Culmina la primera circunnavegación al globo terrestre.


Juan Sebastián Elcano, comandando la Victoria, única sobreviviente entre las cinco naves que salieron casi tres años antes con Magallanes, regresa a España con solo 18 tripulantes de los 265 que se habían sumado a la empresa.

En el trayecto quedo el descubrimiento del estrecho interoceánico, entonces de Todos los Santos, hoy de Magallanes, el avistamiento y bautismo de la Tierra del Fuego, la navegación por el Océano Pacífico y la llegada a las Molucas, territorio de la especiería, con el cual se cargó el barco que recompensó con creces la inversión material originaria.

Se sabe que Elcano nació en Guetaria, país vasco, en 1475, pero nada se sabe de su existencia hasta que se embarca con la empresa de la cual sería su definitivo capitán. Más tarde, reconocido como Piloto Mayor del reino emprenderá una nueva navegación con la escuadra de García Jofré de Loaysa, pero terminaría su vida en la Malasia.

Ha escrito sobre estos momentos Felix Riesenberg, en su libro CABO DE HORNOS:

  El 6 de septiembre de 1522 fue avistada una pequeña embarcación, en extremo cargada, que avanzaba lentamente desde el sudoeste hacia el muelle de Sanlúcar. Tenía dos palos y velas cuadras. Un bergantín, como lo llamaríamos ahora. Mostraba sus bandas grisáceas y, mientras rolaba, bajo su línea de flotación se veían verdes adherencias de hierbas marinas. Aquella reliquia de velas tan llenas de remiendos que parecían el saco de un ladrón. Pero enarbolaba bravos pendones y en su palo mayor flameabauna insignia descolorida y desgarrada. Descargó sus culebrinas y el eco de las detonaciones se expandió sobre los techos de las casas. La gente de la ciudad corrió hacia el muelle, en el momento en que la nave viraba y dejaba caer el ancla. Sólo faltaban dos semanas para que se cumplieran tres años, desde la partida de la flota de Hernando de Magallanes. Allí, en el puerto, estaba el más pequeño, pero también uno de sus más sólidos barcos. Pronto los correos marcharon apresuradamente hacia Sevilla con las noticias del arribo. ¿Cuántos habían perecido? ¿Dónde estaban los otros barcos? ¿Dónde habían estado? Las preguntas corrían de boca en boca.
Los grumetes, convertidos en hombres de tupidas barbas (Martín de Isaurraga, que tenía 15 años cuando se embarcó en el Concepción; Juan de Santandres, un grumete del Trinidad y Vasco de Goméz de Gallego, un muchacho portugués, también del Trinidad, se hallaban entre los sobrevivientes), en un tiempo jóvenes y vigorosos marineros, estaban ahora abatidos por la enfermedad. Sebastián Elcano venía al mando de la nave. El audaz navegante, nativo de la ciudad de Guetaria, hombre joven, de poco más de treinta años, destinado a una repentina celebridad, había conseguido eludir magistralmente a los portugueses en el Cabo de Buena Esperanza y las Islas de Cabo Verde. Aparte de ello, regresaba con un barco cargado de especias hasta los topes, lo cual, como se ha señalado, constituía una fortuna suficiente para compensar con creces los gastos de la flota. Su ciudad natal honró a Elcano erigiendo una estatua en su memoria, treinta y nueve años después de estos acontecimientos.
Diecioco (algunos dicen diecinueve) de los circunnavegantes magallánicos volvieron en el Victoria; cinco años más tarde, regresaron a España cinco marineros que habían sido dejados en el Oriente; también retornaron varios hombres abandonados en las Islas de Cabo Verde. La pregunta que a cada instante se escuchaba era: “¿Ha vuelto mi Juan?” Y de nueve veces sobre diez la respuesta era: “No”.
Tal vez para su fortuna, Fernando de Magallanes no regresó a enfrentar las consecuencias de su rígida, pero necesaria disciplina. Sólo un fanático dotado de su implacable determinación podría haber realizado aquel viaje hasta más allá de Tierra del Fuego. Juan de Cartagena, oficial real, primo del influyente obispo de Burgos, designado capitán de la Flota, lo cual equivale a decir Vicealmirante, había sido despiadadamente abandonado en la Patagonia austral, en compañía de su Santo Padre. El Tesorero Real de la Armada, Luis de Mendoza, había sido asesinado por orden de Magallanes y don Gaspar de Quesada decapitado, luego de juzgársele por rebeldía. Su cuerpo, descuartizado, había sido empalado en estacas, junto al Tesoro del Rey. Corrían ya por toda España las noticias de estos afrentosos procedimientos.
Se realizó una investigación, pero Magallanes no podía dar su testimonio. Quedaban allá su Estrecho y el Océano Pacífico, pero ¿qué iba a hacerse con el legado que este marinero asesino, este portugués aventurero había dejado a España?
En las altas esferas se leía con sumo interés el relato de Pigafetta. Aportaba muchas revelaciones, pero en cambio, nada aclaraba con respecto a la desaparición de un día, un misterio casi inexplicable en el viaje de cinrcunnavegación del mundo. Habían arribado a Sanlúcar un lunes, de acuerdo con los cálculos de a bordo, pero en realidad el calendario cristiano señalaba un martes.


Esta situación generada a partir de viajar en sentido contrario a la rotación de la tierra es la que con el tiempo tomará Julio Verne para dar ganada la apuesta que motiva la trama de su novela LA VUELTA AL MUNDO EN OCHENTA DIAS.

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