RASTROS EN EL RÍO.91. “En la medida de las necesidades y la picardía de algunos que se ponían al margen del respeto a la propiedad privada, surgen estas evocaciones que nos muestran a los riograndenses saliendo del cascarón de la inocencia.”

La galería de la mala fama en nuestro pueblo se encuentra ilustrada por la presencia de múltiples gestores de oficios “non sanctos”. Funcionarios venales o prepotentes, contrabandistas de autos y galpones, traficantes de cigarrillos, peleadores de fonda frecuentemente alcoholizados, tahúres, asesinos al volante, chicas que fuman, gestores de negocios inconcretos, cafishos, morosos y la familia plural de los rateros.

Intocables los inimputables. Apellidos libres de toda sospecha. Reincidentes barriales que delimitan el espacio de sus trastadas en el hampa no colegida del pueblo chico. Prestidigitadores para meter la mano en la lata. La suerte de quienes ocupan el lugar de los peligrosos no siempre ha pasado por condenas, juicios y reincidencias.

Pero allí donde se dice, como en tantas otras partes, que el ladrón de guante fino lo sueltan enseguida y el de gallinas lo sepultan en la sombra, es donde aparece el nudo de hechos y costumbres que habremos de desatar.

Nunca faltaron en Río Grande los ladrones de esta categoría, y su número creció proporcionalmente en aquellos años en los cuales los largos y prolijos sitios cercados tenían un lugar destinado a guardar varias docenas, y hasta a veces un centenar de ponedoras; sin otros afanes que la subsistencia familiar.

Dividamos los ladrones de gallinas en tres grupos perfectamente definidos por sus móviles y objetivos: los que roban por divertirse, los que roban por hambre, y los intermediarios.

Entre los primeros ocuparon un lugar privilegiado los empleados de comercio y los amigos. La mayor diversión resultaba cuando se invitaba a la víctima a participar de la cazuela que indudablemente sucedía al hecho delictivo. Y las ocultas sonrisas cuando el agasajado discutía sobre la mayor calidad de sus propias gallinas en relación a la carne o el caldo que  le daban a probar. El episodio era muy comentado siendo el hazmerreír centro de la atención socarrona de sus relaciones, y llegando a no enterarse nunca. Claro que se recuerda aquella vez que alguien fue víctima de la sustracción casi total de su gallinero, puesto que al día siguiente encontró un letrero que decía: A media noche el gallo quedó viudo.

En el segundo grupo, el menos numeroso de todos, se dio la presencia simultánea en una persona de cierto infortunio laboral y alguna manía cleptómana, el ladrón en este caso debía atender a la dieta familiar, no era el más idóneo en los procedimientos sustractivos, y en muchos casos se trataba de alguien que de regreso al hogar encontraba a la avecilla alimentándose en la vía pública.. y de allí a que ocupara un lugar en el bolso o bajo su ala había un solo paso.

Y al fin nos toca mencionar a los que hacían de esta tarea un negocio rentable, suministrando furtivamente el producto de su lucro nocturno a alguna pensión o restaurante, con clientes fijos en la barriada, o los que trabajaban por encargo cuando alguien necesitaba un buen gallo joven, o media docena de castellanas, o una bataraza clueca. Es de recordar que era procedimiento habitual colgar a la clueca en una bolsa de arpillera por varios días hasta que se le pasara el embarazo. Rn este caso la sustracción se facilitaba por llevarla con envase y todo. El intermediario muchas veces encubría sus funciones teniendo en su propio patio un hermoso gallinero, perfectamente cercado con alambre de púa para evitar incursiones ajenas, renovado de viruta tres veces por semana, con el enrejado que permitía solamente a los pollitos llegar hasta donde se colocaba el alimento más fino y especial, y en donde en una lata de dulce de membrillo se colocaba el agua con una botella invertida con una válvula de bolita que garantizaba, como un primitivo sifón, la reposición inmediata del líquido que se iba consumiendo. En estos casos las incursiones nocturnas daban lugar a las reinversiones en aves de corral, alimentos balanceados, o semillas para la quinta donde una vez al año ingresaban también las dueñas del corral para recorrer los rastrojos.

Vamos a ver que sabemos en cuanto a los procedimientos.

Es “vox populi” que el principal escollo estaba dado por la presencia de un perro guardián, al menos un “quiltro bochinchero”. Si ya había una mistad de por medio, el problema estaba fácilmente solucionado, si no los procedimientos podían ser más drásticos, como por ejemplo el envenenamiento. Más siempre se aseguró que el perro no ataca a la persona desnuda y no dudo que esta haya sido la actitud de muchos rateros en las cortas noches de verano. Era así que resultaban mucho más seguros por alborotadores, una pareja de gansos.

El procedimiento una vez llegados al gallinero no debía ser violento, porque esto daría lugar al despabilamiento y alboroto generalizado de consecuencias fáciles de prever cuando el dueño tenía sueño ligero y el Winchester en la mesita de luz.

Así que los más avezados llegaron a ejecutar sus fechorías mediante el siguiente método que demuestra un profundo conocimiento de la fisiología y psicología animal Vistas las víctimas en la escalera, se rozaban las falanges de los dedos anteriores en forma reiterada
y horizontal, el animal molesto sin despertarse comienza a agarrar el dedo del captor hasta que finalmente como un lorito caía en manos del ratero, el segundo paso consistía en tomar la cabeza de la gallina y colocársela bajo el ala... es entonces cuando el animal se despierta pero en esa posición se lo coloca en un esquinero de la bolsa apretando firmemente para evitarle todo movimiento. Las restantes aves de corral se van colocando una a una en apretado paquete hasta completar la capacidad de la arpillera.

El cargamento no podía superar en peso la necesidad que tenía el ladrón de sujetar con los dientes el paquete y saltar cercos con el universal procedimiento de impulsarse con los dos pies, y repicar con ambas manos cuando era sorprendido “in in”.

Otro procedimiento era el químico: una barrita de azufre encendido producía un humo que aletargaba a las plumíferas. Rascatuloro ensayó cambiar de método en el gallinero de la Mayica, con tal mala suerte que por estar bastante borracho, el humo lo volteó a él y así lo encontraron en brazos de Morfeo a la hora del desayuno.

¿Quieren conocer el nombre de algunos conocidos ladrones de gallinas del Río Grande de antaño? La lista podría se extensa y debería omitir los nombres de quienes me han confiado los secretos de esta profesión, así que solamente transcribiré un artículo periodístico que da pruebas de la importancia de esta actividad; fue el 24 de octubre de 1964 cuando El Austral en su última página anunciaba:

-Un ocurrente vecino al cierre de la presente edición, nos pidió que insertáramos el aviso que a continuación transcribimos:

“Se avisa a las personas que tengan gallinas que las cuiden, ya que en la calle Tomás Espora se sorprendió a Juan Hernández (Rascatuloro), sustrayendo gallinas; pero no tuvo suerte, porque fue alcanzado por sus perseguidores y entregado a la policía”.


“Pero ya volverá a sus correrías habituales y...  a cuidar las avecitas estimados lectores”.

No hay comentarios: