Del hundimiento de El Cóndor solamente pudo
rescatarse el cadáver de uno de sus cuatro ocupantes.
Papá hablaba del hundimiento cuando recordaba
cada tragedia en el río, aunque en realidad sólo se trataba de botes dados
vuelta por la fuerza del la corriente, la colisión de un témpano o el imponente
viento fueguino.
Los restos de Daniel Maimae Caicheo, un
chileno de 31 años, fueron los únicos recuperados después del percance que
sorprendería a la nave el 25 de marzo de 1951 en horas del mediodía, y a la
vista de los que esperaban en una y otra orilla.
Lo que quedó de Daniel, un jornalero de
Estancia Ruby, fue localizado a unos quinientos metros del campo de aviación de
Aerolíneas Argentinas, que en aquel entonces aterrizaba del lado del
Frigorífico; sólo por las ropas adheridas comprobó su identidad un compañero de
labor. Este era el procedimiento acostumbrado para agilizar los trámites de esta
naturaleza, y el lugar conocido con el nombre de “La Punta” en la zona
portuaria de la ribera fue el túmulo de la marea para más de un cristiano
solitario.
Teodoro Ojeda Sierpe, un peón en 1954, fue
inhumado en septiembre, pero sus dedales con los cuales la Prefectura comprobó
la identificación recién se reencontraron con el cuerpo a fines de diciembre.
Papá recorría el cementerio domingo a domingo,
de octubre a diciembre.
Era su rutina de cuatro mañanas en las cuales
muchas veces lo acompañé, y sus recuerdos saltaban ente cruces y lápidas, entre
nombres borrados y fechas olvidadas, su mente era un catálogo dramático que
servía para que valoráramos juntos lo efímero de la existencia humana.
Hubo un tiempo –él me lo decía- en la que el
río compitió con los partos y la tuberculosis en ganarse los favores de la
muerte, y la asfixia por inmersión era el trámite corriente para encontrarse
con San Pedro: Daniel Quedimán en el 44, Edmundo Calisto en el 51, Alfonso
Gallardo Garay y José Roberto Cárcamo al año siguiente, en el 54 el río se
tragó a Eduardo Faustino Gallardo y en el 55 a Amador Vivar. Cinco años
estuvimos fuera del pueblo, sin embargo Papá averiguó que en ese lapso murieron
en el río: Avendaño, Muñoz y Eliécer Witto.
En 1960 el viejo trabajaba de sereno en el
malecón de la Punta Triviño cuando pisó un cabo y se fue abajo. La barcaza
estaba en seco y así con tres costillas rotas, clavícula y homóplato partido
pudo contar el cuenta y llevar la cuenta de que ese año el río se tragó a
Valentín Galindo y Sergio Bitterlich en marzo y a Manuel Maldonado y Germ{an
Gallardo el 23 de julio.
Los ritos de octubre se afianzaron a partir de
la muerte del tío Marcial, que había quedado en una mesa de operaciones de la
Clínica San José: primer domingo limpiar y sacar yuyos, segundo los de los
amigos sin nadie, tercero pinta la cruz y las simples cadenas o perímetros que
indicaban la morada delos deudos más cercanos, cuarto domingo..¡siemrpe quedaba
algo para hacer!
Pero la jornada consistía también en un
prolijo itinerario de recuerdos y el encargo a Jorge Smolsic luego –que tan
buena letra hacía- para que retocara epitafios.
-Mirá.. aquí está Antonio Miranda, un caballo
le coció la cabeza... el primero de enero del 45, trabajaba ....¡ya no puedo
acordarme!
Yo me interesaba más –lamento confesarlo- en
caber como habían muerto que cómo habían vivido. Entre los congelados se
recordaba a Abraham Velázquez Velásquez, Francisco Vivar Alvarez, José Eliseo
Arteaga, Antonio Oñate y Bartolo González; la lista de ahorcados se integraba
por la viuda de Silva –la llevaron a Punta Arenas- y también Manuel Ojeda y
Manolo Núñez, cada uno con su motivo; había suicidas en los que cayeron por la
bala, pero ya no puedo recordar cuales de la larga lista que integraron entre
otros Flores, Piña, Varela, Santana, Cobián, Ventura Martínez, Valenzuela Y
Autterland; la cuota del cuchillo terminó con las vidas de Pedro Vargas, Manuel
Lopez Vivar, José del Carmen Chaura y Antonio Jorge, un indígena de 60 años
muerto en el 44.
Una vez le pedí a Papá que me identificara a
los onas, y entonces me contó sobre la desaparición de la especie –siempre
habló en términos de genocidio- y de los sepultados en la necrópolis de la
Misión que finalmente nunca visitamos juntos; desde entonces no dejo de asistir
con respeto a las últimas moradas de Arturo Alimik, Juan Fuego quetrabajara con
Papá en Laura y con el cual tengo una borrosa foto en que estoy en sus brazos
–foto que pretendo ilustre esta nota- Felipe Ona Ishnton, Doña Luisa Honte
–hija de Paká y Manuela Jaimiles, madre de Don Luis- que falleció en el el 48 a
los 78 años de edad.. y los simples túmulos que guardan a Francisco y Eusebio
Kankot, los hijos del cacique.
Mi padre que me mostraba todo, un cuadro
patético de muertes, nunca me comentó cual quería que fuese la suya.
Siendo niño me quitaba el sueño el relato de
la tragedia del pibito de los Leiva, a la que uní la desaparición de un
amiguito: el flaco Mc Donald. Pero la muerte no podía estar distante para un
niño cuyos padres –pienso en la edad- podrían haber sido sus abuelos.
¿Qué saber del australiano Alfredo Sholl, de
profesión pintor? ¿Quién es este Guillermo Enrique Breffit, nadico en
Nottinghan en 1885 y muerto en Tierra del Fuego en 1942?¿Qué llevo a Efraín
Diaz a perderse en el delirium tremens cuando tan sólo tenía 27 años?¿Qué hacía
el suizo Walter Tiljander entre nosotros?
El, mi padre, tenía la respuesta.
Confesaba que Tierra del Fuego no era un lugar
para quedarse toda la vida, y cuando pudo soñar, soñó con radicarse en Neuquen,
más cerca de la tierra que lo vió nacer.
En una de esas visitas a la ciudad de los
callados nos fuimos distanciando al caminar y una bruma que descendió lo
desdibujó mientras él seguía su paso calmo,haciéndome pensar que pese a sus
anhelos aquí estaría su última casa.
Tenía cincuenta años sobre esta tierra cuando
comenzó a transitarla por abajo, donde estoy seguro no se siente solo.