El último terremoto en Chile me urgió en la necesidad de consignar informaciones o sentimientos, en este espacio que los siente cercanos a los “tricolores”.
Pero la pérdida de Rubén me incluyó en la vorágine de ese otro dolor tan próximo, que los días fueron pasando.
El día de la mujer, don tanta reivindicación necesaria (eso de reivindicación se emparenta con la venganza), y cierta tilinguería prescindible, me reencarriló en el tema.
Es que recordé aquellas reflexiones de Ernesto Sábato, incluidas en su libro Antes del fin:
“En un archivo donde colecciono papeles, recortes que me ayudan a vivir, tengo una fotografía del terremoto que destruyó hace años Concepción de Chile, una pobre india, que ha recompuesto precariamente su ranchito hecho de chapas de zinc y de cartones, está barriendo con una vieja escoba ese pedazo de tierra apisonada delante de su casucha. ¡Y uno se hace preguntas teológicas! ¡Cuánto más demostrativa es la imagen de la pobre indiecita que sigue barriendo su casa y cuidando a sus hijos!”
La reflexión cae de madura, aunque su casa se venga abajo siempre habrá un hombre que piense en el mundo, y aunque el mundo se derrumbe, siempre habrá una mujer que piense en su casa.
No creo que en estas cosas se necesiten cambios tan profundos. Sobrevivimos con esas entregas.
En la foto aparezco con Danka Ivanoff Wellman, escritora de Chile Chico, sobre el Lago Buenos Aires, ella esta mostrando su libro Caleta Toltén y su Isla de los Muertos. Estamos en la casa de la cultura, una vivienda céntrica que se comunica desde su planta alta con el barco que navegara en ese lago su familia.
Estos días de un temblor que no se manifestó en este lugar de la Patagonia hubo preocupación por el destino de los hijos que se encuentran fuera de Aysén.
Danka escribirá en su blog, con el que nos encontramos conectados, una serie de recuerdos, que la vinculan con viejos temblores.
Yo recuerdo no vivido en la familia sobre el destino de la prima Nedy, que estudiaba magisterio en Ancud. Durante meses nada se supo de ella, puesto que la curiosidad periodística de Chile solo llegaba hasta Puerto Montt.
Y Danka, mucho más niña, estaba allí, en Llanquihue, y esta última remezón le devolvió estos recuerdos:
Este terremoto me ha traido a la memoria, otro, el de 1960 que me toco vivir a los catorce años y cuyo recuerdo paso a relatar.Tenía yo 14 años y me encontraba estudiando la secundaria en el Colegio Inmaculada Concepción de Puerto Montt.
Era alumna interna y las salidas estaban condicionadas según el buen comportamiento y en ese fin de semana del 21 de mayo de 1960 yo estaba castigada sin salida, por el terrible delito de haber tocado la “polka del chancho” en el piano de mi sala.
La disciplina era rigurosa, y ese delito significo no poder salir ese fin de semana. Junto conmigo, tal vez por un delito mayor, como no haberse servido toda la comida del día viernes, que por cierto era bastante mala, una compañera de un curso superior también recibió el castigo.
Éramos dos las condenadas y la condena debía cumplirse en el pabellón del dormitorio que ocupábamos, el Pabellón San Luís, una construcción de más de cien años del que solo podíamos salir a la hora de las comidas.
El 21 de mayo lo pasamos sin pena ni gloria mientras nuestras compañeras pudieron ir al desfile y muchas ir a sus hogares distantes a pocos kilómetros de Puerto Montt.
En la mañana del día 22 de mayo, nos despertamos con un fuerte temblor que nos paralizó de pánico. Inmediatamente nos levantamos y fuimos llevadas a la Santa Misa, oficiada en el Colegio San Francisco Javier, que quedaba al frente de nuestro colegio, algo es algo, y por lo menos recuperamos la libertad por un rato. Al ir a comulgar el curita, bastante viejo, me saltó y no me dio la comunión, eso intranquilizó mi conciencia de joven adolescente y sentí que Dios me castigaba por tocar música profana.
Volvimos al colegio y luego del almuerzo, conseguimos con la portera, llamada Sarita, que nos dejara arrancarnos un ratito, una horita nada más.
Salimos por la lavandería que quedaba en el piso bajo de nuestro pabellón, las monjitas mientras tanto rezaban.
No teníamos dinero para ir a ninguna parte y nuestro gran paseo fue ir al cementerio y allí nos pilló el terremoto, espantoso.
Nosotras andábamos de uniforme, ya que las reglas del colegio eran que si no se salía el fin de semana no se abrían los roperos en que guardábamos la ropa de civil.
En el cementerio, al producirse el terremoto, la gente rezaba y nos pedía que rezáramos por ese final de mundo.
Mi conciencia estaba negra como la noche oscura, ese era el castigo por tocar la famosa polka. Perdí la noción del tiempo y a mi compañera, en el intertanto del fenómeno perdí mis zapatos.
Caminé mucho y como a las ocho de la tarde, unos oficiales de la Fuerza Aérea me encontraron a la salida de la ciudad vagando, según yo, en busca del aeropuerto para venirme a mi amado Chile Chico, pero como mi noción geográfica era muy mala, me dirigí al norte y no al sur, en donde estaba la pista de aterrizaje.
Mientras tanto, mi querido hermano Boris, alumno del Colegio San Javier se encontraba en el cine y salió corriendo a buscarme, al llegar al colegio las monjitas solo le mostraron el pabellón San Luís que yacía derrumbado totalmente y se suponía que yo estaba ahí debajo de todos esos escombros.
Mi hermano mandó un mensaje urgente a través de Radio Corporación, diciendo que yo estaba desaparecida, fue el único mensaje que recibieron mis padres y familiares.
Ya de regreso al colegio debí dormir en el patio bajo la inclemente lluvia que es habitual en Puerto Montt, allí nos reunimos varias alumnas internas que tenían apoderados pero no podían quedarse en sus casas.
Ahí comenzamos a organizarnos para ver modo de conseguir un avión que trajera a Aysén a los muchos alumnos que estudiábamos en Puerto Montt y Ancud. Pasaron 11 días y supimos que nuestros padres habían conseguido un avión para que nos trajeran y lo devolvían con un cargamento de harina comprado en Argentina, en ese tiempo esas compras se hacían sin mayores dificultades.
Fue así que viajamos día a día al nuevo aeropuerto de Tepual que se estaba construyendo pero tenía la pista habilitada.
Allí vi los primeros aviones grandes en mi vida, eran los Globber Master, que abrían su “boca” y desde ahí salían tractores y cargamentos de cosas que se mandaron desde Estados Unidos.
Luego de varios viajes y de muchos sustos, ya que las réplicas eran a cada rato y los incendios eran numerosos, pudimos salir de Puerto Montt y en tres horas y media de viaje llegar a Chile Chico.
Al llegar, desde la ventanilla vi la tristeza reflejada en los rostros de mis padres, mientras todos los demás abrazaban con inmensa alegría a sus hijos, ellos abrazaban con pena a mi hermano.
Yo fui la última en bajar del avión pues me daba vergüenza mi estado, venía con un ojo morado, perdí dos dientes con los costalazos que me di contra los nichos en el cementerio y además venía con un abrigo de una compañera casi 20 cm. más alta que yo y con un par de zapatos Nº 38 cuando yo calzaba el 36.
Mi hermano no se cansaba de decir que yo venía ahí, pero mis padres creían que era en una urna.
Me ayudó el agente de LAN a descender del avión y ahí todo fue risa y llanto.
Al otro día de llegada nos visitaron unos amigos de mis padres y yo comencé a relatar mi experiencia y cuando quise pararme no lo pude hacer, estuve dos meses con parálisis, sin poder caminar.
El médico del pueblo, con esa sabiduría que solo tienen los médicos de pueblo, le sugirió a mis padres me llevaran al colegio de vuelta, cosa que costó mucho ya que las monjitas no querían recibirme, porque al fin y al cabo resultaba una molestia, pero lo hicieron y mis compañeras de internado se portaron fantástico conmigo y me llevaban y traían en silla de mano, era imposible conseguir una silla de ruedas.
Dormíamos en lo que había sido el gimnasio del colegio y al mes de estar ahí , una noche me desperté sobresaltada y vi el gimnasio envuelto en llamas y grité despavorida y en el acto me levanté y corrí hacia al patio.
Así terminó una dolorosa parálisis.
Gracias a Dios el incendio no era en el colegio si no que una casa vecina y las llamas se reflejaban por las altas y angostas ventanas del gimnasio.
Perdí el año en el colegio pero gané una tremenda experiencia y supe de la solidaridad y del afecto.
No le temo a los temblores, me ha tocado vivir otros de menor magnitud y me quedo bajo un dintel sin mayor alarde, pero ese terremoto dicen que fue el más grande del mundo y no me explico cómo sobrevivimos si fue de una magnitud de 11.5 ª de Mercali, casi cataclismo.
Hoy veo con pena lo que ha pasado en mi país, un país marcado por las tragedias sísmicas y volcánicas, pero estoy segura que los chilenos saldrán adelante como lo han hecho siempre. Me llama la atención eso sí, la fragilidad de las obras civiles ,si se supone que en este país las reglas de construcción son muy rigurosas, me da la idea de que alguien hizo el negocio con el fierro y el cemento y eso se vio en el día de hoy, ya que obras recién entregadas se vinieron abajo.
Pero la pérdida de Rubén me incluyó en la vorágine de ese otro dolor tan próximo, que los días fueron pasando.
El día de la mujer, don tanta reivindicación necesaria (eso de reivindicación se emparenta con la venganza), y cierta tilinguería prescindible, me reencarriló en el tema.
Es que recordé aquellas reflexiones de Ernesto Sábato, incluidas en su libro Antes del fin:
“En un archivo donde colecciono papeles, recortes que me ayudan a vivir, tengo una fotografía del terremoto que destruyó hace años Concepción de Chile, una pobre india, que ha recompuesto precariamente su ranchito hecho de chapas de zinc y de cartones, está barriendo con una vieja escoba ese pedazo de tierra apisonada delante de su casucha. ¡Y uno se hace preguntas teológicas! ¡Cuánto más demostrativa es la imagen de la pobre indiecita que sigue barriendo su casa y cuidando a sus hijos!”
La reflexión cae de madura, aunque su casa se venga abajo siempre habrá un hombre que piense en el mundo, y aunque el mundo se derrumbe, siempre habrá una mujer que piense en su casa.
No creo que en estas cosas se necesiten cambios tan profundos. Sobrevivimos con esas entregas.
En la foto aparezco con Danka Ivanoff Wellman, escritora de Chile Chico, sobre el Lago Buenos Aires, ella esta mostrando su libro Caleta Toltén y su Isla de los Muertos. Estamos en la casa de la cultura, una vivienda céntrica que se comunica desde su planta alta con el barco que navegara en ese lago su familia.
Estos días de un temblor que no se manifestó en este lugar de la Patagonia hubo preocupación por el destino de los hijos que se encuentran fuera de Aysén.
Danka escribirá en su blog, con el que nos encontramos conectados, una serie de recuerdos, que la vinculan con viejos temblores.
Yo recuerdo no vivido en la familia sobre el destino de la prima Nedy, que estudiaba magisterio en Ancud. Durante meses nada se supo de ella, puesto que la curiosidad periodística de Chile solo llegaba hasta Puerto Montt.
Y Danka, mucho más niña, estaba allí, en Llanquihue, y esta última remezón le devolvió estos recuerdos:
Este terremoto me ha traido a la memoria, otro, el de 1960 que me toco vivir a los catorce años y cuyo recuerdo paso a relatar.Tenía yo 14 años y me encontraba estudiando la secundaria en el Colegio Inmaculada Concepción de Puerto Montt.
Era alumna interna y las salidas estaban condicionadas según el buen comportamiento y en ese fin de semana del 21 de mayo de 1960 yo estaba castigada sin salida, por el terrible delito de haber tocado la “polka del chancho” en el piano de mi sala.
La disciplina era rigurosa, y ese delito significo no poder salir ese fin de semana. Junto conmigo, tal vez por un delito mayor, como no haberse servido toda la comida del día viernes, que por cierto era bastante mala, una compañera de un curso superior también recibió el castigo.
Éramos dos las condenadas y la condena debía cumplirse en el pabellón del dormitorio que ocupábamos, el Pabellón San Luís, una construcción de más de cien años del que solo podíamos salir a la hora de las comidas.
El 21 de mayo lo pasamos sin pena ni gloria mientras nuestras compañeras pudieron ir al desfile y muchas ir a sus hogares distantes a pocos kilómetros de Puerto Montt.
En la mañana del día 22 de mayo, nos despertamos con un fuerte temblor que nos paralizó de pánico. Inmediatamente nos levantamos y fuimos llevadas a la Santa Misa, oficiada en el Colegio San Francisco Javier, que quedaba al frente de nuestro colegio, algo es algo, y por lo menos recuperamos la libertad por un rato. Al ir a comulgar el curita, bastante viejo, me saltó y no me dio la comunión, eso intranquilizó mi conciencia de joven adolescente y sentí que Dios me castigaba por tocar música profana.
Volvimos al colegio y luego del almuerzo, conseguimos con la portera, llamada Sarita, que nos dejara arrancarnos un ratito, una horita nada más.
Salimos por la lavandería que quedaba en el piso bajo de nuestro pabellón, las monjitas mientras tanto rezaban.
No teníamos dinero para ir a ninguna parte y nuestro gran paseo fue ir al cementerio y allí nos pilló el terremoto, espantoso.
Nosotras andábamos de uniforme, ya que las reglas del colegio eran que si no se salía el fin de semana no se abrían los roperos en que guardábamos la ropa de civil.
En el cementerio, al producirse el terremoto, la gente rezaba y nos pedía que rezáramos por ese final de mundo.
Mi conciencia estaba negra como la noche oscura, ese era el castigo por tocar la famosa polka. Perdí la noción del tiempo y a mi compañera, en el intertanto del fenómeno perdí mis zapatos.
Caminé mucho y como a las ocho de la tarde, unos oficiales de la Fuerza Aérea me encontraron a la salida de la ciudad vagando, según yo, en busca del aeropuerto para venirme a mi amado Chile Chico, pero como mi noción geográfica era muy mala, me dirigí al norte y no al sur, en donde estaba la pista de aterrizaje.
Mientras tanto, mi querido hermano Boris, alumno del Colegio San Javier se encontraba en el cine y salió corriendo a buscarme, al llegar al colegio las monjitas solo le mostraron el pabellón San Luís que yacía derrumbado totalmente y se suponía que yo estaba ahí debajo de todos esos escombros.
Mi hermano mandó un mensaje urgente a través de Radio Corporación, diciendo que yo estaba desaparecida, fue el único mensaje que recibieron mis padres y familiares.
Ya de regreso al colegio debí dormir en el patio bajo la inclemente lluvia que es habitual en Puerto Montt, allí nos reunimos varias alumnas internas que tenían apoderados pero no podían quedarse en sus casas.
Ahí comenzamos a organizarnos para ver modo de conseguir un avión que trajera a Aysén a los muchos alumnos que estudiábamos en Puerto Montt y Ancud. Pasaron 11 días y supimos que nuestros padres habían conseguido un avión para que nos trajeran y lo devolvían con un cargamento de harina comprado en Argentina, en ese tiempo esas compras se hacían sin mayores dificultades.
Fue así que viajamos día a día al nuevo aeropuerto de Tepual que se estaba construyendo pero tenía la pista habilitada.
Allí vi los primeros aviones grandes en mi vida, eran los Globber Master, que abrían su “boca” y desde ahí salían tractores y cargamentos de cosas que se mandaron desde Estados Unidos.
Luego de varios viajes y de muchos sustos, ya que las réplicas eran a cada rato y los incendios eran numerosos, pudimos salir de Puerto Montt y en tres horas y media de viaje llegar a Chile Chico.
Al llegar, desde la ventanilla vi la tristeza reflejada en los rostros de mis padres, mientras todos los demás abrazaban con inmensa alegría a sus hijos, ellos abrazaban con pena a mi hermano.
Yo fui la última en bajar del avión pues me daba vergüenza mi estado, venía con un ojo morado, perdí dos dientes con los costalazos que me di contra los nichos en el cementerio y además venía con un abrigo de una compañera casi 20 cm. más alta que yo y con un par de zapatos Nº 38 cuando yo calzaba el 36.
Mi hermano no se cansaba de decir que yo venía ahí, pero mis padres creían que era en una urna.
Me ayudó el agente de LAN a descender del avión y ahí todo fue risa y llanto.
Al otro día de llegada nos visitaron unos amigos de mis padres y yo comencé a relatar mi experiencia y cuando quise pararme no lo pude hacer, estuve dos meses con parálisis, sin poder caminar.
El médico del pueblo, con esa sabiduría que solo tienen los médicos de pueblo, le sugirió a mis padres me llevaran al colegio de vuelta, cosa que costó mucho ya que las monjitas no querían recibirme, porque al fin y al cabo resultaba una molestia, pero lo hicieron y mis compañeras de internado se portaron fantástico conmigo y me llevaban y traían en silla de mano, era imposible conseguir una silla de ruedas.
Dormíamos en lo que había sido el gimnasio del colegio y al mes de estar ahí , una noche me desperté sobresaltada y vi el gimnasio envuelto en llamas y grité despavorida y en el acto me levanté y corrí hacia al patio.
Así terminó una dolorosa parálisis.
Gracias a Dios el incendio no era en el colegio si no que una casa vecina y las llamas se reflejaban por las altas y angostas ventanas del gimnasio.
Perdí el año en el colegio pero gané una tremenda experiencia y supe de la solidaridad y del afecto.
No le temo a los temblores, me ha tocado vivir otros de menor magnitud y me quedo bajo un dintel sin mayor alarde, pero ese terremoto dicen que fue el más grande del mundo y no me explico cómo sobrevivimos si fue de una magnitud de 11.5 ª de Mercali, casi cataclismo.
Hoy veo con pena lo que ha pasado en mi país, un país marcado por las tragedias sísmicas y volcánicas, pero estoy segura que los chilenos saldrán adelante como lo han hecho siempre. Me llama la atención eso sí, la fragilidad de las obras civiles ,si se supone que en este país las reglas de construcción son muy rigurosas, me da la idea de que alguien hizo el negocio con el fierro y el cemento y eso se vio en el día de hoy, ya que obras recién entregadas se vinieron abajo.
2 comentarios:
una bella persona, contenta con lo necesario...
una bella mujer y escritora, contenta con lo necesario
Publicar un comentario