Mensajes en una botella Un cuento de Oscar Domingo Gutiérrez

Cuando el finado Zapatino regresó a Río Grande pensó que tendría la misma suerte de antes.
Y el antes figuraba en el pasado hacía más de un lustro. Entonces había bordeado la costa atlántica, de norte a sur: y en un paraje que tenía por secreto encontró tanto oro que le cambió la vida.
Si se quiere no fue tanto lo que cambió, volvió a lo que había sido antes su forma de vivir: jovencito llegó de Italia donde su padre lo había mandado a estudiar, y se encontró con el viejo achacado de mil males y una compleja red de inversiones  administrada por un primo.

Ese primo había quedado huérfano y llegado en carácter de polizon  con una carta desesperada de su madre. El niño la leyó puesto que el tío no sabía ni leer, ni escribir, en ella pedía compasión con sigo mismo, y el padre de Zapatino, con los ojos llenos de lágrimas lo recibió con un gran abrazo.
El niño sumaba muchas habilidades: había hecho escribir a la madre que no sabía escribir, y traducido la carta de la lengua toscana al lunfardo, el idioma de los porteños.
Pronto quedó como depositario de la confianza para que fuera encargándose de ver cómo era la empresa familiar, que consistía básicamente en una casa pensión, pensión de cama y pensión de mesa, una hijuela, y una empresita empedradora de calles.
El negocio comenzó a prosperar.
Cuando el padre de Zapatino vio que por la habilidad de su sobrino crecía su capital sin mucho trabajo pensó en que si al hijo le daba mayor instrucción toda esa felicidad se catapultaría a su regreso.
Zapatino fue embarcado con pantalones cortos todavía rumbo al pueblo del origen, llevaba un carta escrita en italiano para el párroco de su destino.

Era uno de los pocos pasajeros que viajaban en primera.

El tiempo pasó, y un día regresó a Punta Arenas. El primo, un hombre elegante lo recibió con cara de preocupación: el padre estaba agonizando. La madona había querido ese encuentro entre padre e hijo, encuentro que sería feliz.., salvando al menos en un abrazo todos los afectos postergados.
Pero la llegada a la casa pensión demostró que la fortuna no estaría de su lado. Todos, empleados y pensionistas estaban en un mar de lágrimas.

Sin entrar en mayores detalles Zapatino pudo comprobar, poco después del entierro, que la fortuna tampoco estaría de su lado, también en otros aspectos: nada que lo que se veía, y de lo que no se veía –que decían estaba en el banco y era mucho- nada le pertenecía, todo había sido registrado minuciosamente a nombre del primo. El primo que, como única oferta le ordenó ponerse bajo su tutela, y realizar los humildes y vejatorios trabajos con los que había inaugurado su hora americana.

Al poco, el nuevo pobre, caminaba por las costas fueguina, con su pesada carga de herramientas dispuesto a salir rápidamente de la pobreza con la fortuna que le ofrecía algún placer aurífero.
Y esto se dio tal como esperaba. ¿Quién le había enseñado a buscar oro? ¿Quién le había advertido sobre el lugar preciado? Con el tiempo diría que fue la Santa Madona.

Pero no se podía llevar todo lo que estaba a disposición de su trabajo, solo una parte, la que podía contener en sus alforjas, y ya se vería cual sería el imperativo del futuro. ¡No era cosa que alguien supusiera que ese caminante era un hombre rico y procediera a asaltarlo!

La fortuna estaba de su lado y con ello en Punta Arenas se sucedieron los hechos más alegres: Compró en el Barrio Sur un cuarto de manzana. Levantó casa en esquina donde instaló un almacén de menestras. Y comenzó a bien vivir. Zapatino era, no obstante cierta negligencia para los trabajos violentos, un hombre de modales prudentes, y con ello no cayó en el derroche: buscó mujer, y no la entró de inmediato entre las familias italianas, había cierta animadversión de los paisanos viendo los entreveros que habían distanciados a todos ellos, los consideraban como gente de poca confianza.
Pero en algún momento se dio la cosa como para casarse con una gallega, cocinera de oficio, a la que conocía de pequeña, pequeña aprendiz, en la antiguo pensión: ahora propiedad del primo con el que nunca llegan a cruzarse en una esquina de la creciente población.

Zapatino disfrutaba por la mujer que tenía, pero más que nada porque había sido sustraída al imperio del primo, el hombre que había sido su calvario.

No era hombre de negocios, el almacén se movía discretamente y un día la mujer le avisó que ya no había tanto oro en la lata, para sacar a vender y seguir teniendo en nivel de vida al que estaban acostumbrados.

Zapatino, caminaba por las calles que había empedrado su padre y su primo, visitaba los clubes del centro de la ciudad, bebía un capuchino, ordenaba compras para las menestras en una casa mayorista, compraba el diario –que era vespertino- y volvía con tema de conversación para confraternizad por la…Zapatina. Entre los dos se dieron a la tarea de tener hijos, que llegaron a ser cuatro, al momento que los alcanzó la crisis.

La Zapatina le preguntó que pensaba a ser para remedir la iliquidez que se venía encima. Y el con un gesto de la mano la tranquilizaba. Luego se dormía en una silla mecedora, y la cosa andaba de peor en peor.

Un día la mujer pensó en hacer algo de su parte: ya no podían tener cocinera, y ella agarró las ollas.., no la avergonzaba ese viejo oficio, pero la que si se resistía era la hija mayor a la que exigía ayuda en la tarea.

Hubo discusiones entre marido y mujer, hasta que un día Zapartino sacó las últimas pepitas de oro, y con ellas fue a cambiarlas en lo de un proveedor de ultramarinos advirtiendo que se estaba pagado el gramo mucho más de lo que se había abonado antes.

Era cosa de ir a la Tierra del Fuego, y con mucho menos oro que obtuviera recibiría mucho más.

Si salvamos las dificultades del camino llegaremos a este momento en que presenciamos la siguiente escena: desemboca un chorrillo al mar, el mismo que hiciera rico al italianito, pero en su entorno hay evidencias de que ha sido escarbado en toda la extensión de su desembocadura, todo olía a mercurio.

Cuando llegó a Río Grande pidió alojamiento en el hotel Miraflores, y dijo que entregaba las herramientas como parte de pago, hasta que recibiera dinero de Punta Arenas. El dueño dudó que esto fuera tan fácil pero se quedó con todas las pertenencias, después le consultó a su mujer –que era la que tiraba las cartas en el pequeño pueblo- sobre que habría de cerca en todo eso, y ella le dijo que le duraría poco su pensionista.

Para todo esto Zapatino hizo lo que no había hecho nunca: promover un acercamiento con el primo.

En algún momento se le había pasado por la mente la idea de hacerlo, mostrarle la fortuna que el minero había logrado en poco tiempo –sin engañar a nadie- y unirse, el bueno con el malo, y entonces si pelechar de lo lindo en variadas empresas. Por otra parte el primo había envejecido aceleradamente, no tenía familia, y en quien iba a quedar por herencia todo lo logrado.

Algo así, pero con menos pretensiones le propuso en una carta con escribió con letra grande y redonda, que colocó luego en una botella, y que fue a arrojar desde el cercano muelle de la Ayudantía Marítima.

Al día siguiente fue a esperar la respuesta, pero la respuesta no llegó. Envió otra carta, por el mismo correo, y no pasó nada.

Para entonces su actitud fue dimensionada, y su condición de moroso denunciada a la policía. El comisario dijo que no podía hacer nada, el cónsul chileno tampoco porque no era ciudadano de su nacionalidad, y pronto, desalojado del Miraflores se convirtió en una presencia indeseable en las calles de la aldea, y en los gallineros donde era un depredador que se comía los huevos crudos.

Zapatino brincó de alegría el día que vio flotar el subir la marea una botella que indudablemente traía el mensaje esperado. Pero ya se imaginan amigos lo que pasó: no era nada más que una de las que el envió, que al no llegar a destino, regresaba al lugar de origen.

Vinieron a darse las cosas ya que por humanidad se presentó en la localidad la Cruz Roja de Porvenir, que venía a hacer su colecta anual, y se llevaron a nuestro personaje hasta el otro puerto, el chileno, de allí por gestión de carabineros embarcado en una goleta, y en cuando llegó al puerto de magallánico fue  internado en el Asilo Magallanes.

Como correspondía la Zapatina fue informada de los pesares del Zapatino, entonces la empobrecida mujer fue a visitar al cretino del primo y se postró a sus pies.

Al tiempo convivían, mientras crecían los rumores, sobre todo entre peregrinos que subían al Cerro de la Cruz y señalaban la casa de uno y de otro.




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