Las cien bolitas de Damián se desparramaron a
los cuatro costados de la cocina, ocultándose bajo los muebles, rebotando en
otros juguetes caídos llegaron a escurrirse por la rejilla del desagüe,
atascando la puerta y dificultando el caminar. Grité pensado que Laurita podía
caerse de pisar esas esferitas de vidrio que no cesaban de rebotar de baldosa
en baldosa.
Se habían caído de lo alto de la alacena donde
estaban ocultas desde hacía cierto tiempo. Riesgos de poner algo en orden, y de
mi mala memoria, que me llevaron hasta allí en busca de algo perdido: y con su
precipitación cantarina y colorinche renacieron los reclamos de otos días, los
días de mi infancia: Mis hijos tratan de entender como yo pude divertirme
siendo niño con esas “perlas”, que e lo que Florencia ilusionada creía que
eran.
Las traje en uno de mis viajes cuando pensé
que ya no se fabricarían, son del tipo que llamábamos “chilenas” y que en Chile
se las conocía como “universo”. Varios planos de colores entrecruzados en su
redoma de vidrio. El primer día fue la
novedad y las explicaciones del juego, un hoyo que afortunadamente estaba
gracias a la impericia de un albañil sirvió para las primeras explicaciones, y
para demostrarme cuanto más eficaz era la pista de tierra sobre la cual medía
el impulso del chanti con la cuarta de mis pequeñas y terrosas manos. El
segundo día no pude recordar como llamábamos el cambio de pasos, cuales eran
las reglas para jugar con tres hoyitos, y las voces que servían para determinar
conductas en el adversario; las leyes especiales para el juego de la Troya, el
Pique os ea otro entretenimiento que mezclaba chapita de Bilz o cerveza, las
“canicas” –que así se las llamaba en las historietas mexicanas- y el trompo.
Esperé que en una futura reunión de ex alumnos del Don Bosco se pudiera
reconstruir la memoria sobre estos perdidos juegos de la infancia.
Los chicos ya no son como antes, como
nosotros.
No quiero caer en la inútil nostalgia en las
comparaciones imposibles, sólo asaltan mi memoria la simpleza artesanal de
tantos juegos ahora olvidados, y aquellos juguetes que te hacían en casa.
Mi primer trompo fue confeccionado por mi
padre que en sus noches de sereno talló con cortapuluma y mejoró con escofina
la pata de una mesita de luz. Con un clavo de ocho se incrusto el eje, el
Chueco Pedro lo pintó de tres colores y la huaraca me enseñó a hacerlo bailar,
subirse a mi mano, descender un plano inclinado, caminar en torno a la mesa,
carambolera con otros rivales para sacarlos de un círculo, apuntar sobre una
línea de chapitas.
Papá también me hizo la carretilla número
siete, con ella dábamos vuelta la manzana de enfrente, cuando vivía en casa de
mi tía: salíamos de la tienda de Berlín hacia la despensa de Mendiluce y
doblábamos hacia la quinta de Recus, llevábamos habitualmente un incauto
pasajero que en la recta final –con vista al Bar de Caicheo- perdíamos
deliberadamente en una cuneta.
El mismo circuito era utilizado para otros
vehículos de madera –los rancheros- que imitaban sin ruedas y con considerables
lastres de coleadas espectaculares de los vehículos de Porvenir, cuando
circulaban en el circuito Almirante Brown que se formaba en las principales
calles del pueblo. Entonces arrastrando nuestro hilo, trazando surcos en el
polvo de la vereda, soñábamos con ser como Goico Maslou, Mario Vitelli o Marcos
Lausic.
La frustrada profesión de carpintero convertía
a mi padre en un juguetero sugerente; hachas, espadas de gladiador, escudos de
cruzado, fusiles Winchester, arcos comanches, ballestas medievales, según las
películas que se vieran el sábado en la matiné del Roca.
También ayudando a conocer la furia de los
vientos y los puntos cardinales Armaba Avioncitos de vertiginosas hélices,
spitfires, cesnas, junker trimotores, que finalmente alguna tormenta de
primavera disgregaba con rumbo al este, roto su eje.
Y cuando la calma llegaba y una cacarucha de
papel dibujaba el tiempo de volar con el color y la imaginación, se armaba
puliendo finas tablas de cajón de manzana los robustos volantines, o barriletes
como les llamábamos ante las maestras, que con simple papel madera, o
desguazados cambuchos de Enosis, exigían pacientes tareas de regular su
aerodinámica con una cola que equilibraba peso y extensión , escondiendo las
hojas de afeitar con las cuales se podría cortar el hijo con el cual otro niño
pensaba ganar el cielo.
Y otros chicos, que no tenían un Papá como el
mío, me apuntaban con envidia con sus mortíferas carretillas de capón.
Mi prima Verónica Angelosanti es un poco más
joven que yo. Vivió su infancia también en los años 60 de Río Grande y me ha
escrito lo siguiente para ustedes. Porque bueno es saber que los niños teníamos
juguetes distintos que las niñas, y salvo algunos amariconados jugábamos cada
uno por su lado.
“Cuando veo caer la nieve siento alegría
dentro de mí, algo que no sabría expresar y retrocedo, con pasos agigantados a
mi niñez. Las carreras en trineo. Jugando en el patio todo el día, hasta el
anochecer. Las risas entremezcladas de mis hermanas con la mía; sintiendo
recién el frío al calor de la estufa a leña de la cocina.”
“-¡Juguemos a los conboy!- Escondiéndonos
detrás del galpón del gallinero. Nuestras pistolas eran quijadas de capón –ya
que por el hecho de ser nenas no nos compraban pistolas. ¡Cuántos disparos en
corto tiempo!”
“Tampoco puedo olvidarme de las tortitas de
barro –que hacíamos escondidas ya que mamá no quería que nos ensuciemos
–hermosas tortas decoradas con piedras de distintos tamaños.¿Y las masitas? En
gran variedad las comíamos con la imaginación que da la niñez”.
“Mi tío Mirko un día nos regaló un par de
zancos hermoso, pintados en color celeste; teníamos que subir a la cucha del
perro para alcanzar el apoyo de los pies y nos sentíamos dominadoras del
espacio. Un día –misteriosamente- desaparecieron.”
“Nuestra casa donde jugábamos a las visitas, a
tomar el té, era toda de cajones –muy amplia- el almacén distante medio metro
no preveía de achicoria, pasto, agua.. tenía gran variedad de tarros, botellas,
que se dejaban ver a través de las tablas de los cajones. Pagábamos con dinero
hecho con diarios recortados y números escritos. Siemrpe esperábamos el vuelto
y la yapa.”
“En el colegio... ¡cómo olvidar esas eternas
rondas! Girando y cantando a todo pulmón: mandadiru dirundá, al don, al don, al
don pirulero, cada cual, cada cual atiende su juego, o el divertido trencito
pasará pasará, pero el último quedará, y la infaltable soga que llevaba en el
portafolio. Las competencias de salto en alto, en largo, a ver quién duraba
más, saliendo triunfadora... las manchas y el interminable andar en bicicleta.
¡Qué hermosos recuerdos! Cuanta dulzura en esa infancia, nuestras charlas en
jeringoso y hamacarnos con los ojos cerrados soñando con volar.”
Yo aprendí a los nuevo años a andar en la
bicicleta de Verónica, pero recién me compraron la propia dos años después.
Aquel día subí pensando que mi cuerpo se acordaba todavía de mi anterior
aprendizaje, pero me saqué la cresta.
Cortamos aquí con estos Rastros recordando que
todos tenemos algo de niño. Haspatapa elpedopominpigopo quepe viepenepe.
1 comentario:
... Los recuerdos de entretenimientos de la infancia, son los que uno nunca se olvida ... Seguramente también están en relación con el lugar donde uno vivía: una ciudad, un pueblo, una casa con fondo, un depto con balcón ... O en las escuelas claro. En mis años de escuela primaria, jugábamos a las bolitas, claro, el hoyo, le llamábamos "opi", acaso una traducción ochentosa de ese término. Y las bolitas, teníamos las llamadas "japonesas" o "chinas", con ese entrecruzado de colores y vidrio color verdoso. Después estaban las "lecheritas", esas valían más caras. Tenían algunos diseños en color sobre vidrio porcelana blanco leche. También usabamos la "cuarta", dependiendo claro de la mano más larga, la mayor distancia ...
Un saludo Mingo!
Hernán.-
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