
La muerte sorprendió a la abuela Alicia en la noche más larga.
Un día antes en conversación telefónica contó cuanto le habría gustado venirse para acá.
Lo hizo por primera vez en 1997 cuando ya su nieto Marcial tenía cinco años. Y su hija Patricia estaba instalada en este Río Grande muchos más años de los que había estado en Ushuaia, su primer gran espacio de lejanías.
La abuela Alicia se llamaba Bernarda Idzi, y había conseguido con el tiempo imponer un nombre a su gusto, que finalmente sería también el de su hija menor.
Podríamos decir que la abuela ¡tenía un carácter! o que también ¡tenía un genio!
Todo a cambio de tenerla nosotros a ella.
No han sido fáciles en casa las últimas horas, el teléfono le permitió a Patricia, la mayor de los Cajal, estar al tanto de cómo se iban dando las cosas en contactos con sus afectos más cercanos, o con otros familiares que se congregaron como suele suceder, para atemperar las desgracias.
Hubo lágrimas, aquí y allá; hubo angustia en el primer momento y de ahora en más cuando se la vaya recuperando, convirtiendo su existencia –poco a poco- solamente en nuestras existencias.
De pronto pensamos en el abuelo Luís, y esa historia compartida entre ellos por más de cincuenta años. El que había salido de Tucumán, ella que había partido de Misiones, sin ánimos por hacer un futuro de regresos. Su reciprocidades, y sus enfrentamientos: ese que podría haber sido el triunfo de Racing –con puntos para ella- y una salvación del descenso; la derrota de River –que se dio también para el abuelo- en un día del Padre que no se pudo festejar.
Tal vez a esta hora podría decir lo suyo Luisito, Patricia, Lucho, Mónica, Cuca, Laky, Alicia y Marcelo. Mariel. Marcial, Mailén y Ariadna, y hasta el pequeño Matías dentro de un tiempo; pero lo que esta germinó en mí en esta jornada estéril.
De aquellas visitas de abuelos a Río Grande hubo un cambio de domicilio que se debía a lo bien que se sentían atendidos médicamente, en nuestro lugar.
Era una golondrina que -hasta último momento,- buscó volar y volar.
Un día antes en conversación telefónica contó cuanto le habría gustado venirse para acá.
Lo hizo por primera vez en 1997 cuando ya su nieto Marcial tenía cinco años. Y su hija Patricia estaba instalada en este Río Grande muchos más años de los que había estado en Ushuaia, su primer gran espacio de lejanías.
La abuela Alicia se llamaba Bernarda Idzi, y había conseguido con el tiempo imponer un nombre a su gusto, que finalmente sería también el de su hija menor.
Podríamos decir que la abuela ¡tenía un carácter! o que también ¡tenía un genio!
Todo a cambio de tenerla nosotros a ella.
No han sido fáciles en casa las últimas horas, el teléfono le permitió a Patricia, la mayor de los Cajal, estar al tanto de cómo se iban dando las cosas en contactos con sus afectos más cercanos, o con otros familiares que se congregaron como suele suceder, para atemperar las desgracias.
Hubo lágrimas, aquí y allá; hubo angustia en el primer momento y de ahora en más cuando se la vaya recuperando, convirtiendo su existencia –poco a poco- solamente en nuestras existencias.
De pronto pensamos en el abuelo Luís, y esa historia compartida entre ellos por más de cincuenta años. El que había salido de Tucumán, ella que había partido de Misiones, sin ánimos por hacer un futuro de regresos. Su reciprocidades, y sus enfrentamientos: ese que podría haber sido el triunfo de Racing –con puntos para ella- y una salvación del descenso; la derrota de River –que se dio también para el abuelo- en un día del Padre que no se pudo festejar.
Tal vez a esta hora podría decir lo suyo Luisito, Patricia, Lucho, Mónica, Cuca, Laky, Alicia y Marcelo. Mariel. Marcial, Mailén y Ariadna, y hasta el pequeño Matías dentro de un tiempo; pero lo que esta germinó en mí en esta jornada estéril.
De aquellas visitas de abuelos a Río Grande hubo un cambio de domicilio que se debía a lo bien que se sentían atendidos médicamente, en nuestro lugar.
Era una golondrina que -hasta último momento,- buscó volar y volar.