LOS PUENTES DE LA MEMORIA.33.“Brilla el tiempo aquel, en que uno que creía que había crecido tanto, al recuperar ciertos escenarios descubre los valioso de su pequeñez”.

 



 

En el año 1968 volví a mi escuela, con mi colegio.

 

Fue cuando los salesianos decidieron, definitivamente, asumir la responsabilidad de la Dirección del Instituto Don Bosco, que en aquellos tiempos preconciliares, su carácter mixto le había permitido funcionar, solamente, bajo la tutela del Obispado.

 

Durante dos años concurrí a las mañanas en el enorme edificio de la Escuela Nacional donde, por la tarde, las aulas eran utilizadas por los pequeños, lo que nos obligaba a mudar, entre las tareas de despegar las pestañas, los asientos que a veces resultaban chicos y otras oportunidades enormes para nuestras anatomías adolescentes.

 

De mañana se congelaba la cerradura y era imposible entrar, un pícaro duende mellizo concurría a cortar instalaciones eléctricas, irrigaba caloramas y tornaba imposible nuestro acceso puntual a cada asignatura.

 

El diario decía que los muchachos fumaban, el Rector –el Ingeniero Canga- se enojaba por eso, y Tita o Faletti nos  daban unos sermones que no lograban conmovernos.

 

El Profesor de Inglés era checoeslovaco y daba clases de mecánica en Actividades Prácticas, lo que le costó la rectificación total de su escarabajo al que utilizó, circunstancialmente, de banco de pruebas de los cocimientos impartidos.

 

Las clases de gimnasia se desarrollaban los sábados por las mañanas en un galpón -en el cual se jugaba al basket- que quedaba en las proximidades del puerto; allí, en invierno, mezclábamos la calistenia con prolongadas sentadas en los radiadores para descongelar las partes.

 

Pocos lucían el buzo y el rompevientos azul que determinaba el reglamento, se prefería el vaquero y las “flechas” sin mayor identificación con una fajina deportiva.

 

Eso era para los varones, puesto que las niñas se daban cita en el Colegio María Auxiliadora vistiendo una indumentaria medieval y los poco eróticos bombachones; allí al imperio del silbato de la seorita Rosario, realizaban marchas y contramarchas, al menos eso era lo único que, en las exhibiciones anuales, podíamos ver.

 

No éramos cuarenta en primero, y nos juntábamos de gente de todas las escuelas, pero no eran más que cuatro, incluyendo la del Frigorífico de donde vino Górriz y Antuco. Hubo que modelar rivalidades. Ese año –hago memoria que fue el 66- no hubo Quinto, puesto que un tiempo antes, el incipiente colegio perdió un curso, cuando solamente Coco Barrientos paso de tercero a cuarto y con tan pocos alumnos no se podía abrir la división.

 

Se armaban partidos de fútbol y la mecánica era unir a segundo con tercero, y cuarto con primero. ¿Y a que no se acuerdan quiénes ganaban siempre?

 

Muy poquitos estaban de novios, no crecíamos tan rápido por aquel entonces, pero nuestros celos se desarrollaban tormentosamente en los celos que nos prodigaba el hecho de ser nuestras niñas las que suspiraban cotidianamente por los gansos de la Misión, a los que sólo veían de tanto en tanto.

 

Domina mi recuerdo el trabajo del padre Virgilio Campos, lo llamábamos “Poncho Negro”, con su infatigable 4L azul; el mismo que una mañana -en que hubo golpe de estado- empujamos los patinadores que así concurríamos al establecimiento durante julio, para verlo descender raudamente sin atreverse a saber qué pasó luego.. ¡en la bajada de Los Yaganes!

 

Si había que juntarse a fumar, se elegía el edificio que tenía Don Avelino en construcción sobre la calle Piedra Buena, y en la esquina de lo que quedaba de la quemada farmacia de Mutio. A veces aparecían los residuos plásticos de las incursiones sexuales de los conscriptos, a los que no les faltaba nunca un par de ardientes partenaires.

 

Los lunes todos tenían algo que contar: que el baile en la confitería Libertad, que Chimba y Bombolito, un viaje a Porvenir, la audiencia de Telecómicos en la radio de Gallegos, un asalto, los cafés del Villa.

 

La señora de González –el marido era Subprefecto- nos quería hacer cantar la Marcha de la Libertad.

 

Scheison nos maravillaba con sus aparatos de física, que finalmente nunca los mas chicos vimos funcionar.

 

Los guardapolvos blancos de ellas y, nosotros con el infaltable sello de Lord Cheseline en la cabeza.

 

¡Temo tanto olvidarme de esos días que, ahora que el tiempo ha tripilicado mis años de entonces, los escribo como un reaseguro de mi memoria!

 

Éramos la clase díscola de la juventud del pueblo, no podíamos estar a la altura de los santos varones que concurrían a la Agrotécnica. Nosotros no trabajábamos. Fuimos –en buena medida- los primeros adolescentes del pueblo, aunque entonces no sabíamos el sentido de ese término.

 

Y nos creció el bozo y la patilla, y no salieron las ganas de vivir, de ser grandes antes que ser sabios.

 

En marzo del 68 volví a mi escuela, con mi colegio. El Don Bosco comenzaba a funcionar en el Ceferino Namuncurá donde había transcurrido la mayor parte de mi escuela primaria.

 

Los pisos se habían levantado para fabricar tabiques elegantemente cepillados y barnizados, paredes que no habían podido contener mi espíritu crecido, bancos en los que no cabría mi cuerpo mayor, donde ya no sería lo mismo: mi libertad, ni mi tiempo.


LA FOTO se corresponde con la promoción de maestros de aquel 1968. Junto al profesor Godofredo Ludovico Videla formaban: Beatriz Arato. Miguel Ángel Castro, Elsa Aguilar, Federico Guifford, Teresa Mallada, Malvina Peñalver, Juan Carlos Bazot, Érika Rogel  Gustabo Suarez y Graciela Molina.



 

 

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