EL BAILARÍN ENMASCARADO. De Oscar Domingo Gutiérrez

 


El Club Mitre, como todos los carnavales, preparaba sus ocho bailes ocho. La gran movida del verano sureño servía para dar alegría a la muchachada y sus familias.

 

La muchachada era la gente, titular y suplente, del  equipo de fùtbol, que acostumbraba a campeonar entre los campeones de cada pueblo cercano, del aquí y del país vecino. Las familias eran en muchos casos las de los hermanos mayores, esos que los habían traido a la isla al entusiasmarlos con las oportunidades laborales. Algunos ocasionalmente también tenían sus padres, y otros tantos tenían novias, o buscaban tenerlas…, y para eso estaban los bailes del Rey Momo que atraían a las jóvenes casaderas del pueblo más cercano, las chilenitas que llegaban para festín de los ojos y lo sueños nuestros cracks, porque allí, en su país, no se festejaba el carnaval.

 

Durante los carnavales se procedía a la elección de la reina. Las candidatas salían casi de casa mostrando sus cualidades, y las más simpáticas, seduciendo a petroleros y trabajadores del frigorífico conseguir vender suficientes votos para imponerse a sus contrincantes. Con esos fondos tenía que pagarse la orquesta que, invariablemente llegaba de Punta Arenas.

 

No había baile que resultara exitoso si no se recurría a una orquesta. El disco si bien comenzaba a invador la cotidianidad recreativa de esa generación no servía para bailar. El mejor combinado saltada desaforadamente ni bien la cuarta pareja entraba en el ruedo, aunque sea para bailar lentos. El piso de Madera, precario y esperando reparaciones desde hacía un par de décadas, oscilaba peligrosamente y hacía oscilar la púa que se deslizaría rasgando el vinilo, y destruyendo el encanto de los exponentes de la nueva ola, la música que comenzaba a estar de moda.

 

Por lo tanto se tenía que recurrir a la orquesta, que debía ser de todos los ritmos: vals, chamamé, chacarera y gato, fostro, bugy, pasodoble y rockanrol, tarantelas, tangos y cuecas.

 

Sobre esta variedad de ritmos apareció una propuesta que trató con cierta incredulidad la commision directiva. Mi padre presento un escrito en el que ofrecía los servicios artísticos de un “bailarín enmascarado”, eximio bailarín, que estaría a disposición de las damas que pagaran por pieza… Lo recaudado se repartiría en partes iguales entre el artista, el club y un fondo que sería sorteado entre los que acierten la identidad.

 

En caso que nadie pudiera lograrlo se donaría a la Cooperadora del Hospital.

 

Toto, el contador de la forrajera, hizo rápidos números: una hora por baile, ocho bailes, ayudaron a fijar el precio de cada baile. ¡Las cifras no estaban mal! Un grupo de damas de la comisión iniciarían las ejecuciones con el bailarín enmascarado, para luego contagiar al resto del mujererío.

El voto no fue unánime pero se aprobó. Mi padre era un hombre tildado como serio y garantizó que el bailarín en cuestión era un vecino de la localidad.

 

El anuncio figuró en la página que en el semanario local anunciaba los ocho bailes ocho. Y ya no habría marcha atrás en esta historia, o si……

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