Hoy el mundo de la imagen nos brinda relaciones visuales de la geografía con la perspectiva de la altura, sea el vuelo, sea el satélite.
Pero el tiempo convocado en la novela por Saint-Loup es diferente, transcurre entre el fárrago del mar y sus tormenta.
Y esta primera parte de "La noche comienza en el Cabo de Hornos" tiene esta continuidad:
El viento daba de empellones contra la carga, la que restallaba, amenazando con desgarrarse como velo del templo. La discusión adquiría un tono áspero y apasionado. Patrick Sunderland extendió la mano.
-Hermanos míos, vosotros tenéis la razón: Fox, sugerir un plan de prudencia y Mac Isaac, al proponer que no abandonemos nuestro propósitos evangélicos. Sin embargo, me permito haceros presente que es demasiado pronto para tomar una decisión. Ignoramos, principalmente, el problema esencial: ¿cuál será la actitud de los alacalufes? Si es pacífica…, no hay necesidad de pólvora y de las balas para mantenernos en la isla… Si es hostil, podremos siempre hacernos a la mar, a condición de que estemos advertidos. En consecuencia, sugiero que preparemos las lanchas y esperemos…
Patrick Sunderland hizo una pausa y prosiguió:
-Existe una tercera posibilidad que los salvajes no se dejen ver… ¡Esta es la más temible! Lo que debemos pedirle al Señor no son seguridades respecto a nuestras personas, sino que los paganos vengan. Hermanos míos: vamos a rezar para que los alacalufes acudan a nosotros y se conviertan.
Afuera, centenares de fuegos indígenas resplandecían a través de la noche. No había otro cielo estrellado bajo la bóveda de vapores que el viento del Cabo de Hornos modelaba, arrojando gritos salvajes…
Durante quince días y hasta la una de la mañana, sólo las humaredas y los fuegos parpadeantes, bajo la palidez de la noche antártica. El paso del viento. Las selvas se pudren en el humus de las selvas sumergidas y entre el aroma de las magnolias. En la playa que se hunde, la resaca del “mar montañoso” se convierte en pantano. El agua chapotea bajo las botas, baña las camas de campaña, sumerge los cajones. Atmósfera de caverna bajo telas vibrantes. Todo lo que no es víveres en conserva se descompone. Hace mucho calor durante el día, cuando el termómetro alcanza 18° centígrados sobre 0° y mucho frío por la noche, cuando sopla el viento…
Soledad poblada de fantasmas. Diseñados por las humaredas más allá de las islas y de los promontorios, irguiéndose entre las brumas, ocultándose detrás de cada tronco, se colocan sobre el rostro la máscara benévola de la muerte. Ella no propone otra cosa que un área fuga en la punta de los pies, a través del paisaje de sueño, donde todo se esfuma… Y, sin embargo, el miedo aparece y su volumen se mide según la propia medida de los hombres.
Medianoche. Todo es leve. Todo está devorado por los vapores que se retuercen a tras del agua y del humus. David Law acaba de hacerse cargo de su turno de guardia y no advierte en absoluto las crepitaciones de la selva. Luego, la bruma se alza bajo el empuje el viento. La selva se anima y avanza. David Law tiene miedo. Esta noche tiembla, lo que nunca ha hecho, ni a bordo del barco que lo llevará allí, cuando, en aquellas latitudes ululantes, olas de treinta metros se elevaban por encima de su cabeza, mientras atravesaban el Cabo de Hornos. Llama:
-¡Capitán, diría que la selva se ha movido!
Los dos hombres abren tamaños ojos. La noche gris. Sunderland murmura:
-¡Se mueve como la selva de Birnam! ¡Y por las mismas razones!
Los troncos se desdoblan. Unas sombras se desprenden de las sombras. El viento parece plegarlas hasta tocar tierra y las vuelve a levantar. A través de los vapores reptantes se deslizan lianas a ras secas sobre el fuego. En un segundo, el resplandor de la luz se expande. La multitud de los fantasmas se materializa en el límite de la sombra. Los salvajes están ahí, apoyándose los unos en los otros, balanceándose de adelante hacia atrás, brincando con un ritmo uniforme, Salmodiando un intolerable:
-¡YAH MAH SCHKUNA! ¡YAH MAH SCHKUNA!
-El grito de guerra –murmuró el carpintero Burleigh.
Los misioneros se aprestan en formación de combate. Oprimen sus irrisorias carabinas. Más que el temor, pesa sobre los ingleses un sentimiento de pudor embarazoso. Ninguno conoce una sola palabra de los idiomas fueguinos; pero tienen la intuición de que algo equívoco gravita sobre esta escena. Los salvajes están armados de arpones y de clavas, pero no parecen decididos a servirse de ellos. Se contentan con repetir incansablemente su discordante:
-¡YAH MAH SCHKUNA!...
Ambas partes se observan. Esto dura largo tiempo. La noche gris comienza a aclarar, se convierte en leche diluida en agua, con reflejos azul-morados al ras del horizonte.
Patricio Sunderland toma una decisión. Murmura:
-Si se nos ataca, repleguémonos hacia las lanchas…, al Canal de Cockburn…, al Fiordo Negri… a Magallanes, si es posible…
Luego, el capitán avanza al encuentro de los alacalufes, cruza los brazos y grita fuertemente e español:
-Paz a los amigos alacalufes…
No sucede nada. De pronto se le enfrenta un hombre enteramente desnudo. Su piel cubierta de grasa despide colores terrosos bajo el resplandor del fuego. Carece de dientes, su boca se entreabre, su enorme labio inferior pende encima del mentón. Una extraña luz de alborozada fueguina cae desde lo alto sobre su frente. Este rostro podría ser el de un idiota de aldea o el de un santo, tan despersonalizado parece. Luego, el salvaje alza la mano hasta el rostro de Sunderland y la pasea por sus mejillas, por sus cabellos, la baja hasta los hombros, le palpa el género del uniforme, toca temerosamente la corbata blanca.
-Amigos blancos… enviados del Señor blanco –insiste el capitán, mientras se reanuda la melopeya irritante:
-¡YAH MAH SCHKUNA! ¡YAH MAH SCHKUNA!
-¡Fox, traed la pacotilla! –reclama el misionero.
El doctor trae una brazada de pañuelos rojos, collares de bronce, ágatas y comienza la distribución. Impasibles, los alacalufes reciben las ágatas, se colocan los collares en el brazo, espiando a los ingleses, contemplando las carpas, las dos lanchas, con miradas llenas de simulación, cargadas de temor y de deseos insensatos.
Luego, un hombre invisible que ha permanecido al borde de la selva lanza un grito. El círculo de los salvajes se rompe del mismo modo como se formó, de manera sobrenatural. Arrastrándose con agilidad, los hombres desnudos vuelven a meterse en la espesura, se introducen en el humus, se convierten en lianas, troncos, humos, fantasmas. Barridos por el viento. Reincorporados en el paisaje de sueño. En la playa sólo quedaron siete misioneros agradeciendo, de rodillas, la misericordia de Dios…
La pacotilla llevada por Sunderland desapareció en algunos días. Con sus chozas cónicas alzadas a algunos cientos de metros de las carpas, los alacalufes vagaban por el campo, cada vez más numerosos, exigentes y agresivos. Terminados los últimos pañuelos multicolores, el capitán distribuyó galletas y harina, las que los salvajes devoraron en un abrir y cerrar de ojos. En cuanto no hubo más regalos comenzaron los robos. Un segundo descuido significaba la desaparición de un objeto. A veces, al terminar el día, un grupo armado invadía la misión ululando el sempiterno ¡YAH MAH SCHKUNA! Los indios trataban de forzar la entrada de las carpas, golpeando a los misioneros que se resistían o les arrancaban los cabellos. El doctor Fox no había dejado de formular sabias observaciones, a medida que la situación se tornaba más intolerable:
-Lo que tomamos por hostilidad o envidia –le decía a Patricio Sunderland- no es sino la manifestación de un sentimiento obscuro, pero vigoroso, de la justicia primitiva.
Darwin dijo de estos fueguinos: “Cuando vemos a semejantes seres, apenas podemos creer que se trata de seres humanos, habitantes del mismo mundo en que vivimos…”
Y añade: “¿Qué necesidad tienen de imaginación, de razón o de juicio?” Nosotros los obligamos a imaginar, a razonar, a juzgar, hermano Sunderland. ¡Frente a estos hombres que pueden vivir desnudos bajo el clima más hostil del mundo, nos hemos instalados vestidos, rodeados de un material desconocido que debe parecerles fabuloso y, por consiguiente, deseable! ¡Si cesamos en nuestras donaciones, ellos vienen a tomarlas! El matiz existente entre lo que se da voluntariamente y el robo no significa nada para ellos. Estos hombres viven más cerca de la Creación que nosotros, y realizan la justicia divina a su manera. Nosotros tratamos de vestir a los que están desnudos. Ellos tratan de desnudar a los que se hallan vestidos… Veréis, señor… Cuando no tengamos una camisa a la espalda ni un par de botas en los pies, estos salvajes nos dejarán absolutamente tranquilos…
Patricio Sunderland contemplaba un pequeño grupo de salvajes, una familia completa, que acababa de instalarse en medio del campamento. El hombre tenía un rostro aplastado, los ojos chicos y llenos de astucia, los pómulos sobresalientes. Los cabellos tupidos ocultaban la frente, caían sobre las mejillas en largos mechones sucios. Sentado, con el mentón sobre las rodillas sosteniendo un nervio de ballena entre los dientes, ajustaba, con menudos gestos simiescos, una punta de arpón recortada -¿por qué labor hercúlea?- en la cruz de bronce que le había robado a Sunderland durante su primer y único ensayo de predicación. La mujer buscaba los piojos en la cabeza de un muchachito que lucía un enorme vientre hidrópico y masticaba los parásitos con una rapidez asombrosa.
-No hay más que tres soluciones, hermano Sunderland… Tratar de mantenernos en God´s Harbour, defendiendo los víveres y el material que nos permitirá subsistir hasta la llegada del relevo, y para entonces ya habremos sido irremisiblemente asesinados o dejarnos despojar y vivir desnudos a la usanza de los salvajes. En este caso, si no morimos de hambre, la pulmonía se encargará de dar cuenta de nosotros. Finalmente, podríamos reembarcarnos, para ir a invernar en alguna costa desierta.
A la caída de la noche, hombres armados de mazas y de arpones invadieron el campamento y trataron de penetrar en las carpas. Davis Law, Austin y Hardy los repelieron y arrojaron más allá de la supuesta frontera británica y evangélica, representada por una hilera de estacas. Pero volvían a la carga en mayor número y con la mayor agresividad. Un detalle inquietante: ¡mujres y niños habían desaparecido!
El viento. La lluvia. El concierto de los ¡YAH MAH SCHKUNA!
Sunderland y Mac Isaac se empeñaban por exhortar a los alacalufes. El doctor Fox se dejaba tirar los cabellos con diplomática paciencia. Los ojos irritados giraban blanqueando en medio de esas caras embadurnadas de negro. El concierto de los gritos y de las imprecaciones subía al trono. La horda pretendía derribar las carpas.
-Quieren nuestros últimos sacos de harina –exclamó Mac Isaac.
-Capitán, ¿qué debemos hacer?
-¡Defenderlos!
El joven escocés montó guardia a la entrada de la carpa-almacén. La marejada de los salvajes lo presionaba y él rechazaba a los hombres desnudos sin mucho esfuerzo. La noche morosa borraba las realidades del paisaje. Cada tronco se convertía en un guerrero y la bruma acudía a sumarse al ataque con sus ejércitos de gigantes. Algunas piedras atravesaron el espacio. Herido en la mejilla, el carpintero Burleigh vaciló. Dos salvajes le arrancaron la chaqueta.
-¡Las cosas se ponen feas, señor! –barbotó David Law.
Acosado por cuatro fueguinos, Mac Isaac no podía vigilar lo que ocurría detrás de él. Una mano ágil le arrancó un puñado de cabellos. Se desprendió y golpeó a su adversario en el rostro. El personaje misterioso que la primera noche había dado la señal de retirada, lanzó un grito. Patrick Sunderland advirtió, con una cruel precisión de detalles, que uno de los salvajes que se mantenía separado de la barahunda adoptaba una posición de combate, las pernas separadas en forma de tijera, el pie izquierdo alzado, el peso del cuerpo gravitando sobre la pierna derecha. Su brazo mantenía el arpón tendido hacia atrás, mientras replegaba su antebrazo izquierdo y alzaba los hombros. El capitán gritó de modo que pudiera dominar el chivateo de los indígenas.
(¹) En inglés en el original (N. del T.)
(²) Cuando advirtieron los fuegos de los vivaques onas de la Isla Grande y los alalcalufes y yaganes que vivían en el archipiélago, los primeros navegantes les dieron a estas tierras el nombre de Tierra de los Fuegos. Los cartógrafos han adoptado Tierra del Fuego.
(³) ¡Es una condenada tierra! (En inglés en el original) (N. del T)
(4) Isla del Misionero. (En inglés en el original) (N. del T.)
(5) Bahía de Dios. (En inglés en el original) (N. del T.)
(6) Yah mah schkuna, en alalcalufe o en yagán significa: Sed benévolo conmigo (N. del T.)
Pero el tiempo convocado en la novela por Saint-Loup es diferente, transcurre entre el fárrago del mar y sus tormenta.
Y esta primera parte de "La noche comienza en el Cabo de Hornos" tiene esta continuidad:
El viento daba de empellones contra la carga, la que restallaba, amenazando con desgarrarse como velo del templo. La discusión adquiría un tono áspero y apasionado. Patrick Sunderland extendió la mano.
-Hermanos míos, vosotros tenéis la razón: Fox, sugerir un plan de prudencia y Mac Isaac, al proponer que no abandonemos nuestro propósitos evangélicos. Sin embargo, me permito haceros presente que es demasiado pronto para tomar una decisión. Ignoramos, principalmente, el problema esencial: ¿cuál será la actitud de los alacalufes? Si es pacífica…, no hay necesidad de pólvora y de las balas para mantenernos en la isla… Si es hostil, podremos siempre hacernos a la mar, a condición de que estemos advertidos. En consecuencia, sugiero que preparemos las lanchas y esperemos…
Patrick Sunderland hizo una pausa y prosiguió:
-Existe una tercera posibilidad que los salvajes no se dejen ver… ¡Esta es la más temible! Lo que debemos pedirle al Señor no son seguridades respecto a nuestras personas, sino que los paganos vengan. Hermanos míos: vamos a rezar para que los alacalufes acudan a nosotros y se conviertan.
Afuera, centenares de fuegos indígenas resplandecían a través de la noche. No había otro cielo estrellado bajo la bóveda de vapores que el viento del Cabo de Hornos modelaba, arrojando gritos salvajes…
Durante quince días y hasta la una de la mañana, sólo las humaredas y los fuegos parpadeantes, bajo la palidez de la noche antártica. El paso del viento. Las selvas se pudren en el humus de las selvas sumergidas y entre el aroma de las magnolias. En la playa que se hunde, la resaca del “mar montañoso” se convierte en pantano. El agua chapotea bajo las botas, baña las camas de campaña, sumerge los cajones. Atmósfera de caverna bajo telas vibrantes. Todo lo que no es víveres en conserva se descompone. Hace mucho calor durante el día, cuando el termómetro alcanza 18° centígrados sobre 0° y mucho frío por la noche, cuando sopla el viento…
Soledad poblada de fantasmas. Diseñados por las humaredas más allá de las islas y de los promontorios, irguiéndose entre las brumas, ocultándose detrás de cada tronco, se colocan sobre el rostro la máscara benévola de la muerte. Ella no propone otra cosa que un área fuga en la punta de los pies, a través del paisaje de sueño, donde todo se esfuma… Y, sin embargo, el miedo aparece y su volumen se mide según la propia medida de los hombres.
Medianoche. Todo es leve. Todo está devorado por los vapores que se retuercen a tras del agua y del humus. David Law acaba de hacerse cargo de su turno de guardia y no advierte en absoluto las crepitaciones de la selva. Luego, la bruma se alza bajo el empuje el viento. La selva se anima y avanza. David Law tiene miedo. Esta noche tiembla, lo que nunca ha hecho, ni a bordo del barco que lo llevará allí, cuando, en aquellas latitudes ululantes, olas de treinta metros se elevaban por encima de su cabeza, mientras atravesaban el Cabo de Hornos. Llama:
-¡Capitán, diría que la selva se ha movido!
Los dos hombres abren tamaños ojos. La noche gris. Sunderland murmura:
-¡Se mueve como la selva de Birnam! ¡Y por las mismas razones!
Los troncos se desdoblan. Unas sombras se desprenden de las sombras. El viento parece plegarlas hasta tocar tierra y las vuelve a levantar. A través de los vapores reptantes se deslizan lianas a ras secas sobre el fuego. En un segundo, el resplandor de la luz se expande. La multitud de los fantasmas se materializa en el límite de la sombra. Los salvajes están ahí, apoyándose los unos en los otros, balanceándose de adelante hacia atrás, brincando con un ritmo uniforme, Salmodiando un intolerable:
-¡YAH MAH SCHKUNA! ¡YAH MAH SCHKUNA!
-El grito de guerra –murmuró el carpintero Burleigh.
Los misioneros se aprestan en formación de combate. Oprimen sus irrisorias carabinas. Más que el temor, pesa sobre los ingleses un sentimiento de pudor embarazoso. Ninguno conoce una sola palabra de los idiomas fueguinos; pero tienen la intuición de que algo equívoco gravita sobre esta escena. Los salvajes están armados de arpones y de clavas, pero no parecen decididos a servirse de ellos. Se contentan con repetir incansablemente su discordante:
-¡YAH MAH SCHKUNA!...
Ambas partes se observan. Esto dura largo tiempo. La noche gris comienza a aclarar, se convierte en leche diluida en agua, con reflejos azul-morados al ras del horizonte.
Patricio Sunderland toma una decisión. Murmura:
-Si se nos ataca, repleguémonos hacia las lanchas…, al Canal de Cockburn…, al Fiordo Negri… a Magallanes, si es posible…
Luego, el capitán avanza al encuentro de los alacalufes, cruza los brazos y grita fuertemente e español:
-Paz a los amigos alacalufes…
No sucede nada. De pronto se le enfrenta un hombre enteramente desnudo. Su piel cubierta de grasa despide colores terrosos bajo el resplandor del fuego. Carece de dientes, su boca se entreabre, su enorme labio inferior pende encima del mentón. Una extraña luz de alborozada fueguina cae desde lo alto sobre su frente. Este rostro podría ser el de un idiota de aldea o el de un santo, tan despersonalizado parece. Luego, el salvaje alza la mano hasta el rostro de Sunderland y la pasea por sus mejillas, por sus cabellos, la baja hasta los hombros, le palpa el género del uniforme, toca temerosamente la corbata blanca.
-Amigos blancos… enviados del Señor blanco –insiste el capitán, mientras se reanuda la melopeya irritante:
-¡YAH MAH SCHKUNA! ¡YAH MAH SCHKUNA!
-¡Fox, traed la pacotilla! –reclama el misionero.
El doctor trae una brazada de pañuelos rojos, collares de bronce, ágatas y comienza la distribución. Impasibles, los alacalufes reciben las ágatas, se colocan los collares en el brazo, espiando a los ingleses, contemplando las carpas, las dos lanchas, con miradas llenas de simulación, cargadas de temor y de deseos insensatos.
Luego, un hombre invisible que ha permanecido al borde de la selva lanza un grito. El círculo de los salvajes se rompe del mismo modo como se formó, de manera sobrenatural. Arrastrándose con agilidad, los hombres desnudos vuelven a meterse en la espesura, se introducen en el humus, se convierten en lianas, troncos, humos, fantasmas. Barridos por el viento. Reincorporados en el paisaje de sueño. En la playa sólo quedaron siete misioneros agradeciendo, de rodillas, la misericordia de Dios…
La pacotilla llevada por Sunderland desapareció en algunos días. Con sus chozas cónicas alzadas a algunos cientos de metros de las carpas, los alacalufes vagaban por el campo, cada vez más numerosos, exigentes y agresivos. Terminados los últimos pañuelos multicolores, el capitán distribuyó galletas y harina, las que los salvajes devoraron en un abrir y cerrar de ojos. En cuanto no hubo más regalos comenzaron los robos. Un segundo descuido significaba la desaparición de un objeto. A veces, al terminar el día, un grupo armado invadía la misión ululando el sempiterno ¡YAH MAH SCHKUNA! Los indios trataban de forzar la entrada de las carpas, golpeando a los misioneros que se resistían o les arrancaban los cabellos. El doctor Fox no había dejado de formular sabias observaciones, a medida que la situación se tornaba más intolerable:
-Lo que tomamos por hostilidad o envidia –le decía a Patricio Sunderland- no es sino la manifestación de un sentimiento obscuro, pero vigoroso, de la justicia primitiva.
Darwin dijo de estos fueguinos: “Cuando vemos a semejantes seres, apenas podemos creer que se trata de seres humanos, habitantes del mismo mundo en que vivimos…”
Y añade: “¿Qué necesidad tienen de imaginación, de razón o de juicio?” Nosotros los obligamos a imaginar, a razonar, a juzgar, hermano Sunderland. ¡Frente a estos hombres que pueden vivir desnudos bajo el clima más hostil del mundo, nos hemos instalados vestidos, rodeados de un material desconocido que debe parecerles fabuloso y, por consiguiente, deseable! ¡Si cesamos en nuestras donaciones, ellos vienen a tomarlas! El matiz existente entre lo que se da voluntariamente y el robo no significa nada para ellos. Estos hombres viven más cerca de la Creación que nosotros, y realizan la justicia divina a su manera. Nosotros tratamos de vestir a los que están desnudos. Ellos tratan de desnudar a los que se hallan vestidos… Veréis, señor… Cuando no tengamos una camisa a la espalda ni un par de botas en los pies, estos salvajes nos dejarán absolutamente tranquilos…
Patricio Sunderland contemplaba un pequeño grupo de salvajes, una familia completa, que acababa de instalarse en medio del campamento. El hombre tenía un rostro aplastado, los ojos chicos y llenos de astucia, los pómulos sobresalientes. Los cabellos tupidos ocultaban la frente, caían sobre las mejillas en largos mechones sucios. Sentado, con el mentón sobre las rodillas sosteniendo un nervio de ballena entre los dientes, ajustaba, con menudos gestos simiescos, una punta de arpón recortada -¿por qué labor hercúlea?- en la cruz de bronce que le había robado a Sunderland durante su primer y único ensayo de predicación. La mujer buscaba los piojos en la cabeza de un muchachito que lucía un enorme vientre hidrópico y masticaba los parásitos con una rapidez asombrosa.
-No hay más que tres soluciones, hermano Sunderland… Tratar de mantenernos en God´s Harbour, defendiendo los víveres y el material que nos permitirá subsistir hasta la llegada del relevo, y para entonces ya habremos sido irremisiblemente asesinados o dejarnos despojar y vivir desnudos a la usanza de los salvajes. En este caso, si no morimos de hambre, la pulmonía se encargará de dar cuenta de nosotros. Finalmente, podríamos reembarcarnos, para ir a invernar en alguna costa desierta.
A la caída de la noche, hombres armados de mazas y de arpones invadieron el campamento y trataron de penetrar en las carpas. Davis Law, Austin y Hardy los repelieron y arrojaron más allá de la supuesta frontera británica y evangélica, representada por una hilera de estacas. Pero volvían a la carga en mayor número y con la mayor agresividad. Un detalle inquietante: ¡mujres y niños habían desaparecido!
El viento. La lluvia. El concierto de los ¡YAH MAH SCHKUNA!
Sunderland y Mac Isaac se empeñaban por exhortar a los alacalufes. El doctor Fox se dejaba tirar los cabellos con diplomática paciencia. Los ojos irritados giraban blanqueando en medio de esas caras embadurnadas de negro. El concierto de los gritos y de las imprecaciones subía al trono. La horda pretendía derribar las carpas.
-Quieren nuestros últimos sacos de harina –exclamó Mac Isaac.
-Capitán, ¿qué debemos hacer?
-¡Defenderlos!
El joven escocés montó guardia a la entrada de la carpa-almacén. La marejada de los salvajes lo presionaba y él rechazaba a los hombres desnudos sin mucho esfuerzo. La noche morosa borraba las realidades del paisaje. Cada tronco se convertía en un guerrero y la bruma acudía a sumarse al ataque con sus ejércitos de gigantes. Algunas piedras atravesaron el espacio. Herido en la mejilla, el carpintero Burleigh vaciló. Dos salvajes le arrancaron la chaqueta.
-¡Las cosas se ponen feas, señor! –barbotó David Law.
Acosado por cuatro fueguinos, Mac Isaac no podía vigilar lo que ocurría detrás de él. Una mano ágil le arrancó un puñado de cabellos. Se desprendió y golpeó a su adversario en el rostro. El personaje misterioso que la primera noche había dado la señal de retirada, lanzó un grito. Patrick Sunderland advirtió, con una cruel precisión de detalles, que uno de los salvajes que se mantenía separado de la barahunda adoptaba una posición de combate, las pernas separadas en forma de tijera, el pie izquierdo alzado, el peso del cuerpo gravitando sobre la pierna derecha. Su brazo mantenía el arpón tendido hacia atrás, mientras replegaba su antebrazo izquierdo y alzaba los hombros. El capitán gritó de modo que pudiera dominar el chivateo de los indígenas.
(¹) En inglés en el original (N. del T.)
(²) Cuando advirtieron los fuegos de los vivaques onas de la Isla Grande y los alalcalufes y yaganes que vivían en el archipiélago, los primeros navegantes les dieron a estas tierras el nombre de Tierra de los Fuegos. Los cartógrafos han adoptado Tierra del Fuego.
(³) ¡Es una condenada tierra! (En inglés en el original) (N. del T)
(4) Isla del Misionero. (En inglés en el original) (N. del T.)
(5) Bahía de Dios. (En inglés en el original) (N. del T.)
(6) Yah mah schkuna, en alalcalufe o en yagán significa: Sed benévolo conmigo (N. del T.)
1 comentario:
muy buen fragmento
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