-¡Padre pulpero, hijo
ingeniero, nieto pordiosero! Así murmuraba cada semana después de cada carta
que retiraba de la posta restante del Correo. La esposa le escribía
recriminándola que estuviera tan lejos, que comprendía esa lealtad a la
compañía, pero ya estaba a un paso de jubilarse, que podría haber resignado la
responsabilidad.., y no dejarla con el tarambana del hijo que no hacía otra
cosa que darle dolores de cabeza.
Su padre había sido un
hombre de trabajo, el también había seguido el ejemplo –en el estudio y la
dedicación laboral-, pero ese muchacho no le había trabajado un día a nadie y
ya andaba con ganas de cambiar el mundo.., y para ello se había metido en la
política, y la política era entonces la revolución, y la revolución era la
guerrilla, y la guerrilla terminaría con el mundo, entre ellos con la
permanencia de la empresa internacional que lo tenía como uno de sus empleados
ejemplares.
Él no quería decir –y
no le había dicho a nadie- que hasta entrados los cuarenta había llevado una
vida licenciosa, y que en uno de esos periplos por el interior del país a donde
llegó a inspeccionar una obra conoció a esa muchacha, que al poco tiempo fue su
mujer, y ahora la madre de ese hijo. Él superaba los sesenta, ella se
aproximaba a los cuarenta, y el muchacho..,¡el muchacho era un chiquilín!
La obra debía
terminarse antes que el gobierno se retirara, ya se sabía por las elecciones
que la gente que respaldaba su muchacho serían los que vendrían “a poner orden
a la cosa”, y por orgullo militar, por responsabilidad empresaria, o por lo que
fuera había que terminar la sucursal telefónica antes de que se cumplan los
plazos políticos.., porque la obra seguía los plazos pero los electos apuraban
la entrega del poder y entonces todos se entraron a desesperar. Por suerte los
teléfonos comenzaron a andar y las directivas y las demandas circularon más
expeditivamente. El gobierno se iba en bancarrota, habían perdido su guerra,
pero dinero aparecía a diestra y siniestra y mediante contrataciones directas
se gestaban las terminaciones de la obra civil. Los socios internacionales ya
habían retirado sus técnicos y a la vista de la población, allá en el confín
aparecía la enorme torre de 80 metros, la de las microondas telefónicas, como
una atalaya en la tierra chata.
El día que llegaron
los equipamientos comenzó el problema. Una decisión gubernamental había enviado
una central de 300 abonados cuando inicialmente se preveían mil. Había
problemas entre armas: el ministerio lo manejaban gente de tierra, pero el
distrito gente de mar; un capitancito decidió en el puerto que en la capital
quedaría la central más importante, por más que la capital no era otra cosa que
una pequeña aldea al lado de este otro destino donde los recursos naturales
prometieron siempre progreso.
La otra diferencia era
que en la capital casi no soplaba viento, en tanto que aquí era la maldición de
las cuatro estaciones del año: mañana, tarde y noche.
Sobraba lugar en el
recinto donde se instaló la central automática, y por suerte un viejo
guardahilos, que como él esperaba la inauguración para jubilarse en la empresa
del Estado comenzó a traer plantas de interiores del vivero que tenía su
familia, y todo quedó sorprendentemente verte. El viejo guardahilos le contaba
de los días en que el alambre se extendía hasta la última estancia, y de cada
estancia al último puesto, y él andaba con su teléfono portátil en un jeep de
la guerra de Corea buscando el lugar de corte cuando se interrumpían las
comunicaciones, e iniciaba una difícil reparación. Por suerte los postes
estaban hechos con madera de la zona, y el ñire no levantaba nunca dos metros
por lo que podía hacer la tarea con una pequeña escalera portátil.
El ingeniero y el
guardahilos se jubilarían a la par, pero el ingeniero lo haría con menos dinero
que este simple empleadillo del interior, una zona de país donde se disfrutaban
de sueldos privilegidos, porque sino nadie se hubiera quedado a vivir acá.
El guardahilos hablaba
de la patria, con acento extranjero, y vilipendiaba a todo lo que tenía cierta
identidad con su país de origen del cual –no hace mucho- había renunciado a esa
nacionalidad por la nuestra. Decía que incluso el viento, que venía del país
vecino, era un invento de ellos para complicarnos la vida a nosotros.., porque
allá, a él le habían dicho, nevaba mucho más, pero venteba mucho menos…
El ingeniero encontró
en esa familia su hogar mientras residió en el pueblo, llegó a retirarse del
hotel de turismo en que estaba alojado para vivir en el cuarto de huéspedes de
la casa, que no era otro que el de los dos muchachos que estudiaban en la
escuela agropecuaria y que en verano no
aparecían por el pueblo en razón de trabajos temporales de esquila. Y un
esquilador ganaba en temporada el doble casi de lo que ganaba el mejor empleado
telefónico..
Cuando fue llegando el
tiempo de finalización de las tareas en la casa le preguntaron si no había
pensado en hacer venir a la mujer. Nunca había conocido en años de matrimonio
uno de los destinos eventuales de su esposo, y si no ya no trabajaba en esto
era casi imposible que llegara a conocer este espacio sur. El ingeniero se
quedó pensando. Hizo la consulta en una carta, y la respuesta se demoró. Un
sobrino del guardahilos había hablado con gente del gobierno y le habían
conseguido a la mujer destino en un vuelo militar. Las cartas decían esto y
mucho más, las cartas de la mujer que el ingeniero releía cada noche cuando en
la casa todo hacían ronda ante la oferta televisiva del lugar.
Entonces se fueron
acercando las cosas. El fin de la tarea constructiva. El gobierno en retirada.
La desaparición del hijo del ámbito familiar en la capital. Y la mujer que
tenía fecha para venir al sur y estar en la inauguración. El ingeniero
agradeció las ofertas pero volvió por ello al hotel de Turismo.
Entonces llegó la
noticia que echó por tierra todos los sueños. No le vino directamente, sino por
intermedio de un subalterno, no le vino por carta ni telegrama, sino en una de
las primeras comunicaciones telefónicas de prueba en microondas y a su
subalterno inmediato. El hombre era torpe y torpemente se lo dijo: la esposa
había muerto.
Una bomba que tenía
por destino a su hijo, que había aprendido a cosechar enemigos, destrozó la
casa en la que no aparecía hacía mucho tiempo, y terminó con la vida de la
mujer cuyos restos eran un rompecabezas
difícil de armar.
El ingeniero debía
volver al norte, pero a cada momento se suscitaban problemas que solo pod`´ia
resolver ¡un ingeniero!
El ingeniero había
enmudecido y era imposible arrancarle una lágrima ni forzarlo a tomar o comer
algo.
Se lo vio así en las
circunstancias inaugurales, en un protocolo que había sido común a otros
acontecimientos por el vividos pero que ahora se desenvolvían en la nebulosa de
su dolor.
Cuando todo estuvo
terminado subió a lo alto de la torre, el viento del lugar, el viento enemigo,
silbaba sobre las pantallas parabólicas. A media altura había un descanso y en
él se sentó a mirar los cuatro confines del pequeño pueblo que merecía esta
señal de progreso que ciudades más importantes del país no conocerían en mucho
tiempo. El hombre puso su mano sobre su corazón y allí estaban las cartas que
sabían más de esta historia que uno, el narrador.
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