LA MUERTE EN EL ZAPALLO*

No ha sido fácil precisar el tiempo y el lugar.

Para este último caso no basta con decir que fue en Río Grande y que como todo espectáculo de aquel entonces debe haber ocurrido en el San Martín o en el Cine Roca. Algunos afirman que fue en el club, otros en el moderno edificio que se levantaba a media cuadra de la plaza.

El ilusionista había llegado sin previo aviso, se anunciaba en la cartelería ajada su nombre –que tampoco coinciden los memoriosos en precisar- un nombre de fantasía de connotaciones orientales, cuando tal vez el mago en cuestión estaba formado en algún semillero circense de Chile o Argentina.

De tanto en tanto había llegado un circo, sin carpa por los problemas de transporte en el sur acrecentados por el inconveniente de cruzar el estrecho en una pequeña goleta de limitado porte, y en ellos faltos de trapecistas –lo que hubiera sido un espectáculo de parangón- no faltaban los magos de galera y bastón.

Pero el personaje central de este relato venía tan solo con la infaltable compañía femenina, una mujer que no se podía definir ni linda ni fea, pero si fuerte... pero fue la que decididamente cargó con los baúles de toda la utilería cuando debieron salir a recorrer hoteles que le ofrecieran mayores comodidades de las que en un primer momento le parecieron insuficientes.

Y así se llegó a la primera función. El ilusionista arregló el cobro de las entradas para sí, y la consumición para los dueños de casa. El espectáculo tenía variados juegos de adivinación y aparición y desaparición de objetos, y una presentación final de características superadoras: se colocaba a la ayudante en una caja, se la dormía y en medio del trance hipnótico se la serruchaba por la mitad. Entonces con ayuda del público la caja con ruedas era desplazada de aquí para allá un buen rato, y luego se volvía a juntar, se levantaba la tapa, y despierta la ayudante salía sonriente para ganarse el aplauso de los primeros concurrentes que para ese momento estaban altamente chispeados por el carácter de la consumición ofrecida.

En ese estado de cosas el artista fue cuestionado, se dijo que algo de luces y espejos debía formar parte del engaño, como si no fuera el engaño la base de estas recreaciones. Pero lejos de inmutarse el mago desafió a la concurrencia a que para la próxima función le trajeran una dama local que arriesgara a pasar por la misma prueba... a la dama no se le cobraría entrada, y tendría ella y un acompañante consumición libre toda la velada.

¿Sería fácil conseguir alguien que arriesgara a poner el cuerpo en tamaña prueba?

La única que se presentó para el caso fue una gringa flaca, solterona ella, que ni siquiera consiguió un acompañante para asistir a la escena de riesgo. Llegó el momento de la demostración, y –que problema- su largo esqueleto no podía ser contenido en el recipiente mágico. El mago se excusó entre las rechiflas de los asistentes, que ahora habían concurrido muchos de ellos llevando la propia silla de la casa porque la capacidad del local estaba superada. Se anunció entonces que para el día siguiente se esperaba la presentación de una nueva valiente, mientras nuestra solterona –algo excedida en sus raciones de anís- no podía salir de sus acongojados sollozos.

La situación ya comenzó a preocupar el comercio, porque una cosa es un entretenimiento de fin de semana en el pueblo, y otra que todas las noches la muchachada saliera a gastar su plata, viniera al trabajo mal dormida, sin otro tema de conversación, y encima –algunos- pidiendo anticipos para la nueva función.

Hubo una segunda voluntaria, pero –otro fue el problema-y la gordita dispuesta a concursar no entraba en la caja requerida. El ilusionista dijo entonces que no estaba en él poner obstáculos a la realización de su show –aunque entonces no se lo llamaría así- y repitió la truca con la compañera oficial. Si no aparecía una mujer que estuviera en condiciones de resolver las dudas la noche siguiente sería la última función puesto que el mago tenía otros compromisos en el litoral patagónico donde nunca había sido cuestionado por sus acciones e ilusiones.

El honor del pueblo tuvo que ir a buscarse en esos lugares donde se ponen en juego todos los honores, y un grupo de muchachos concurrió a la más afamado de los piringuindines y de una de las más agraciadas pupilas se logró el concurso, pero condicionado por la autoridad policial a que fuera... prohibido para menores.

Esa noche no faltó ni el cura, vestido de civil por supuesto.

Tampoco faltaron las presencias femeninas que enteradas que quién iba a representar al sexo débil en la mentada función acudieron en masa, también con otra curiosidad... la de saber como eran esas chicas, a las que se iba conociendo de nombre, pero que pocas veces eran vistas en la comunidad dado que existía una restricción policial para su exhibición pública.

Los recuerdos aquí se multiplican y se contradicen, en todo lo relacionado al como estaba vestida o desvestida la morena que entre silbidos de la muchachada ingresó finalmente a la caja del serrucho. Todo fue silenció cuando el mago la durmió, hubo un desvanecimiento femenino –atribuido por ella luego a que faltaba aire entre tanta gente- cuando al cortarla era perfectamente audible para todos el diferente sonido de la sierra sobre el hueso, que sobre la carne. Hasta se afirma que el serrucho terminó manchado. Se le pidió a un practicante del frigorífico y la curandera del pueblo –las mayores autoridades científicas de la concurrencia- que procedieran a separar la caja –y el cuerpo contenido- y luego de las exclamaciones de rigor las dos cajas se volvieron a juntar, la tapa se levantó, la mujer abrió los ojos y luego fue levantada... sin recordar siquiera donde estaba en ese momento, y por un buen rato mas... ni siquiera quien era.

Un pianista especialmente contratado le dio vigor a cada paso de la experiencia, y el mago se alejó del escenario anunciando que todavía quedarían otras funciones si había interés de otras damas en participar de la experiencia.

Y todo comenzó a ser más libre. Las muchachas debían ser solteras, esto limitó a gran número de voluntarias, y así se fueron dando diversas funciones –con entradas a precios cada vez más altos- organizadas por los distintos clubes y asociaciones.. que reclutaban su público para que el ilusionista les serruchara la reina de la institución y luego se las devolviera entera. Ya se supone que los acuerdos comerciales con el artistas comenzaron a tener otras cotizaciones.

Hasta que llegó el día en que se anunció que la reina del último carnaval, una chica que recién había cumplido 15 años y que era la perla del pueblo se sometería a la serruchada. El mago ya no hablaba de irse, y en el pueblo no se hablada de otra cosa.

La madre pidió un día más para vivir la experiencia puesto que la modista no le terminaba el vestido que se había mandado a confeccionar especialmente para la función. Fue reemplazada por otra chica de la noche, y esta vez la función no fue para menores.

La llegada de la jornada, que se suponía que debía ser la final, fue a caer un día domingo... y ese día –para sorpresa de muchos- el ilusionista y su partenaire se presentaron en misa, vestidos de paisanos; se ubicaron uno del lado de las damas y otro de los caballeros, y el cura se mostró inseguro a la hora del sermón. El rastrillo le mostró más tarde un grueso fajo de billetes de los más diversos países. Nadie esperaba que confesaran y comulgaran, pero a la salida los rodeo todo el mundo y se saludaron alegremente sin decir palabras.

Aquella tarde comenzó a llover. En casa de la reina hubo temores por el vestido nuevo, y acordaron llevarlo en una caja y vestir a la joven poco antes de la función.

Cuando muchos años después ella –ya abuela- relataba su experiencia de aquel momento subrayaba los detalles de la confección de aquella prenda: mucho más elegante de la que utilizaría al casarse, y como todos enmudecieron cuando a los acordes del piano ingresó para el número de la despedida.

Todo se hizo como tenía que ser, hasta que llegó el momento de volver a unirla. El ilusionista levantó la tapa y la volvió a cerrar inmediatamente. Hubo exclamaciones inquieras y se escuchó su voz con un mensaje alarmado que debió repetir más de una vez por que nadie parecía entenderlo:

-No puedo terminar mi trabajo. Hay entre los presentes alguien que conoce como hacerlo e interfiere en mi realización final...¡Si esa persona no se retira, esta mujercita se va a morir!

Que alboroto, que confusión, el médico que estaba presente quiso intervenir en el caso, si hizo ayudar por el policía y el padre de la niña... El mago trataba de que nada saliera de su sitio, pero cuando levantaron la tapa los que podían ver como estaba la cosa reflejaron en el horror de sus rostros una situación calamitosa.

Mientras tanto por uno de los extremos el rostro de la reina dormía plácidamente.

-Por favor –reclamó el mago- el que sepa como hacer el truco, debe retirarse de este recinto.

-El cura-debe ser el cura- dijo el director del periódico que ya estaba pensando como presentar todo lo que estaba pasando en la próxima edición, y que andaba corto de papel para un número extraordinario.

Y al cura, que condenaba la herejía que tanto había gustado presenciar, fue tomado del fundillo y arrojado a la calle.

Entonces el ilusionista volvió con su rutina, levanto la tapa y nada se podía hacer. Alguien que no fue el policía sacó un revolver y disparó dos tiros hacia el techo. Todo pareció silenciarse y ya habían otras armas en manos de los concurrentes.

Solo que el mago, abrazado a su compañera, atinó a reclamar: -Si no sale la persona que sabe como hacer la prueba tendré que hacer tomar una medida extrema.

-¡Con mi niña no!- se escuchó la voz de un hombre algo mayor que dentro de un tiempo sería el esposo de la puesta en riesgo.

-¡No! Dijo el mago, y va a ser así.

Sacó una semilla blanca y chata entre el pañuelo de su bolsillo. La colocó sobre la caja mojada con saliva de la niña. Algo dijo que nadie pudo escuchar, y comenzó a crecer lentamente una planta serpenteante que bien pronto en un abultado fruto fue levantando el pañuelo: era una suerte de zapallo.

-Por última vez le pido al que sabe como hacer esta prueba, que se retire, por la vida de la niña, y por su vida. El policía quería desalojar toda la sala, pero quien podía obedecerle.

Entonces de la mano del ilusionista armada con una espada oriental salió el enérgico tajo que cortó el zapallo por la mitad.

Algunos escucharon de uno de los concurrentes un leve quejido, la mano al pecho, y su cuerpo golpeando contra las tablas del piso.

Media concurrencia miró en esa dirección mientras el mago, tiraba los restos del zapallo al piso, abría la caja, despertaba a la niña, y se alejaba sin esperar un solo aplauso.

Cuando fueron por él a su pensión nadie lo había visto salir pero no quedaban restos de su equipaje, solo un sobre con la cuenta saldada y abundante propina.

Al averiguarse su posible lugar de fuga no fue posible encontrar información entre los escasos coches de alquiler con que contaba Río Grande, ni en los destacamentos policiales.

El muerto resultó ser el tonto del pueblo. Discutiéndose largamente si en realidad sabía, o no sabría que sabía. O que lo suyo fue simplemente un ataque, producto de la gran tensión reinante, él que había nacido debilucho.

Del zapallo si hubo muchas historias. No estábamos en temporada de conseguirlo, y más de una dama –disimuladamente- aprovechó la confusión para llevarse su medio zapallo con el que fueron ha hacer picarones y con ellos invitaron a las amigas que no habían estado en la función, y a las mismas les contaron todo lo visto, con lujos de detalles, y algunas exageraciones.

Como siempre que se hacía algo en casa se guardaba algo para la maestra, al día siguiente fueron con su fuente de picarones al recinto de la escuela fiscal, 25 niños haciendo frente en el camino, a los vientos de una nueva primavera.

*Cuento para mantener despierto al niño que cumple 30 años.

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