Ya ha pasado más de un mes de la muerte de Cacho Sevillano.
Un recuerdo que nos enmudece. A poco de su deceso Edith me dijo en la práctica
de Taichi si iba a escribir algo sobre él. Yo pensé que la situación se daría a
su tiempo.
Hace muchos años fui a visitarlo con el propósito de sumar
sus recuerdos a los del programa Fronteras del pasado, el se excusó hablándome
de su juventud –por entonces tenía menos años de los que yo tengo ahora- y como
ejemplo me recordó a otros vecinos a los que podía consultar.
Nos fuimos encontrando muchas veces en todo este tiempo,
evidenciando siempre su alegría de vivir.
Hoy por la tarde despertó mi recuerdo, y el ánimo por
escribirlo.
Eran los primeros años de mi escuela secundaria, cuando el
Don Bosco funcionaba en la Escuela Nacional Número 2, buena parte de las
profesoras eran maestras con buena voluntad cubriendo asignaturas que en otros
parajes hubieran estado en manos de profesores.
Entre ellos, en Castellano, teníamos a Ana María Bares, la
hija mayor del Checo, un particular transportistas de los que hacían fortuna
trabajando en el norte fueguino.
Las clases de castellano estaban entre la primeras del día,
y a ellas llegábamos con desperezos pendientes.
En medio de esas circunstancias, y superada la motivación inicial,
la cual iba siempre luego de que tomara asistencia –tarea que en algunos casos
encomendaba a algún alumno- venían las explicaciones: sus palabras y lo que se
escribía en el pizarrón (negro y con tiza todavía).
De tanto en tanto Ana María se daba cuenta que nos estábamos
dispersando, entonces se volvía sobre la clase y decía enérgicamente: -Hablo yo
o pasa un carro. Con lo que conseguíamos despabilarlos.
Un día pasó lo que nadie hubiera esperado: ¡pasó un carro!
Era el carro de Carballo que venía con algunos muebles que se despachaban para
la secretaría del establecimiento, desde la lejana Misión Salesiana.
Todos fueron acercándose a las ventanas, incluso la docente,
y quedaron absortos en el mirar el brioso comportamiento de los cuatro
caballos, de escuchar las puteadas del carrero, de apreciar el trabajo de bajar
la carga.., situación que había quedado en manos de unos pocos alumnos de los
años superiores. Ana María también estaba entre los que miraban y un largo rato
después, cuando el carro se fue dejando los animales un rastro de bosta todos
fueron volviendo lentamente a sus lugares, pero llegó el timbre que selló el
momento de la despedida.
La maestra de Castellano no volvió con su cantinela del
Hablo yo o pasa un carro..
Y unos días después los alumnos fueron testigos de otra
visita que causaría mayores cambios de rumbo en la muchacha aquella que no
hacía tanto había estudiado el magisterio en el norte del país, y ahora lo
ejercitaba con sus jóvenes vecinos.
En la puerta vidriada apareció una sonriente figura
masculina que gesticulando trataba de llamar la atención, mientras la docente
estaba ensimismada escuchando a una de
las alumnas que daba su lección.
Distraída que estaba no se dio cuenta que la adolescente le había dicho
terminé, con lo que ella tuvo que acercarse, tocarle el hombre y decirle: -¡Hay
un señor afuera!
El señor era conocido por buena parte del alumnado, uno de
los hermanos aquellos que trabajaban la madera, con una carpintería que tenía
el padre cerca del Batallón, o un establecimiento que funcionaba por el lado
del Lago.
Cacho venía del campo, polvoriento, pero bien peinado:
brillaban sus oscuros cabellos y había señales que unos minutos antes habría
estado en el baño del colegio emprolijándose del trajín de un largo viaje.
La señorita Bares se sobresaltó y en tres trancos ya estaba
afuera. El hombres de dio vuelta y con su espalda junto a la puerta no dejaba
ver nada a los alumnos que comenzaban a cuchichear. Al rato la maestra entró,
los murmullos se transformaron en carrasperas.
Ana María le dijo a la alumna que esperaba en el frente:
-Siga con su lección.
La alumna le contestó:-¡Ya terminé! Pero como no recibió
ninguna respuesta insistió diciendo: -¿Hablo yo o pasa un carro?
Se estaba pensando en una boda.
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