LOS PUENTES DE LA MEMORIA.31. “Si la casa es el hogar, el hogar es la cocina”



Me acosté una vez junto a un río, y al despertar vi que mis años se habían ido.

El río había crecido, me había lamido los pies, las manos, la cara, me había mojado y ablandado, llevándose el tiempo adherido a mi piel.

A mi lado pasaban ya otros años, los años de otros durmientes sorprendidos río arriba, despojados y desnudados por la corriente.

 

                                                                    Marcial Souto

 

 Cuando a mis 17 años participé por primera vez de un censo no podía entender eso de los ambientes de una vivienda, sobre todo porque no se consignaba a la cocina que para mí era el corazón de toda casa. Aunque después me di cuenta que no podía haber vivienda sin cocina.

 

A todo esto ya Ud. Ha observado la fotografía que acompaña nuestro Rastro, y será sobre esa imagen que continuaremos este relato. Coexisten en la misma dos elementos de idéntica significación en el hoy y en el ayer, en un primer plano la antigua Istilar que luego sería adaptada a gas, a su lado, algo más moderna pero en desuso la de tres hornallas. Probablemente sus dueños le llamaron a la primera: estufa, y a la segunda: cocina; aunque con el tiempo se tomarían otras voces y hoy la Istilar pasó a ser la cocina económica.

 

¿Por qué coexisten ambas si con una sola bastaría? Probablemente por una imposición de la cocinera. ¡No era fácil pasar de una tecnología a otra! La de hornallas era realmente más económica pero en los primeros tiempos del servicio de gas por red los cortes en el suministro eran frecuentes dada la precariedad de las instalaciones y entonces estaba al lado la viejita que con un poco de leña, que siempre se guardaba en el patio, o con alguna madera de cajón se salía del paso. Aceptar la nuevo sin tirar lo viejo fue la estrategia de esos años. Es que la cocina de hierro representaba también otra forma de cocinar basada fundamentalmente en el guisado. La cacerola podía dejarse largo tiempo –mientras se salía a hacer los mandados o a saludar a la comadre- y existían en la “plancha” distintas temperaturas que la cocinera conocía perfectamente y que resultaron mucho más estables cuando se la pudo “adaptar”. La enorme pava tenía un lugar donde se mantenía con la temperatura apropiada para el mate o para lavar los platos. La cafetera supliría el confort de las eléctricas que años después nos permiten tenerlo preparado a toda hora. Estas últimas funciones eran impensables en la de hornallas donde la llama directa, aun en su mínima expresión-o colocando el recipiente sobre un anillo de hierro para alejarlo de la fuente de calor- provocaba inevitablemente la acelerada consumisión del líquido y el deterioro de los artefactos que no fueran de hierro.

 

La vieja cocina de hierro aparece aquí con su rudimentario compañero de hojalata, ese que debía orientarse afuera bien alto, para evitar  que el viento reingrese las emanaciones que nos ponían llorosos, y contenía en su costado una lámina de tiraje, indispensable en los tiempos de la leña cuando lo que escapaba era el humo; muchas veces el caño salía directamente por una ventana contra la cual se encontraba instalada nuestra estufa, de esa manera se evitaba romper tanta pared y se dejaba una visión continua de lo que pasaba afuera a los ojos de la más laboriosa de las patronas. Se ahorraba también tela para cortinas.

 

Por los años 60 comenzó a darse esta coexistencia que muchos ambientes perpetúan hasta nuestros días. Se ingresaba a la cocina y se descubría a veces las dos funcionando: es que había que calentar grandes cantidades de agua en tiempos en que el calefón era más extraño que La Biblia, y muy pocas estufas tenía instalada la serpentina y mientras tanto se usaba “la otra”. Y así se la llamaba: una era la negra, otra la blanca, una la vieja, otra la nueva, una la estufa, otra la cocina, la estufa y “la otra”. Esa sensación de otredad resultó muy difícil de superar para muchas de nuestras madres que si bien renegaban dándole a la virutilla para que la plancha permaneciera reluciente, no dejaban de elogiarla cuando sobre ella se preparaban directamente los churrascos –de carne y de pan- o se templaba el agua del baño y hervía toda la ropa de los que en casa tenían parásitos...

 

Existió también un artefacto superior: la cocina blanca enlosada. Mi madre tuvo una de esas que la acompañó en varias mudanzas. Aprovechando la fortaleza de mi padre alternaba la instalación de la Domec de hornallas para el tiempo de verano, y la antigua para el tiempo frío. La mudanza de  cocina llevaba todo un día: era de ver lo que pesaba la cocina de hierro. Mi padre daba clases de .palanca y en el momento del cambio de domicilio: una a la casa y la otra al galpón, se lo llamaba a Torres, el gásfiter del barrio, que realizaba los ajustes llave en mano.

 

La estufa daba además calefacción a los ocupantes de la vivienda y en muchos casos, salvo un octogonal –también de hierro- era la única fuente de abrigo en el lugar más sociable del hogar.

 


La de hierro estaba ligada a la historia fundacional de la familia, “la otra”vino después, y a veces fue un regalo del hijo con el primer sueldo, hijo que esperaba una vida de mayor comodidad para una madre que había sido hasta ese momento eje de la gran prosperidad doméstica con el conjunto de sus desvelos.

Foto: Cocina de Carmen Torres de García.

Video Alicia Barón de Huineo.



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