“La Noche Comienza en el Cabo de Hornos”

Para los europeos anteriores al siglo XX, el show de estos encuentros con gente de color desnuda o semidesnuda parece alojarse en la percepción de lo similar dentro de lo claramente diferente. Aunque salieron a buscar el pasado humano de manera deliberada como parte de un deseo por encontrar los orígenes, con frecuencia volvieron en un estado para el cual nada en su propia cultura los había preparado.
Denles Porter: Hauted Journeys (página 13)

Son ellos quienes hablan yámana e inglés, no los tripulantes de la nave británica, y son ellos quienes al intercambiar información con los viajeros les hacen creer que prefieren la vida de un perro a la de una anciana. Resulta mucho más interesante considerar que los roles se han invertido y que quienes han observado y “tomado nota” sobre la cultura del otro son los fueguinos y no al revés
Ernesto Livon-Grosman: Geografías imaginarias (página 82)

Fue a fines de 1966 cuando recibimos en el Hotel Atlántida, donde mi padre era conserje, el ejemplar número 1 de la revista Tierra del Fuego. En el mismo figuraba un primer capítulo del Libro de Saint-Loup titulado La noche comienza en el Cabo de Hornos.

Mi padre me lo leyó en aquellas noches en que la teníamos a mamá lejos, derivada en Buenos Aires, después lo leí solo, y papá también.

Esperamos la continuación pero la revista nunca volvió a salir.

Nos quedamos con esa duda y en algún momento consultamos sobre el proyecto periodístico a Sergio Trutanic, que eran uno de los anunciantes y de cuya vinculación los promotores de la publicación estaban agradecidos. Pero no conseguimos dar con la novela.

La misma ha sido ignorada por los antologistas fueguinos, pese a que para entonces la misma llevaba diez años de ser editada por Zigzag.

Como creemos oportuno multiplicar aquella vieja ansiedad, les proponemos la lectura –extensa ella de lo que se llama PRIMERA EPOCA, y que comienza así:

La lluvia. El viento. Soplaba un suroeste nordeste que venía de las Furias Occidentales y de los más allá antárticos. La bruma. La bruma olía a hielo remoto y olía a algas, se arremolinaba en la superficie del Pacífico austral, pendía de los tres mástiles del “Ocean Queen”, cuyo bauprés cabeceaba al paso de las enormes olas. La humedad barnizaba el puente y el velamen arriado para preparar las maniobras de fondeo. La tierra. Una isla sin nombre, a los 72°30’ oeste y 54°21’ sur. Un monstruo negro y azul, hinchado por el viento, perdido en la extensión del Canal de Cockburn, entre los grupos. Crafton y Camoëns… Costas apenas diseñadas en los mapas del Almirantazgo. Fiordos constituidos por esas líneas que se convierten en puntitos y se pierden en una incógnita formidable: Extensive glaciers… Snow topped mountains… Snowy inhelt… (¹). Acantilados obscuros recortaban la niebla. La niebla se arrastraba encima de las selvas malsanas, se disolvía elevándose sobre el flanco de las montañas e iba a engrosar la lluvia. La lluvia. El viento, Para fortalecer ese día enfermo que no llegaba a cristalizarse en luz, un ventisquero semejaba el oriente de una perla engarzada en el cofrecillo volcado de las nubes.
El “Ocean Queen” penetró en un puerto natural de aguas profundas. La tierra se cerro detrás del navío y la marejada antártica se calmó. La sonda se hundía y volvía a surgir. El anuncio de las brazas se dejaba oir hacia el alcázar de proa. En el momento del anclaje, toda la gente escrutaba la costa, espiando la subida de los humos que, desde hacía siglos, mantenían el misterio de la Tierra de los Fuegos (²). Una ribera estéril. Ninguna presencia humana en este paisaje de sueño, pintura al pastel, casi borrada por el tiempo y la humedad. Sólo una playa prisionera entre el agua gris y la selva… La selva chorreaba en los flancos de las montañas vaporosas. Más abajo, la vegetación se enlazaba con las flexibilidades submarinas –algas, medusas-, entre las cuales rondaba la niebla. En la cima del cabo, árboles atormentados por el viento.

Sobre este paisaje de formas embrionarias caían los sordos rumores del ancla y el estallido de las voces humanas.
-¿Cuántos afuera?
-¡Treinta y ocho eslabones!
El “Ocean Queen” se detiene a un cuarto de milla de la costa. En el alcázar de proa, cerca del segundo oficial de a bordo, quien verifica si sus anclas están en perfectas condiciones, Patrick Sunderland se emboza los hombros con una capa de paño negro. Una sonrisa ilumina su boca bien dibujada, sin que ella logre disipar la gravedad de su rostro.
-Señor oficial: ¿qué pens{ais de mi isla?
-¡It’s damned land! (³) –respondíó el oficial, escupiendo hacia el agua.
-¿Y vos doctor?

Todos los misioneros se han reunido en torno a su jefe: Gregory Fox, quien abandonó su profesión de médico para venir a anunciar el Evangelio a los indios fueguinos; John Burleigh, excarpintero convertido al metodismo; tres marinos: Hardy, David Law, Austin, un neófito; y Duncan MacIsaac, el benjamín de la expedición.

Gregory Fox se inclina sobre el empalletado, en dirección a la tierra gélida, desagradable a causa de sus nieblas, sus follajes verdeoleosos y que tienen la densidad de las nubes que los aplastan.

-Señor, pienso que en el segundo versículo del “Génesis”: “Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la haz del abismo: y el espíritu de Dios se movía sobre la haz de las aguas. Y Dios dijo: Sea la luz… “Con la ayuda de Dios y dirigidos por vos, señor, llevaremos la luz a esas costas…

El “Ocean Queen” iba a doblar el promontorio. Entró escorado de estribor en el Canal de Cockburn. El viento empujaba contra sus velas las brumas antárticas, disolviéndolas en el espacio gris, sin fondo y sin forma. Los pormenores se borraban en el catalejo que Patrick Sunderland sostenía, extendiendo el brazo hacia el navío que los habia transportado desde Bristol. Noventa días de mar. Seis meses de soledad, antes de contar con el relevo que en 1851 debería enviarles su patrocinadora, la SOUTH AMERICA EVANGELICAL SOCIETY. Una ligera angustia oprimía la garganta del capitán, quien, al desembarcar, se había puesto su uniforme del a Royal Navy. Le había consagrado veinte años de su vida antes de ponerse al servicio del Señor. De sus atributos de pastor sólo había conservado ahora la corbata blanca y la cruz, la que ponía sobre su pecho una mancha de sol anacrónico en este ambiente de luces muertas.

El joven MacIsaac contempló la imagen del navío y un detalle pueril que se imponía a través de la imagen: la perilla de porcelana colocada en la puerta de la que había sido su cabina… ¡Toda la civilización quedaba atrás!... El doctor Fox rezaba. El día iba perdiendo su luz enferma en un crepúsculo que, en la estación veraniega, bajo estas latitudes, se esfuma cerca de la medianoche. Alrededor de estos hombres abandonados en una playa desconocida todo adquiría un aspecto hostil y fúnebre. El mar y la selva los acosaban por todas partes.

El “Ocean Queen” desapareció tras un chubasco que el viento impelía desde el Cabo de Honros. Cuando la nubada se disipó, después de haber castigado a los misioneros con su lluvia frígida, no se divisó nada a ras del océano. Fue entonces cuando apareció el primer humo a través del Canal de Cockburn. El humo luchaba contra la presión del viento.

-Los alacalufes no están lejos, capitán –murmuró el carpintero Burleigh, quitándose el sombrero de cuero amarillento.

Peligros desconocidos se arrastraban junto a ellos, entre la bruma. Patrick Sunderland replegó su catalejo y volvió en dirección a sus compañeros un rostro lleno de gravedad:

-¡Amigos míos, Dios nos ha conducido de la mano hasta las más miserables razas de la tierra, para quitársela al demonio! Hasta el mes de agosto de 1851, sólo podremos confiar en El y en nosotros mismos. Pero todo nos será dado, puesto que hemos respondido al llamado de su Hijo, según San Lucas: “Aquel que haya dejado su casa, su mujer, sus hermanos, sus padres, sus hijos, por el reino de Dios, recibirá el doble en este mundo y en el mundo del porvenir la vida eterna…” Con alegría y reconocimiento, pues, debemos afrontar las fatigas y los peligros que nos esperan…

2 comentarios:

Unknown dijo...

Buenas tardes, me gustaría saber si tiene el libro completo de " la noche comienza en el cabo de hornos " de Saint Loup
Un saludo
Rebeca

Pasquino de Arica dijo...

Lo estoy leyendo en una vieja edición ¡¡¡de 1958!! que lleva la firma de mi hermana.
De lo poco que he leído me queda la frase:
-¡Amigos míos, Dios nos ha conducido de la mano hasta las más miserables razas de la tierra, para quitársela al demonio!
"Una raza miserable" que conseguían subsistir donde todos ellos, con excepción del joven MacIsaac mueren en la aventura, de hambre y de frío porque sí les quitaban la harina y las galletas no sabían alimentarse.
Uno de los misioneros muere de escorbuto cuando estaban rodeados de selvas donde crecía todo tipo de plantas que hubieran podido curarlos y alimentarlos.
¡Por favor!
En ningún momento el autor se pregunta eso.