RASTROS EN EL RÍO 1991“De cómo una figura, que algunos identificaban como El Viejo de las Chivas, desde su silencio y su misterio daba luz por la larga avenida del viento.”

Más allá de la frontera del poblado, aún más allá de donde algún día estuvo el criadero de visones, vivía Linares.

Me contaba mi padre que llegó empleado de Aduanas casi a punto de jubilarse, y quiso el destino que su compañera muriera en esta tierra alterando la esperanzada paz de su alma y condenándolo a persistir en una vida que se traducía en un continuo peregrinar a lo largo de la casi inexistente avenida Belgrano.

Una arpillera bajo el brazo era la característica de su viaje de ida; y por la vuelta cargaba sobre sus espaldas el leve peso de las astillas de madera que obtenía a veces en La Anónima, pero casi siempre en los embalajes del almacén del Gliubich.

Su largo sobretodo pardo y el rubio encanecido cabello le fueron dando una presencia enigmática que a los más chicos servía para distanciarnos de su paso.

Pero fue siempre Linares una figura esencial en el meridiano del barrio.

¿Quién lo acompañaba junto al candil multiplicando sombras para cada atardecer, en esos tiempos en que lo envolvía la pampa?

¿Qué hacía con el dinero de su jubilación que se aseguraba cobraba religiosamente?

Su casa no era fácil de encontrar en los últimos tiempos, había que seguirle los pasos como yo lo hice, y descubrir que vivían en los fondos de una vivienda amarilla, en un corazón de manzana con salida por Rivadavia.

Los embalajes livianos, preferentemente cajones de fruta, ocupaban el doble del volumen de su choza –hojalata corroída, piso gris de tablas terrosas, una galería de trastos para su ingreso, y una cohorte de gallinas que imagino regulaban su alimentación.

-No voy a poder atenderlo, tengo mucho que hacer aquí –se había despojado de su abrigo y dejaba ver así ropas grises de original factura, un voluminoso pañuelo abuchándole el cuello, los ojos más claros y la melena acaramelada –Tengo mucho que hacer, no voy a poder atenderlo aquí.

Las manos eran casi grises. No fijaba su mirada en mí, sino se extraviaba entre las tablas que había ido acumulando, en el fondo de su morada un leve humo delataba la cocina.

Linares no me reconocía, había invadido su intimidad, la zona de exclusión del ermitaño, además de los visto solo sabía que tenía más de ochenta años, y una salud propia de los monumentos históricos.

Linares seguía por las calles viendo como se iban levantando uno tras otro los comercios, las viviendas elegantes de los ruralistas, el cuartel de los bomberos, la nueva comisaría, Aerolíneas...

Seguía caminando con su carga a cuestas, de pronto por el pavimento, sin respetar los semáforos, en invierno y en verano, siempre hasta el negocio de Ormiston.




1 comentario:

Anónimo dijo...

... Qué buena nota Mingo, con un halo de misterio y de "querer saber más" sobre la vida de este personaje fueguino.
En la foto se lo ve como una persona de estatura más bien alta, y delgado, como de cuerpo acostumbrado a las recorridas con cargas ...
Espero conseguir este libro, en papel empírico, jaja, pero mientras tanto puedo tener algunos adelantos digitales ...

Slds,
Hernán.-