Eskiltuna y Solingen, al filo de la memoria

Mi padre fue garreador durante muchos años en trabajos frigoríficos.
Al iniciarse cada temporada recibía para sus tares un cuchillo que debía cuidar durante toda la faena y luego quedaba a como de su propiedad.
Había en casa, en las distintas casa en que vivimos, un cajón que ocupaba un lugar en la cocina hasta que con el tiempo hubo un galpón que eran tu taller, allí estaban los diversos cuchillos cada uno en una vaina que Don Oscar iba haciéndose y sobre la cual con el tiempo llevaba estampado, con letras logradas con un alambre caliente, el año de su procedencia.
En algún momento prometía ordenarlos en un tablero porque eran una acreditación de lo que había hecho, pero esa deseo que fue disolviendo con los años.
Ocurría que su historia parecía interesar a pocos, o eran siempre los mismos los que recibían una explicación que ya conocían sobradamente.
El discurso eventual partía de explicar lo que eran el trabajo del garreador, que resumiéndolo eran separar el cuero de cuerpo del animal, tarea que ponía en juego el filo del cuchillo y la habilidad de quien lo usaba para conservar íntegro ese cuero.., para más tarde de un solo tirón desprenderlo a lo largo de todo el lomo del animal..
Después venía el tema de los años, y de la decadencia de la calidad de ese acero sueco. Cuando recién entró en la tarea se faenaban muchos animales que en los últimos tiempos. Esos cuchillos mostraban una anchura superior al de los últimos años. No habían necesitado tantas afiladas, trámite de eficiencia, lamentablemente desgastante. Pero ahora el mismo acero estaba  reducido, puesto que perdía filo y el afilado iba afinando su porte, y eso que ahora se faenaban menos lanares.
Un día en que la muchachada entro a crecer mi padre creyó oportuno realizar obsequios filosos para los casamientos.
Uno de los cuchillos. Seguramente el más viejo. Fue a parar a la cocina de Julia cuando se casó con Emilio; casi al mismo tiempo en que mis padres se unieron en matrimonio.
Mi padre no solo que hizo entrega de la herramienta sino que intentó hacer una serie de recomendaciones sobre su uso que tenían más de poético que de técnico, sobre el uso del instrumento.
La segunda entrega fue para un sobrino que se casó con una alemana –allá en las tierras del origen- y no pudiendo llegar para la boda lo acercó por un correo humano –es decir fue pasando por varias manos viajeras- hasta que un día pudieron leer las recomendaciones sobre su uso, agregando la superioridad del acero sueco sobre todo otro, incluyendo el alemán, no imaginando que podría interesar esto a quien debía usarlo.
Yo, es decir nosotros, también recibimos nuestro cuchillo en su momento. Y para cuando nos separamos quedó en manos de ella que mucho lo había querido al viejo. Sobre ese tópico no hubo discusión.
Yo tengo ahora el eskiltuna que había sido de mi madre.
Como somos de una cultura de la edad de hierro, avanzábamos hacia la era del acero. Y allí aparecía otro elemento doméstico. Pero este no se regalaba. Eran las navajas Solingen, a las que se las conocía también por el dibujo de su isotipo: arbolito.
Mi padre tenía seis, uno para cada día de la semana laboral.
Faltaba una para el domingo, pero en esto mi padre se permitía no afeitarse en esa fiesta de guardar, dándole un descanso a las irritaciones acumuladas en cada jornada.
Él, que solía embarcarse en tareas rudas, solía afeitarse al terminar la jornada. Y llegaba a la mesa de la cena airadamente perfumado en lociones, y su almohada estaba impregnada de estas sustancias after save.., generalmente old spice.
Cada tanto las llevaba a un peluquero que les hacía un afilado que mejoraba sus corte, más allá de la asentada cotidiana que realizaba a la herramienta. Cada tanto las rociaba de talco, y todas ellas estaban guardadas en una caja de cartón, sin tapa.
Pero un día terrible tuvo un accidente que lo dejó con fracturas múltiples: omóplato partido, clavícula quebrada, y tres costillas rotas. Duro y pesado yeso, y por entonces no había kinesiólogos para facilitar una rehabilitación. Con ello cuando pudo volver a afeitarse no pudo. Levantaba la navaja y el pulso le temblaba, se puso tan nervioso e insistía, pensé que se iba a degollar.
Terminó haciéndose afeitar una vez a a la semana con el peluquero, pero varios días se encontraba molesto porque los pelos se le daban vuelta y lo pinchaban, programa que yo temí heredar porque siempre pensé dejarme la barba cuando fuera hombre.
Así que para un día del padre recibió de regalo, trámite materno de por medio, una Phillip Sabe de tres cuchillas. Con patillero.
Pasó un tiempo y un día le tocó morir. Pidió un espejo y vio que estaba demacrado y desprolijo. Para lo primero no había remedio, para lo segundo se podía pedir ayuda. Daniel Masman, el enfermero, lo afeitó con una de sus navajas, la de los martes, que mi padre pidió como la más apropiada dada la barba acumulada. Cuando el ayudante había terminado y se vio bien en el espejo hubo una demanda más: que le corten el bigote. Entonces apareció mi padre con otro rostro, el que nunca había visto, aunque mi madre decía que estaba idéntico a cuando lo había conocido. Después, ya muerto, lo miraba en el cajón, y no era mi padre el que estaba allí.
Agrego que Masman se llevó de regalo la navaja que el uso en ese momento, y bien la merecía…
Pero como no quiero finales tristes para estos recuerdos voy a mencionar otra relación para Eskiltuna y Solingen: Visitaban nuestra casa dos comadres que eran particularmente chismosas, y con sus prédicas destrozaban reputaciones del vecindario. Cada una hacía sus cortes y disecciones sobre la existencia del prójimo. Mi padre, que era bueno para poner nombres, le llamó a una Eskiltuna, y a hora Solingen, y creo que ella nunca lo supieron..

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