Debe ser porque hoy se cumplen los dos años
primeros de la Fundación Poética de Río Grande, que todo tiene a que se inicie
nuestro relato con un verso:
La leyenda hablaba
De un entierro,
Que a veces brillaba
Por el bajo;
Y yo quería encontrar
Aquel entierro
-no para hacerme rico-
sino para no sentirme
tan debajo,
para no sentirme
-algún día-
viejo y despreciado
para no tener que arrendar
mi corazón...
Estas palabras se corresponden a una canción
de Tito Fernández, que el martes pasado Alida recordó en su contenido más no en
su título. Ella aludía también a aquel programa mío de los domingos que solía escuchar.
Y yo le indiqué esta otra alternativa dominguera, estos Rastros en el Río que
ahora tiene en su mirada oscura. No vamos a transcribir íntegro lo que Tito
dice, porque si fuera así esta no sería mi historia; si diré que el tema se
identifica como El Entierro y forma parte de sus precarias grabaciones en el
exilio.
Pero hoy el tema será el de los tesoros.
Fernández piensa que se trata de trabajo. Yo que “busco en lo profundo” desde
nuestra fundación con Patricia Cajal y Fredy Gallardo, creo que está en la
palabra. La gran mayoría cree que son oro, y de plata, de dólares...
Gabriela no sabe que durante las últimas
semanas, mientras realizaba cada una de las fotocopias que le piden los
clientes, en ese trámite que es el más incómodo de su trabajo, desviaba la
vista y miraba aquellas tres revistas que no compraba nadie. El último número
de Todo es Historia encerraba noticias sobre un tesoro escondido en la nota de
Marinos y Náufragos que Horacio J.Guido firmó a partir de la página 76. Y en lo
que subtitula El Tesoro Sumergido, se dan noticias sobre el naufragio del
Purísima Concepción, navío que hacía viajes ente España y los Virreynatos de
América y que naufragara en la costa fueguina a fines de 1764. El Purísima
Concepción –a la que historiadores anteriores al Belza llamaban equivocadamente
Gurruchea por el nombre del capitán- sería salvada por sus tripulantes que
construirían con sus restos en Buen Suceso, en una empresa que con el tiempo
sólo repetiría Luis Piedra Buena y su gente. En aquellos incidentes nacería en
la costa nuestra la primera misa, y una historia de amor que no hace mucho
tiempo nos contara Enrique Inda.
Pero el detalle interesante es el siguiente,
el navío conducía caudales públicos.
Cuando ya convertida la Purísima.. en la
goleta Nuestra Real Capitana de San José y las Animas, alias Buen Suceso, zarpó
y entre mil penurias llegó a Buenos Aires, la Real Audiencia tomó cartas en el
asunto. Tras el juicio se descubrió que no existía mención alguna sobre los
caudales transportados. No existen datos sobre la suma de los mismos. Nada se
dice en actas que fueran reembarcados. Preguntándonos nosotros que destino le
dieron a todo aquello.¿Nos esperan en el extremo oriental de esta Isla Grande
entre las cuadernas destruidas por el tiempo y las aguas de la nave que se
convirtió en un cofre secreto?
Los pobladores del sur me han repetido
historias de tesoros enterrados.
-El tesoro de Cambiazo. ¡Vaya a saber donde
está!
-¿El oro de Popper?
-Probablemente en la punta que lleva su
nombre. Esa que se avista misteriosa en las grandes bajamares, desde el
murallón que hizo Chiquito..
-¡La historia mi amigo!
-¡La leyenda!
-La noche de San Juan, una luz, algo que
brilla, y hay que salir a desenterrar fortunas.
-El viejo aquel que murió sin familia.¿qué se
hizo con su plata?.
-La guardaba en un tarro, enterrado está en su
patio.
-Ese dinero ya no vale nada..
-¡Pero se habla de monedas de oro!
Yo, como muchos del sur, tuve un abuelo que
fue rico. Como hizo fortuna se fue. Se iban los estancieros, se iban los
funcionarios, se iban los curas... Se quedaban los que no tenían mas remedio,
fortuna, libertad, coraje... Aunque mi abuelo que llegó al archipiélago hace
justo un siglo, se fue, por él existe mi historia.
+++
La
tercera permanencia de Mateo en Tiera del Fuego resultó ser las más exitosa de
todas. En 1891 llegó a Lénox donde apenas logró unos gramos, los suficientes
para mandar a buscar al hermano menor a Brac y para comprar un sitio al sur de
la creciente Punta Arenas. Cuando llegó Miguel realizó su segunda incursión,
esta vez en el Río del Oro, pero entonces lo espantó la muerte: sin saberse el
motivo se inflamaban las fogatas con un viento que surgía de la tierra. Un
fogonazo, un estampido también, y alguien próximo al lugar terminaba su vida
abrasado por el maldito fuego enloquecido. Corrieron las leyendas, la
superstición pulseaba con la ambición. Sacaron lo justo para comenzar la casa,
y mandar a buscar la ahijada de Mateo para que fuera su esposa siguiendo la
antigua tradición del pueblo.
El mayor de los Martinovich no esperó que la
Nedielka llegara, mientras el hermano menor carpintereaba una mediagua para
fundar la familia, él salió al encuentro de la fortuna nuevamente, la fortuna
que no podía escapársele de las manos. Y ahora sí, las arenas auríferas de la
Isla Grande fueron generosas con el buscador solitario, el regalo se medía en
doce botellas de oro en polvo, esas que golpeaban, perfectamente distribuidas
según su peso, en los flancos del cansado pilchero.
La estancia que se levantaba frente suyo lo
albergaría aquella noche, después quedarían cuatro días de marcha para
convertir todos sus sueños en proyectos, un velero, todos los horizontes, un
gran taller, un buen pasar. Tras una colina que protegía del viento al nuevo
establecimiento donde el ovino comenzaba a incorporarse al paisaje, fue
enterrando –prolijamente- una a una la docena de botellas de oro; no era cosa
de hacer ostentaciones que podrían incitar la codicia de otros que nada habían
hecho por merecer tanta riqueza. Así descendió hasta la hondonada para
chuletear con la peonada, hasta que ala puesta del sol –el alto sol de enero-
se lo invitó a dormir en la carbonera. Muy de madrugada, unas cuatro hora en el
sueño, fue asaltado por tres apremiantes sombras, las mismas que habían pretendido
emborracharlo después de la cena. Con tres cortos corvos quisieron intimidarlo
para que confesara el lugar el enterramiento. Los brazos del dálmata recién
despierto fueron ciegas aspas que golpearon desordenadamente a sus atacantes
consiguiente al fin escapar, perseguido por los perros, descalzo, sin
cabalgadura y con un tajo muy cerca de sus vergüenzas.
Mateo no pudo volver por su tesoro.
Gobernador por el odio a aquellos
“estancieros” que le habían arrebatado su fortuna armó finalmente un negocio en
casa esquina en la ciudad del estrecho. Allí ncieorn sus doce hijos a los
algunas noches, cuando el “rakia” se evaporaba en su cerebro prometía la cuarta
quimera del oro, viajando hasta la zona del Río Grande, donde en una estancia
–confiaba el secreto a voces- seguía enterrada la fiebre que lo trajo a
América. Se relataba que el mal carácter de Mateo lo había llevado a matar el
gato de la chilota, esa que vivía a media cuadra, cuando asaltaba como de
costumbre el galponcito donde se ahumaba el pescado. Las hijas hacían cruces
cuando recordaban la maldición; el clavo aquel atravesando las tres medias
suelas de la tosca bota de empedrador, y la podredumbre que invadió la casa.
Aquellos siete días, aquellas siete noches en
que el Dr. Bencur –su tocayo- concurría sin poder hacer nada como no sea
escarbar en su carne podrida: la población estaba sin remedios, no se
encontraban sulfamidas, la Gran Guerra que recién comenzaba se los llevaba en
otros barcos a otros dolores en el mundo.
De los nueve hijos de Mateo que repartieron su
existencia por la Patagonia argentina-chilena vinieron oleadas de nietos y
aluvión de bisnietos, al tiempo de recordarlo se ha perdido el número exacto de
los integrantes de la cuarta generación con niños que ya no llevan su apellido.
Entre ellos corren con diversas versiones, sin saberse cual es la más real y la
más fantástica, la aventura del Nono que perdió tanta riqueza.
Un ex administrador de la Segunda me confió
que conoció a un viejito de Castro que todas las noches de verano después de
cena salía con una pala pocera a dar un misterioso paseo. El entonces cadete lo
siguió una tarde y al verse descubierto, el viejo, le confió entre puteadas las
historia del austriaco que había enterrado mucho oro, sin que se lo encontrara nunca.
También recordamos en rueda de su gente, hoy
de tantos colores y acentos distintos al suyo, que el viejo finalmente se ganó
la vida –muy bien ganada- empedrando calles y explotando una hijuela que nunca
le fue propia.
Eso sí, ninguno de los que sabemos la historia
volvimos por su enterramiento, esa fortuna le sigue perteneciendo solamente a
Mateo Martinovich.
1 comentario:
Hola Mingo!
Anoche, estuve buscando algo que había leído una vez relacionado a la temática del artículo, interesante por cierto. Aunque no encontré lo que buscaba, vagamente recuerdo que se trataba de unos buscadores de oro en la tríada de islas chilenas en la boca Este del Canal Beagle, que debieron partir raudamente en botes - creo era por un temporal - dejando su cargamento de oro en recipientes en aquellas islas.
No obstante, a la mano tengo este relato de Irma Kovasic de Stanic, nacida en Porvenir en 1910, y que relata un recuerdo interesante: "Mi esposo estuvo acá con mi suegro, en 1902, y trabajaba en la Ruby. Los traían con el abuelo para juntar vellones de lana. Él tendría 10 o 12 años. ¡Ahí le sacaban el jugo! ¡Pero Cullen era el lugar de más oro, donde estuvo Popper antes! En el oro ellos pasaron de todo, mi papá (Esteban Kovasic) contaba que pasaban cosas buenas y malas. ¡Traían unas máquinas y armaban campamento ellos mismos, como podían! Llevaban las cargas con caballos y las traían así. ¡La gente tenía que tener atención para todo, porque no se podía confiar uno en el otro! ¡Ellos tenían que cosechar el oro y después buscar un lugar para esconderlo! Con mucho cuidado, sin que nadie sepa dónde y qué, porque cuando se querían acordar venían a buscar su mercadería y no encontraban nada, porque ya les habían revisado todos los lugares".
Un saludo Mingo ... !
Hernán (Bs. As.).-
Publicar un comentario