J.Button según J.W.Guevara (o lo real según lo imaginado)


La imagen no nos pertenece pero es pórtico a esta expresión de la literatura contemporánea argentina que se apropio del espacio austral. Es un fragmento de Naufragio de J.N.W.Turner, y fue pintada en los albores del siglo en el que ocurrieron los hechos que vamos a presentizar.

Alusión clara, si se quiere, para los que habitamos estos territorios de náufragos.

El hecho de haber leído un ejemplar de la segunda edición de La tierra del fuego de Sylvia Ipasrraguirre, me llevó a abrir juicio de valor sobre la misma antes que comenzar a llover sobre ella los premios literarios.

En tiempos en los cuales Internet no se había intercalado entre nosotros y la realidad, tampoco podía saber quien era la autor, y los lazos afectivos que tenia ganados con Abelardo Castillo, un narrador de mis afectos del cual me gustó siempre mucho más la línea cuentística que novelística.

La tierra del fuego tenía en parte algo de ese engorro de las novelas de Abelardo, y la situación estrenada en el primer pliego en el cual un personaje mestizo desde la pampera Lobos, ciudad de cuna peronista en mi escaso conocimiento de esas bastedades- iniciaba un relato sobre lo vivido en el sur, en el que yo siento, en el que yo conozco, o en el que yo habito.

El jueves 14 fui invitado por Roberto Chenú para participar del Curso de Regionalización que brinda en la escuela 32, en algún momento afloró una reflexión sobre la importancia de ver nacer una novela que sea referencial del tiempo que hemos vivido, de la misma manera que en su momento Esteban Lucas Bridges nos legó con El último confín de la tierra, una pieza referencial del tiempo pionero. Pero una novela escrita desde aquí, puesto que habían otras, la Fuegia de Eduardo Belgrano Rawxon, y la de Iparraguirre habían conseguido despertar lectores y crítica pero siempre con la mirada distante puesta en este sur.

Y fue por eso que a posteriori ordené algunos papeles que ahora alimentan esta crónica.

Entonces me encontré con tres crónicas en las que Emilio Urruty describía en El Diario del Fin del Mundo la presentación del libro en la capital fueguina, allá por diciembre del 98.

Más que la presentación de un libro una devolución al lugar donde los hechos ocurrieron.

Un viaje en clave por la memoria del un gaucho marinero, entre la pampa tempestuosa y la anónima capital del Imperio Británico.

Como salir elegida entre seiscientas novelas y, además de elogiada, sentirse “bien leída”.

Son los tres títulos laudatorios.

Iparraguire andaría un tiempo después en el norte isleño, siendo incluso protagonista de un accidente en ruta camino al campamento de la Total; es que por esos días con Silvio Boscchichio como amanuense local escribía un libro vistoso con el título también e Tierra del Fuego, junto al fotógrafo Florian Von den Fetch. El que terminaría de presentarse el 6 de diciembre del 2000 editado por la petrolera. Pero eso es materia de futuros comentarios, tal vez.

Por ahora lo interesante es que La tierra del fuego (con minúscula) es otro libro inscripto en la zaga referencia a la figura del fueguino más famoso Jimmy Button, pero recreado en este caso con la mirada mestiza de un gaucho que en Lobos –localidad de efluvios peronistas- comienza a describir la experiencia vivida de su conocimiento del drama de aquel, expuesto a la justicia británica.

John William Guevara, un personaje ideado para ser los ojos y los oídos del lector, nos trae ciertas connotaciones del espíritu de Cook y del Che; pero como un ser frustrado de su propia inexistencia.

Esa existencia que se reanima al recibir una carta que dice “…siendo usted un testigo privilegiado y directo de los hechos, desearíamos que realizara una noticia completa de aquel viaje y del posterior destino del desdichado indígena que participó liderando la matanza por la que ha sido juzgado en las Islas”.

Guevara había sido un servidor del imperio británico, y el imperio volvía para que esos lazos no se cortaran.

La carta generaba en mí un malestar creciente.¿Cuál era la versión requerida del “desdichado indígena”, de aquel hombre llamado Jemmy Button por los ingleses pero cuyo verdadero nombre, su nombre yámana, casi nadie supo? ¿El indio de galera y pómulos relucientes bajo la galera, vestido de levita, especie de cochero achaparrado y grotesco, un Button sumiso y sonriente echando monedas al aire sobre los mugrientos adoquines de Londres?¿O el salvaje del Cabo de Hornos, desnudo bajo la llovizna helada, con su cuerpo pestilente de grasa de foca, la crencha informe y la cara embadurnada de negro?

La autora afirma que en su novela no hay héroes, y yo agregaría que tampoco hay vencedores y vencidos.., tan solo vencidos: los nativos, el observador/relator, la justicia del colonizador.

Sólo el lector triunfa con una lectura que resulta digerible, y la autora gana en el camino haciendo ver lo real como fantástico, y lo irreal como verdadero.

¿Cada cuántos años hay que volver a leer un libro que nos gustó?

¡Han pasado once!

¡Tal vez no deba esperar mucho más!

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