RASTROS EN EL RÍO.91*“De cómo nos ha tocado en destino a una y varias generaciones de riograndenses experimentar el carácter nómade de nuestras viviendas. Por el sólo hecho de la dificultad para hacernos dueños de la tierra que nos habita.”

Cuando el Escribano Arrufat consiguió para papá un trabajo como encargado del Hotel Atlántida, dejé de vivir en mi casa del cerro.

El empleo nuevo garantizaba a mi viejo las ventajas de la tarea sedentaria y bajo techo, esa que tras años de jornalero se presentaba como un privilegio.

Además para el chiquillo de 11 años que había crecido en el último lustro con un acantilado en el mismo patio, frente al colegio María Auxiliadora, el salto era descomunal, iba a vivir en el edificio más alto del pueblo; podía correr subiendo y bajando las escaleras, y con un poco de suerte trabajaría de maletero haciéndome de algunos pesos para gastarlos luego en novelas y revistas en la compraventa de Cañás.

Fue así que una noche de primavera terminé durmiento en el cuarto 16 del hotel, en su segundo piso, y al día siguiente me creí con permiso para subir hasta el tercero y mirar desde allí todo el pueblo: por una ventana la bandera de los Pisano, por la otra –la del cuarto de Pellejero- el Frigorífico, en el may lo que quedaba de la Cooperativa, y desde la sala de planchado.. el cementerio.

Pero no se veía mi casa.

Se había quedado solita en el cerro, cuidada por mi perro al que habría que llevarle de comer hasta tanto hiciéramos un lugar entre el hotel y el bar de Plastic, y así no tendríamos que caminar tanto. Estábamos a tres cuadras de mi antigua morada.

Camino hacia el colegio pasé por mi casa, pasé a pedirle disculpas, y como no me habían dado la llave, ni del candado, ni de la puerta, tuve que entrar como un ladrón saltando los piquetes; con lo que me dí cuenta de los riesgos en que quedaba la pobre, con nosotros tan lejos.

Si el nuevo empleo de papá resultaba permanente alquilaríamos la casa pidiéndole a quienes lo hicieron que realicen en ella algunas modificaciones, la principal: instalarle el baño. Pero la estacionalidad laboral no aparecía garantida por el momento en que tras el alejamiento de la Tennesse no había mucho trabajo en el pueblo, y el hotel debía vivir de eso.

Pasaron semanas. Papá tenia que seguir en el puerto trabajando de sereno por las noches, en el hotel no llegaban pasajeros, Mamá hacía lo que podía cansándose con las escaleras.

La casa continuaba, vacía, distante.

La casa estaba a nombre de Mamá. Se compró con el dinero que mi padre ganó en un caponero el año que volvimos de Chile. Creo que no costó más de 50 fragatas. No es que mi padre hubiera ganado tanto, es que además de lo recaudado ese verano se requirió la ayuda de Narciso Barría y el Rubio Alvarez, dos ex compañeros del viejo, ovejeros ambos, que nunca plantearon urgencias de reintegro, menos aun el cobro de intereses.

Era –la casa- simplemente un perímetro de tablas y chapas, destruidas ventanas, algunas puertas y divisiones interiores. La habían alquilado y sus ocupantes no podían haberla dejado en peor estado cuando sorpresivamente se volvieron al norte.

Mi primer entrada en ella, de la mano de mi padre, la mostró en rara premonición llena de vidrios rotos, papeles quemados, paneles destruidos. Es que además los niños de los alrededores, y uno que otro muchachito, que como los de ahora y siempre aparecen con actitudes destructivas hacia lo que nos les pertenece habían hecho del lugar un escenario de sus troperías y virtualmente  un aguantadero non santo. Cosas que sus paredes después nunca me lo contaron.

Tal sería el escándalo juvenil que en ella se enseñoraba, pese a que estaba lindera al Casino de Oficiales del Batallón, que hasta alarmó a mi madre el cura Natalio Astolfo, párroco del pueblo y director de mi colegio –el Ceferino Namuncurá- el día que vociferó acerca de la conveniencia de quemarla para evitar las inconveniencias que allí se daban. Mi madre, creyente y temerosa de los arrebatos clericales, concurrió un día a la sacristía pidiendo clemencia para la mejora, y oración para que pronto, es decir peso a peso, esas cuatro paredes pudieran ser la vivienda digan que soñaba para su familia.

Uno de los Roberts, al que llamaban Caruso, fue su constructor. Gurdaba cierto parentesco con la que a pocos metros construía el Juzgado de Paz, obra al fin de Milton Roberts cuando fue titular de esa repartición; mi casa tenia cierta hidalguía arquitectónica que se vió más clara aún cuando Uribe comenzó su reacondicionamiento.

Ventanas nuevas, instalación eléctrica, gas –hubo que pedir un crédito en Banco Nación- , cerradura Yale.

Fuimos a habitarla a principios de 1961, el cura Astolfo la bendijo el primer domingo en que concurrimos a misa bajando alegremente del cerro.

Pero.. no habíamos comprado la tierra –eso tenía otro precio- y el dinero, ¡Ya vendría el dinero!, pensábamos que se podría conseguir con tiempo y suerte. Mamá creyó en un kioco que finalmente nunca se instaló, porque no había plata; nos quedamos sin los clientes en el tránsito obligado de las tres escuelas. Algo después los viejos se aventuraron en una pensión que se le  alquiló a Neyra, de cuya empresa salvamos uno que otro mueble.

Tres la enfermedad de mi padre llegó el día en que la casa debía dejar el terreno porque apareció un mejor y más solvente comprador.

No quería ni pensar como saldría del cerro.. era la primera casa que teníamos como propia... en cincuenta años papá no había conseguido nada igual.

Un día de otoño, terminados los trámites municipales, visto Santomé en Vialidad y conseguidos los postes para los patines, la casa fue arrastrada hasta un terreno fiscal que Jiménez “le dio” a la tía, en la frontera del pueblo, donde todavía no había agua, luz, gas...

Allí se quedaría mi casa sola, hasta que la suerte y el esfuerzo podrían transformarla.

Hubo que sacarla por el sitio de Fernández para salvar el barranco que la convertía en la atalaya del barrio.., sin más remedio se desmanteló la galería: un agregado que se había hecho a la estructura primitiva del edificio. Las cañerías de las instalaciones quedaron sepultadas, era mas costoso desenterrarlas que comprarlas de nuevo.

Durante el trayecto se le rompieron dos vidrios al salirse de escuadra una puerta. Yo la escolté en bicicleta como temiendo que los chicos que la seguían pudieran hacerle daño.

Quedó en medio de la pampa, ¡..tan sola! Desguarnecida, que le pedí permiso a papá para dormir en ella esa noche.. para dormir con ella nuevamente.

Me llevé a mi perro que por primera vez desde cachorro contó con autorización para trasponer su doble puerta, nos arropamos bien y escuchamos en la radio a transistores los programas de siempre.

Dormí en la cama de mis padres. Recién cuando paró el viento.

Mientras duró su furia de primavera me pareció que las oscilaciones de la casa, mal asentada sobre sus nuevos pilotes, era otra cosa: un viejo navío que luchaba por encontrar un nuevo puerto, o zozobrar.



En la foto se muestra que con el tiempo hubo casas mas movedizas todavía, pero esa es otra historia


Y agregamos otras imágenes de casas viajeras del presente. La superior registrada por Graciela Pesce, donde se ve el deslizar de la andariega sobre un chasis de hierros y ruedas neumáticas.

La inferior donde aparece otra escoltada por vehículos, como forma de seguridad.


1 comentario:

Anónimo dijo...

... Descriptivo tu relato Mingo ...

Y si, al trasladarse las viviendas fueguinas, pienso, con ellas se iban también a otro lado los recuerdos, las sensaciones, los aromas ... Porque cada casa tiene su aroma, claro. Y su sol a tal hora del día que entra por una ventana, y la vista que uno puede tener para afuera ...
Cuando paso con el colectivo 20 por La Boca (en Bs. As.), las casas de ese barrio me recuerdan a las fueguinas. Tal vez sea por la chapa y los colores vivos, no por sus techos y su carácter no nómade, claro! Les faltan también sus rosetones y pináculos ...
Siendo un porteño como soy yo, estando una vez en Ushuaia, se me ocurrió tocar las paredes de chapa ondulada de una casa típica fueguina, quería ver cómo eran, ya que siempre pasaba por al lado y sólo las veía. Y entonces me aparecieron otras percepciones en el momento: pensé que debían ser bastante fuertes para aguantar el "paso del tiempo" y "el tiempo", cuántas caras de gente de distintas partes del mundo se habrían detenido a admirar su fachada y le habrían asignado una percepción particular ...
Está muy bueno este relato de Rastros en el Río porque cuenta este aspecto particular de las casas fueguinas, que además de aguantar el tiempo aguantaron también las mudanzas de ellas mismas.
Hernán.-