¡Tierra
del Fuego! Tierra que debe su nombre a las columnas de humo de las fogatas
indias que los españoles vieron alzarse a las alturas, desde las naves
hispanas… Cuando la nombramos, la imaginación nos hace pensar en un paisaje
desolado y blanquísimo, de hielos eternos, mares transparentes y solitarios y
montañas donde no crece la hierba más humilde. Pero… ¡qué sorpresa nos llevamos
al pisar aquella tierra encantada! La primavera también existe allí. Nuestra
imaginación nos ha engañado. Si nos internamos en el territorio, alejándonos de
las costas bajas, que baña el Atlántico, encontramos bosques de árboles siempre
verdes, parecidos a los de los bosques de Canadá o de Australia. Algunas
plantas florecen en pleno invierno, y, como nieva durante casi todo el año, es
hermoso ver ese contraste de verdor y blancura.
En
las costas atlánticas crecen algas gigantes. Para navegar en pequeñas
embarcaciones, es necesario, a veces, asirse de aquellas algas, como si fueran
cabos, y empujar la canoa o el bote. Los bosques muestran árboles raros y
magníficos. Allí crece la hermosa magnolia que llaman canelo, de corteza aromática. Pero sobre todo, el roble y el coihué tienen en esos lugares su
reinado. Los arbustos de las orillas se muestran retorcidos y deformes en su
lucha contra los fuertes vientos. Pero, en cambio, en las cercanías de la
cordillera de los Andes, los hermosos ejemplares de árboles alcanzan hasta
veinte metros de altura, aunque las mismas especies, a más de cuatrocientos
metros sobre el nivel del mar, se empequeñecen hasta formar bosques enanos.
Aquí
y allá se ven troncos caídos, que dificultan el paso. El hielo se ha
introducido en las grietas de los árboles, y su expansión termina muchas veces
por abatirlos. Las turberas ocupan los espacios libres. La naturaleza parece
querer reparar los estragos del viento o el frío, y cubre de musgo los troncos
o los entrelaza de guirnaldas verdes. Arbustos y plantas nos hacen pensar, por
momentos, que nos encontramos en el trópico. Aquí nace el calafate, de cuyo fruto se hace dulce y vino. Allí se ve la hermosa
flor de las cascadas, de rojo color,
cuyas hojas se parecen a las de las frutillas. Más allá, junto a los verdes
helechos y los hongos, se alzan unas hermosas flores blancas con pintas
rosadas, semejantes a orquídeas y, entre apios, berros y frutillas silvestres,
luce, hermosa, entre todas, la admirable violeta
amarilla.
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