona un reflejo de nuestro hacer y nuestro querer.

Algo que nos eleva, y nos eleva y nos eleva. Pero por suerte no nos aleja.

1 comentario:

Pali dijo...

¡¡¡Muy bello homenaje para vos fundamentalmente, Mingo!!! y para el cumpleañero y también de rebote para los otros tuyos, que de cerca o lejos están en tu palabra o sin ella, están los cuatro cerca... Un tiempo de bendición...