UROS.2: "Del ojo Cullen al ojo seco".

Primer ojo.

Comencé a familiarizarme con Uros cuando mi padre trabajaba de encargado de corralón en CIMATEF. En esa cooperativa de madereros el primo trabajaba ocasionalmente cargando y descargando camiones, y eran casi todos los que hacían la tarea ex portuarios, en días en los cuales la operatividad naviera cedía su lugar al tránsito de los grandes camiones hacia el norte del país.
Yo, estudiante universitario de periodismo, buscaba familiarizarme con la tarea de mi padre y después del marzo me encerraba en la casilla donde se calculaban y cubicaban los castillos de tirantes, en vista a las urgencias de cada camionero: Benítez de Río Milna, Cobián de Arroyo, Carlos Delgado de Radnik, el Taraguí cargando para Argensurd, Mellado de Aserradero Buenos Aires y hasta mi ex compañero de secundario Daniel Martínez transportando ara el aserradero de la familia. Estos entre muchos otros.
La madera era identificada con un trazo de tiza en uno de sus extremos, tiza Cooper de diversos colores, la misma que se usaba en las tareas con ovinos. Los que trabajaban allí lucían el distintivo de sus marcas en la ropa, porque la misma era indeleble.
Un día aparecieron en el pueblo –eran días preelectorales- unas pintadas inquietantes, y caímos en sospecha. De que otro lugar podría haber salido la tiza, y quien otro que yo podría ser el activista de las incómodas proclamas. La policía modificó sus rondas, buscaron a los alcahuetes que siempre saben de estas cosas, y al fin cancelé mis colaboraciones con mi padre, para evitar verlo envuelto en algún inconveniente.
Creo recordar que no logré tener mucho diálogo con los trabajadores del corralón, a los que en parte y en esos días dediqué un problema que desde hace muchos años tengo encuadrado en un rincón de mi casa; y al que jocosamente Héctor Raúl Osses –el cantautor santacruceño- le uso ritmo de bolero; el mismo se llama “Hombres de madera”.
Uros conversaba conmigo, preguntándome sobre mis estudios, sobre Mar del Plata –me era difícil decirle que en realidad estudiaba en La Plata- y sobre su decisión de ir un día a verme y comprobar efectivamente si había futuro para él en ese lugar. Pero al mismo tiempo me advertía que eran muchos sus compromisos que lo retenían aquí, en el sur, en Chile o Argentina, y era gente a la cual le debía gauchadas y no le podía pagar con guachadas.
De por sí el primo hacía siempre un especial y esmerado uso del lenguaje. Y se manifestaba, como casi todos en la familia de entonces: devoto de la lectura. Así fue que me recomendó que lo hiciera con la novela de Enrique Wegman que se venía propagandizando en Radio Presidente Ibáñez: “La noche trágica del Ojo Cullen”.
A mi me pareció que ese no era su nombre, y se lo hice ver. Uros me recriminó de inmediato, señalándome que tal vez en la Universidad me estaban enseñando a escribir antes de enseñarme a leer, o lo que era peor aún: enseñarse a hablar sin aprender a escuchar. El decía Ojo Cullen y era Ojo Cullen.
-¿Y dónde queda eso?
-Mucha gente habla pero pocos pueden vivir lo que yo he vivido, tal vez yo y el autor de la novela. La gente que sale y entra por San Sebastián poco sabe lo que deja a un costado del camino, eso es como otro país, se habla en inglés y si no se recibir órdenes en inglés no te reciben ni para pelar papas (poteito, repetía). Allí una noche ocurrió algo que relata la novela que bien deberían conocer los jovencitos como tu.
Con el tiempo Uros se argentinizaría y comenzaría a usar el vos y el che, a autodenominarse El gaucho Martino, acortando su apellido eslavo, que es también mi apellido materno; pero por entonces parecía estar de paso y debía visitar a Danica, la hermana que en Río Gallegos trabajaba en el Poder Judicial, o llegar a Santiago donde tenía otra hermana que lo quería como un hijo, sin olvidarse de Yuba que en Punta Arenas resolvía la posesión efectiva de la casa que fuera de los padres y sobre la cual el cedería sus dividendos en beneficio de las mujeres. Decía a la vez que esa no parecía ser la actitud de sus hermanos, pero el ante todo si no era un caballero era un gaucho, y por todo eso cuando volviera traería para mi lectura un ejemplar del publicitado libro.
Esto no se conversó tanto durante el trabajo, puesto que el tio –que era mi padre- lo tenía cortito; sino en el paso obligado de cada atardecer por el bar de Caicheo, que a veces también trabajaba en la estiva. Allí, en La Querencia, pagaba la primera vuelta y eso le daba derechos para por lo menos hablar un cuarto de hora sin que se lo llamara al silencio, se lo recriminara, o se lo cuestionara en sus miradas al mundo.
Un día de cobro Uros se entretuvo más de lo debido y al día siguiente no se presentó a trabajar. Lo hizo casi al final de la siguiente jornada. Estaba mal trazado, machucado en el rostro, desgarrado en la ropa y fue a pedir las cuentas a mi padre: “El capitán se hunde en su propio barco”, le dijo; mi padre le entregó una suerte de liquidación de horas adeudadas para que se presentara ante Magdalena Hirsig en la secretaría que funcionaba en el cercano Hotel Argentino, y se dieron la mano, fue cuando mi padre le pidió que no se olvidar de libro.

Segundo ojo:

Había pasado un tiempo y en el cruce de Alpargatas salí al encuentro del camión que para el Expreso Fueguino conducía Carlos Arosa. Allí me entregaron una gran lata de galletitas que contenían las dulzuras que hacía mi madre para deleite propio y de mis compañeros de pensión, y envuelta como una golosina más el libro que Uros finalmente había traído de Chile: “La noche trágica de los Copuyes”. ¿A dónde habría quedado el Ojo Cullen del que me venía hablando el primo? La historia era sorprendente, como decía la propaganda del que fuera premiado varias décadas antes, en el centenario de Punta Arenas. ¿Cómo escuchaba por entonces? ¿Existía o no existía un Ojo Cullen y otra historia que aquí no se contaba? Ya sabía yo de que hablaríamos cuando nos volviéramos a ver. Pero eso no fue así.
Es que cuando nos volvimos a vernos yo estaba prácticamente en el mismo lugar que estoy ahora sentado escribiendo para este blog. Pero aquí, a mi izquierda, donde aún esta su nombre y su número de documento escrito en un papel, había un lavaplatos. Y era una mañana fía de invierno y yo me preparaba para ir a dar clases. En la casa se habían dado unas modificaciones y mi padre ya había muerto. Habíamos pasado la guerra con Chile, y de Uros no habíamos tenido noticia alguna. Era el más tarambana de los primos y nadie parecía saber nada de él, ni siquiera los sobrinos, dos de los cuales pasaron a ser un tiempo mis alumnos.
La pava hervía llamándonos a tomar el te, y yo me lavaba la cara con agua fría, cuando levanté la vista. No estaba la ventada de ahora, de vidrios esmerilados, sino una ventada de tres vidrios rectangulares y verticales que dejaban ve el inferior el rostro deformado de un hombre con un ojo totalmente amoratado, la lluvia escurriendo de la frente abajo un rastro sanguinolento, y el otro ojo estampado contra el vidrio, grande, celeste, hermoso pero trágico, latiendo y mirándome directamente a mi. La impresión fue descomunal y no podía recordar su nombre. Manotié mis anteojos, voltié unas tasas que hicieron el ruido de romperse. Y cuando salí a dar la vuelta para ver que saliera de ahí el ya no estaba. Corría desaforado hacía Belgrano –a grandes zancadas- como suelen hacer algunos hombres de campo cuando transitan el poblado, al no estar acostumbrados a marchar sobre otro terreno que no sea el desparejo.
Y la mirada de aquel ojo de Usos me seguía latiendo en la nuca. Me había dado un gran susto. Era como si se hubiera levantado de la tumba para venir a buscarme, o para traerme un mensaje alucinante. Prometí enojarme mucho con él cuando volviéramos a encontrarnos.

Tercer ojo:

Volvimos a vernos muchas veces. Uros andaba con sus necesidades de siempre esas que expresamos en Uros.1. Y no hubo motivo para manifestarle ni mi miedo, ni mi enojo, ni mi recriminación.
Y más cuando su ojo formó parte de otros muchos ojos.
Fue cuando murió mi madre y al sepelio concurrió Gabriela Palacios. Un tiempo después me señaló que al ingresar a Casa Herpa se le presentaron ante ella, en la semipenumbra, como curiosos peces flotantes, peces de colores, los ojos de Guenchur, de Antuco, de Héctor Vázquez, de mi compadre Zapata, de Uros. La tristes miradas de esa hora, miradas que venía acompañar mis ojos pardos. Miradas celestes, grises, verdes que venían alumbrar ese momento de despedida. Y de los ojos de Uros, el izquierdo que parecía mirarte desde una dimensión extraña al mismo continente de su dueño.
Con el tiempo yo cobré interés sobre esa mirada suya, sabía utilizar eso ojo más móvil que el otro con cierta intencionalidad que no te permitía decir que no. Y su nariz torcida, vaya a saber en que trifulca, no permitía dimensionar si tenía desviada la mirada, o simplemente la nariz.

Cuarto ojo:

El cuarto y último.
………………….
Estaba seco y amarillo, como todo su rostro. Su rostro que había sido prolijamente afeitado, su boca ya no se mostraba más ansiosa, sino hermética.
“Muríó con un ojo abierto, y nadie pudo cerrarlo”;
Uros avanzaba a tientas, al salir de esta prisión.

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