El pasado 6 de diciembre falleció en Punta Arenas Simón Martínovich, uno
de mis primos. Venía de luchar duramente el año anterior con el cáncer que
finalmente consumió su existencia.
Simoncito ya hace muchos años que eran Simón, en tanto que yo siempre lo
mencioné en diminuto recordando a su padre –primo de mi madre-, aquel Simón
Martinovich Martinovich que se repartía en tareas rurales en Magallanes, con
algunas incursiones en el frigorífico de Río Grande donde era reconocido en su
condición de excelente futbolísta.
No recuerdo bien si era el mayor de los tres hermanos, o era Nora la que
lo aventajaba en la nacencia; lo cierto es que con Rodolfo –Fito- el mayor
referente deportivo de la familia (crack que jugó en Santiago) forma el trío
que trajo al mundo la tía Blanca, era mujer grande, anidadora, tan tierna al
hablar como valiente al esgrimir sus posiciones ante la vida.
Simoncito vivió entre Gallegos y Punta Arenas muchos años de su
existencia. Lo recuerdo un día del 67 –yo andaba de vacaciones- cuando falleció
su padre. La familia estaba acongojada. El estaba firme. Le correspondía
estarlo. Mi viaje se enlutó con esa pérdida, pero creo que al año comencé a
descubrir su alegría: había venido el hijo –otro Simón- y es quien aparece en
la foto junto a Margarita, la esposa, una mujer de gran capacidad artesanal:
hacía cuadros de tipo oriental con virutas.
Ellos vivían en la vieja casa de los abuelos, esa que levantó Mateo
Martínovich en 1892 y que todavía –algo remozada- se perfila en la esquina del
barrio sur magallánico: en Serrano esquina España.
Los últimos años anida un asilo de ancianos que administraban
diligentemente la esposa y la hermana.
El hombre que me devolvió un
abrazo que creía perdido.
Mi padre falleció en el invierno de 1979. Mi madre se fue a vivir
a la casa que alquilaba con Yolanda en la calle Piedra Buena y donde el centro del
mundo era mi pequeña hija: María Florencia.
Un día me pidió volver a su casa, y lo hizo para examinar lo que había quedado
del finado. Me pidió que le dejara libre la tarde y que solicitara al vecino taxista:
Gabriel Barrientos, que la pasaba a buscar para la cena. Yo volví por la radio y
por teléfono le hice el encargo solicitándole, eso sí, que me llevara para
poder volver con la viejita.
Así hicimos.
Gabriel me esperó e ingresé a la casa que estaba en silencio. Mamá
estaba sentada a la mesa tomándose un te y mirándome con unos ojos que habían
llorado mucho. Entonces me mostró lo que había hecho: en la habitación
matrimonial había un conjunto de bolsas que encerraban toda la ropa que había
pertenecido a mi padre, a la cual había hecho tiras para que nadie volviera a
usarla.
Me dijo que guardaba un pantalón azul, de vestir, para que algún día los
nietos comprendieran –dado el tamaño de la prenda- la estatura de mi padre.
Mi padre con su metro 96 era el gigante del pueblo.
También había dejado dos camperas Cacique, una impecable, la otra
deteriorada un tanto por se la que usaba en el momento en que lo atropellaron.
Me dijo que era una pena tirarlas, que a alguien le podían servir, que le habían
constado mucho conseguirlas y adquirirlas puesto que no llegaba habitualmente
ropa de confección de ese porte.
Y así partimos rumbo al coche con mamá haciendo peso de mi brazo.
Pasó un tiempo. Ya vivíamos de vuelta en la casita de Obligado un tanto
modificada para albergar a mucha más gente. Y fue cuando pasó a visitarnos la tía
Blanca y Simoncito.
Se estaban alojando en lo de los Otey, con los cuales la tía estaba
ligada familiarmente, y ahora estaba haciendo la ronda de salutaciones
familiares.
Yo llegaba del trabajo y cumplidos los protocolos mamá me llamó aparte:
era para decirme que a Simoncito –tremendo Urso que era- le quedarían bien las
camperas del finado.
Al primo le brillaron los ojos cuando mamá apareció con dos grandes
envoltorios de papel azul que guardaban las camperas de mi padre.
Tomó la que estaba rasmillada en un codo y un hombro y dijo: -Esta me va
a servir bien en el puerto (Simoncito como papá había sido mariplaya). Se metió
dentro de la Cacique,
subió el cierre, y le quedaba al cuerpo. Entonces mirando la otra dijo.-¡Y esta
para cuando salga de rondín! Creímos entender que era para las fiestas.
Entonces Simoncito se acercó y me dio un abrazo muy fuerte, muy
pronunciado, y por un momento sentí que con esa Cacique era mi padre el que había
vuelto para abrazarme.
1 comentario:
MINGO, ME ENCANTO TU HISTORIA, SOS UN IDOLO, SEGUI REGALANDONOS TUS ESCRITOS, MIL GRACIAS
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