“A mí me gusta la historia: y no me contento con tomar lo falso junto a lo verdadero”

Parece ser una constante a través del tiempo, los que asumen su placer por lo que se muestra verdadero, y los que por el contrario toman vuelo en lo imaginario. Ambas situaciones hacen crecer la identidad cultural de un medio, y proporcionan –en diversa medida- satisfacciones a quienes ahondan estos mundos.
Una mirada sobre estos enfoques encontró Patricia en su lectura de La abadía de Northanger, libro de Jane Austen que terminó de leer por estos días. En realidad la lectura estuvo motivada en la proyección televisiva que los mundos de Austen han tenido recientemente. El trabajo aquí transcripto –también solidariamente por mi esposa- comprende las páginas 108 a 110 de esta novela de edición póstuma, en su impreso de 1978 por Sudamericana, con traducción del por entonces ignoto César Aira.



-Temo que no aprendí mucho. Pero dígame, ¿no le parece que Udolfo es el libro más lindo del mundo?
-El más lindo; con lo que supongo que quiere decir, el más prolijo. Depende de quien lo haya encuadernado. -Henry –dijo la señorita Tilney-, eres muy impertinente. Señorita Morland, la está tratando exactamente como a la hermana. Siempre se burla de mí cuando incurro en una impropiedad de lenguaje, y ahora se la misma libertad con usted. La expresión “lindo” que usted usó, no le ha parecido bien al señor; de modo que le conviene cambiarla lo antes posible o nos bombardeará con Jonson y Blair el resto del viaje.
-Estoy segura –exclamó Catherine- que no quiere decir nada inadecuado; pero es un libro lindo, ¿por qué no habría de calificarlo así?
-Muy cierto –dijo Henry-, y este es un lindo día y estamos dando un lindo paseo, y ustedes son dos muy lindas damas. ¡Oh! En realidad, el mundo es lindo. Una palabra que sirve para todo. Quizás originalmente se aplicó sólo para expresar belleza, estilo, delicadeza de refinamiento; la gente tenía ropa linda, sentimientos lindos, o compraba cosas lindas. Pero ahora el universo entero ha quedado comprendido en esa palabra.
-Ya Comprendo –exclamó su hermana-: sólo debería aplicarse a ti, y no ampliar en absoluto el sentido. Tú eres más lindo que sabio. Vamos, señorita Morland, dejémoslo meditar sobre nuestras impropiedades de lenguaje y sigamos elogiando a Adolfo en los términos que nos agraden más. Es una obra sumamente interesante. ¿Le agrada ese tipo de lectura?
-A decir verdad, no me agradan mucho otras lecturas.
-¡Caramba!
-Es decir, puedo leer poesía, y teatro, y cosas de ese tipo, y no me disgustan los libros de viajes. Pero la historia, la historia real y solemne, no me interesa. ¿A usted?
-Sí, soy aficionada a la historia.
-Me gustaría serlo yo también. La leo como un deber, pero no me dice nada que no me canse o me aburra. Las querellas entre papas y reyes, con las guerras o las pestes, en todas las páginas; todos esos hombres insoportables, y ninguna mujer… Es muy cansador: y aun así me pregunto por qué será tan aburrida, si una gran parte tiene que ser invención. Los parlamentos que se ponen en boca de los héroes, sus pensamientos y planes; casi todo debe ser invención, y es la invención lo que me agrada en otros libros.
-Usted piensa –dijo la señita Tilney- que los raptos de fantasía de los historiadores no son cautivantes, que ellos despliegan imaginación sin despertar interés. A mí me gusta la historia: y no me contento con tomar lo falso junto a lo verdadero. En los hechos principales las fuentes son la historia: y no me contento con tomar lo falso junto a lo verdadero. En los hechos principales las fuentes son las historias o crónicas antiguas, textos en lo que se puede confiar tanto como en cualquier cosa que esté fuera del alcance de nuestra propia observación: y en cuanto a los pequeños embellecimientos de los que usted habla, hay que tomarlos como tales. Si un discurso está bien redactado, lo leo con placer, quienquiera lo haya escrito; y probablemente con más placer si es obra de Hume o Robertson que si se trata de las palabras genuinas de Caractacus, Agrícola, o Alfredo El Grande.
-¡De modo que le agrada la historia! Igual que al señor Allen y a mi padre; y tengo dos hermanos a quienes no les disgusta. ¡Es notable que haya tantos, en mi círculo tan pequeño de conocidos! De ahora en más, no voy a compadecer más a los autores de libros de historia. Si a la gente le gusta leerlos, está muy bien, pero hasta ahora siempre había considerado un destino muy triste el de tomarse un enorme trabajo para llenar gruesos volúmenes que, pensaba, nadie leería por propia voluntad, y sólo servirían para atormentar a los niños; y aunque sé que es algo correcto, y necesario, siempre me maravillé del valor de los que se sientan a escribir algo así.
-Que los niños deben ser atormentados –dijo Henry- es algo que nadie familiarizado con la naturaleza humana en una sociedad civilizada podría negar: pero en descargo de nuestros más distinguidos historiadores, debo observar que podrían ofenderse ante la suposición de que no tienen un propósito más elevado; y que, por su método y estilo, están perfectamente calificados para atormentar a lectores de edad más avanzada y razón mejor asentada. Uso el verbo “atormentar”, como lo hizo usted, en lugar de “instruir”, pues supongo que se los admitirá comos sinónimos.
-Me creerá una tonta por llamar tormento al a instrucción, pero si estuviera tan habituado como yo a oír a los pobres niñitos aprender sus primeras letras, y después aprender a silabear, si hubiera visto lo aturdidos que pueden quedar después de una mañana de estudio, y lo cansada que queda mi pobre madre, como estaría de acuerdo conmigo en que a veces tormento e instrucción pueden usarse como sinónimos.
-Es muy probable. Pero no se puede culpar a los historiadores de la dificultad de aprender a leer; e incluso usted misma, que no parece muy amiga de una disciplina muy severa e intensa, reconocerá que vale la pena atormentarse durante dos o tres años de una vida, para poder leer durante el resto de la misma. Piense que si a nadie le enseñaran a leer, la señora Radcliffe habría escrito en vano sus obras.. o quizá ni siquiera habría llegado a escribirlas.
Catherine asintió, y un cálido panegírico de esa dama cerró el tema…

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