Mi padre tenía una extraña reacción que el
identificaba como alérgica: no soportaba tocar la piel del durazno.
Y cada tanto recordaba que ese fruto no tenía
cáscara, era piel.
Y su piel no soportaba la del durazno.
Si por casualidad llegaba a rosarlo retiraba
la mano como si se estuviera quemando, y luego se miraba el lugar, buscaba una
llaga invisible, y decía que un dolor se había instalado en él.
Pero el problema estaba en que era la fruta
que más le gustaba.
De por sí consumía gran cantidad de huesillos
hervidos, pero no era lo mismo. Aquello era el tradicional postre de las
estancias, lo otro un “bocatto di cardinale”, como solía pontificar.
Cundo aparecían duraznos en el comercio venía
con varios de ellos, frutas que el dependiente había envasado a su pedido, pero
él no los había tocado. Ya a la hora del postre mi madre con su cuchillito de
las papas lo dejaba en carne viva y mi padre lo iba comiendo, jugoso, sintiendo
escurrir el jugo de la fruta por su barbilla.
Siempre que se comía duraznos, aunque fueran
en almíbar y en lata –recuerdo los de marca Inca- aparecía la historia: era
alumno de los capuchinos y una tarde de sol con otros dos amigos invadieron el
jardín y consumieron de una árbol, árbol del prior, los sabrosos melocotones.
Los padres no tardaron en darse cuenta de lo que había pasado. Fueron en
búsqueda de frutas y no encontraron ninguna. A la hora de ir a la cama
reprendieron al conjunto de los alumnos. Por la noche uno despertó con fuertes
retorcijones, el otro con una cagadera infernal, pero mi padre niño solo con su
culpa. Esa culpa, el pensaba, se tradujo en su reacción al tocar los duraznos.
Una vez ensayamos humedeciendo la fruta.
Entonces papá tomó coraje, la tomó en sus manos, y como no sentía nada la comió
entera. Le sobrevino a las pocas horas una cagadera ancestral.
Otra vez trajimos damascos, y nada le paso.
Los tomaba en sus manos sin que le produjeran la menor urticaria, y los comió
sin ocasionarle ningún trastorno.
Cuando fui a estudiar al norte disfruté de la
buena fruta que desconocíamos en el sur. De los pelones, ue aquí no llegaban y
fue por eso que en un bolsillo de mi blazer del secundario –que todavía seguía
usando- traje uno de ellos que entregué a mi padre ni bien nos encontramos en
la pista de Río Grande. Papá no se atrevía a tocarlo, pero luego vio que se
bien era como un durazno, no tenía pelusa. Lo guardó en su bolsillo y camino al
pueblo, en el taxi de Barrientos, lo comió alegremente mientras yo contaba
cosas de ese mundo que estaba descubriendo.
Me había comprado un vaquero, de una tela a la
que llamaban piel de durazno. Se lo mostré y pedí que la tocara. No era un
imitación perfecta, puesto que nada alteró su tacto.
Al año siguiente llegué con otra novedad. Un compañero de familia turca, turca en
serio no árabe, me había enseñado como se pelaba el durazno. No era cosa de
perder su pulpa, debía retirarse pacenciosamente la piel del fruto, y en ese
despellejado no se debía perder su jugo. ¡Quedaba realmente hermoso! Durante el
verano los duraznos que comió mi padre los recibió así, pero mi madre se
fastidió, no quiso aprender, y con mi partida se volvió al viejo y único
cuchillito papero.
Pero cada año tenía sus novedades. Radicarme
en el norte para estudiar cambiaba aspectos cotidianos de mi vida, uno de ellos
ligado a soportar el calor. Fue así que conocí el desodorante, que inicialmente
compraba en barra. Pero de pronto llegó el salto tecnológico: el desodorante
antitranspirante en aerosol. Compre uno de aroma a durazno que me duró toda la
primavera. A mi regreso ese fue el regalo de navidad para papá. Le expliqué de
que se trataba, lo usó, y no le causó ninguna molestia. Fue su primer y último
desodorante porque lo usaba solamente los domingos, y en unos años falleció.
Yo busqué otras marcas y no me di cuenta como
salió de mercado.
Pero hace un par de semanas yendo al médico me
vi urgido de ir al baño. Sobre la mochila del inodoro había un desodorante de
ambiente que use, y grande fue mi sorpresa porque tenía el mismo aroma a
duraznos de otro artículo que estaba sepultado en mi memoria desde hacía
cuarenta años.
Si la visita al baño había sido al ingresar al
consultorio, en la siguiente fue al salir.
Y para la última visita llegué con la intriga
de conocer la marca del producto. Pero no tuve tiempo, entre y ya el médico me
estaba esperando. Presté poca atención a sus recomendaciones pero al salir me
mandé raudamente al sanitario, sin pedir permiso. Allí estaba el envase:
Lisoform, era la marca (no sería el producto de entonces), y el aroma ¡lavanda!
El durazno se había transformado en otra cosa.
En el tercer comercio que visité encontré el
producto similar. Probé su olor, era el de antes. Comencé a lanzarlo al viento,
y poco a poco, mientras se consumía, fueron apareciendo los otros recuerdos,
tal cual se los he escrito….
1 comentario:
Mingo!!! esto es hermoso, lo veo niño, lo veo a papá, mientras escucho el viento que pasa diciéndome no sé que cosa...pero al mismo tiempo repiro ese perfume a fruta, que me encanta, y que se deshace en mi boca el dulce encanto el durazno, aquel que cuando era niña, en el fondo de mi casa había una planta inmensa, donde caian de maduros y se partian en dos, era toda una fiesta para mí!!! FELIZZZZZ DULZURA PARA VOS PATO Y TODOS A LOS QUE AMO DE ESA FAMILIA, QUE TAMBIÉN HICE MÍA!!!
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