Había un orden que cambia con la llegada
del invierno.
Mi cama se mudaba a la pieza de mis padres
y el dormitorio permanecía cerrado la noche y Buena parte del día.
De esta forma me conseguía concentrar el
calor que partiendo de un calentador de fierro, sobre el pasillo de la casa,
invadía levemente los dormitorios. Cerrado uno, se beneficiaba el otro.
No es que haya cambiado la temperatura,
cuando me fuí hacienda más grande esta situación cambió y ya no hubo mudanzas
de cama. Algún pudor se impuso sobre la necesidad de abrigo.
En los primeros tiempos la bolsa de agua
caliente era presencia obligada en cada cama. Se le llamaba guatero, pero no
iba a la guata, sino a los pies. Yo no soportaba dormer con media pero había
quien lo hacía. Mamá que siempre cosía me acercaba pedazos de tela con los que
hacía gorritas para ella y papa, y también para mi, pensando que de esta forma
protegería del chiflete nuestros cráneos. El chiflete siempre estaba presente,
por algún lugar difícil de determinar, llegaba ese delgado hilo de aire frío
que ostigaba las partes descubiertas de nuestro cuerpo.
Con los años la bolsa de agua caliente vino
más segura: ya no era el simple tapón, sino que el tapón se atornillaba.
Siempre se hablaba de un descuido que terminaba por abrirla y quemar a su
dueño, o bien dejar en pésimas condiciones al colchón.
Hubo un tiempo que mi padre contrajo
reumatismos varios y se le recomendó ladrillos refractarios. Los consiguió de
un horno en desuso y se calentaban en la blanca cocina económica. Como raspaban
se los envolvía en una frazada vieja, más tarde mama le hizo una funda y
también tejió una funda par alas bolsas de agua.
Me parece que en invierno los sueños eran
diferentes, duraban más y ocurrían en tiempo real.
Ya para finales de mi adolescencia estos
elementos de calefacción nocturne habían desaparecido. Mamá planchaba las
sábanas –al menos la de abajo- antes que uno fuera a dormer. Quedábamos con ese
olor particular de la tela tostada, y al mismo tiempo espantaba la humedad que
hacía sentir aveces las sábanas como si fueran de lata.
No era usual tener calefacción en los dormitories.
Los vidrios amanecían mostrando una telaraña de hielo que solíamos raspar para
mirar afuera. Una vez dibujé en ellos un corazón y un nombre.
Al ancochecer se entraba la ropa congelada.
Se la traía del cordel que había en el patio. Colocada frente al calentador sus
estáticas figuras se iban derritiendo, en agónica danza. Cuando terminaban en
el suelo se las preparaba para planchar.
Ese era trabajo nocturne de mi madre:
planchas la ropa, escuchar la radio y preparer el pan. Mi padre al despertar
temprano terminaba de sacudir la masa sobre la sólida mesa, produciendo un
ruido que despertaba al vecindario. El pan luego iba al horno y en cierto
momento, cuando el se había ido, corríamos a levantarnos para comer pancito
caliente. Él no lo consumía de esta forma, decía que era malo para la digestion.
El perro debía dormir afuera, para eso
tenía su cucha.
El gato tenía su lugar de privilegio bajo
la cocina. Cuando andaba adormilado y lagañoso se decía que el artefacto gasificaba
mal –estaba adaptado a gas, con un grueso quemador- entonces se debía limpiar
la instalación que volvía a tener una perfecta llama azul. El gato comenzaba a
andar major y si antes el gas hacía picar los ojos ahora ya no lo hacía más y
su combustión se volvía silenciosa. La cocina tenía un caño de salida que en
muchos casos buscaba lugar por una ventana, formando un codo que emergía por
uno de los pequeños vidrios que componían esta entrada de luz.
La cocinas adaptadas permitían que si no
había gas se las pudiera cargar con leña la que siempre había en cierta
cantidad y convertida en estilla, secándose en el horno cuando no se usaba.
Como el agua tendía a congelarse siempre
había un delgado hilo que salía de la canilla.
En invierno desaparecían los vientos. En el
patio había un avión de madera a modo de veleta. Generalmente por su quietud y
las inclemencias del tiempo solía congelarse.
El gallo cantaba más tarde y las gallinas
dejaban de poner. Un día una de ellas fue subiendo a un sauce buscando calor
solar en la altura. Y no la pudimos bajar. Pasó una noche y al día siguiente mi
padre la tocó con el mango del rastrillo: el ave de corral había muerto
congelada. De imprevisto cayó sobre sus patas que la dejaron colgando como un
singular murciélago, boca a abajo.
Yo me fui olvidando de muchas de estas
cosas, el invierno era el tiempo de los trineos y los patines, de jugar al pirata
o la latita. Si se cortaba el gas en la escuela teníamos gimnasia de continuo para
entrar en calor. Tal vez al día siguiente todo los problemas se superaran.
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