El Club Mitre, como todos los carnavales, preparaba sus ocho bailes ocho. La gran movida del verano sureño servía para dar alegría a la muchachada y sus familias.
La muchachada era
la gente, titular y suplente, del equipo
de fùtbol, que acostumbraba a campeonar entre los campeones de cada pueblo
cercano, del aquí y del país vecino. Las familias eran en muchos casos las de
los hermanos mayores, esos que los habían traido a la isla al entusiasmarlos
con las oportunidades laborales. Algunos ocasionalmente también tenían sus
padres, y otros tantos tenían novias, o buscaban tenerlas…, y para eso estaban
los bailes del Rey Momo que atraían a las jóvenes casaderas del pueblo más
cercano, las chilenitas que llegaban para festín de los ojos y lo sueños
nuestros cracks, porque allí, en su país, no se festejaba el carnaval.
Durante los
carnavales se procedía a la elección de la reina. Las candidatas salían casi de
casa mostrando sus cualidades, y las más simpáticas, seduciendo a petroleros y
trabajadores del frigorífico conseguir vender suficientes votos para imponerse
a sus contrincantes. Con esos fondos tenía que pagarse la orquesta que,
invariablemente llegaba de Punta Arenas.
No había baile
que resultara exitoso si no se recurría a una orquesta. El disco si bien
comenzaba a invador la cotidianidad recreativa de esa generación no servía para
bailar. El mejor combinado saltada desaforadamente ni bien la cuarta pareja
entraba en el ruedo, aunque sea para bailar lentos. El piso de Madera, precario
y esperando reparaciones desde hacía un par de décadas, oscilaba peligrosamente
y hacía oscilar la púa que se deslizaría rasgando el vinilo, y destruyendo el
encanto de los exponentes de la nueva ola, la música que comenzaba a estar de
moda.
Por lo tanto se
tenía que recurrir a la orquesta, que debía ser de todos los ritmos: vals,
chamamé, chacarera y gato, fostro, bugy, pasodoble y rockanrol, tarantelas,
tangos y cuecas.
Sobre esta
variedad de ritmos apareció una propuesta que trató con cierta incredulidad la
commision directiva. Mi padre presento un escrito en el que ofrecía los
servicios artísticos de un “bailarín enmascarado”, eximio bailarín, que estaría
a disposición de las damas que pagaran por pieza… Lo recaudado se repartiría en
partes iguales entre el artista, el club y un fondo que sería sorteado entre
los que acierten la identidad.
En caso que nadie
pudiera lograrlo se donaría a la Cooperadora del Hospital.
Toto, el contador
de la forrajera, hizo rápidos números: una hora por baile, ocho bailes,
ayudaron a fijar el precio de cada baile. ¡Las cifras no estaban mal! Un grupo
de damas de la comisión iniciarían las ejecuciones con el bailarín enmascarado,
para luego contagiar al resto del mujererío.
El voto no fue
unánime pero se aprobó. Mi padre era un hombre tildado como serio y garantizó
que el bailarín en cuestión era un vecino de la localidad.
El anuncio figuró
en la página que en el semanario local anunciaba los ocho bailes ocho. Y ya no
habría marcha atrás en esta historia, o si……
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