Nuestro proveedor,
como en tantas otras cosas, era la Tienda Buenos Aires. Por entonces
comerciante y cliente se entendían si se estaba pidiendo anilina azul para un
pantalón de mezclilla, o se hablaba de los mismos con marcas antiguas ya fuera
del mercado: Pecos Bill, Far West, Wichita…
Cuando se trataba de
los lutos se recibían algunos sobre en compensación, aunque todavía circulaban
las antiguas cajas metálicas en el tiempo de mi infancia poco a poco el
plástico comenzó a tomar su lugar incluyendo en su impreso la forma de
utilizarla.., en el antiguo diseño se suponía que quien la compraba sabía cómo
usarla. El luto en muchos casos pasaba por la oferta de quienes sabían hacerlo
en gran escala. Los parientes del difunto, según su proximidad tenían un
período de luto y luego uno de medio luto; este nunca era inferior a seis
meses, en cada una de las instancias. En casos de relación padres-hijos,
esposa-esposo, hermano-hermana la exigencia era mayor para la mujer; el hombre
podía vestir sobriamente y conservar negra la corbata y la cinta en la solapa.
Los niños también eran enlutados. La coloración en la indumentaria venía
acompañadas de restricciones en usos y costumbres: no se escuchaba música, por
ende radio, no se concurría a fiestas, se suspendían casamientos y compromisos.
Algunas lavanderas recibían ropa para hacer lutos. Recuerdo aun pr 1967 a mi
vecina, doña Rosario Pacheco, haciendo lutos en el patio hirviendo para ello un
fuentón con anilina sobre una parrilla alimentada con maderas… Cada tanto había
que revolver. Se tenía hasta los pañuelos de bolsillo y se hacía la tarea en
exteriores puesto que la emanación era muy fuerte para hacerla en esa escala en
los pequeños espacios domésticos en los que nos desenvolvíamos.
En algunos casos
cuando en aquellos años se producía un robo de ropa, generalmente se llevaban
toda la cordelada que se había dejado en la noche secándose en el patio, la
investigación policial se orientaba en tratar de saber quién había estado
comprando anilina.
Otro uso se daba
cuando se conseguía con algunos conscriptos del batallón las afamadas camisetas
navales, y los rifles largos con doble refuerzo en los fundillos. Se
acostumbrada a darle otro color, para disimular su origen; azules, grises,
pardos.
La moda hippie llamó
al teñido de remeras mediante el atado de las misas con hilos, atado fuerte, su
inmersión en la tintura y su posterior desatado dejando ver una curiosa
telaraña.
El cuidado del
calzado exigía un trato regular de limpieza y lustrado. Pero cada tanto, cuando
aparecía cierta degradación en el color inicial se recurría a tinturas que
debían aplicarse luego de una eliminación prolija de toda forma de betún.
Podía ser que se
encarara esta tarea a un zapatero.. Pero los “remendones” era a la vez
“remolones”, así que había que aprender a hacer las cosas cada uno por su
cuenta, aunque no faltaba alguien entre conocidos y familiares que era muy
habilidoso en hacer este tipo de trabajos, con lo cual recibía encargos múltiples
que se extendían a carteras, portafolios, cinturones y otros variados artículos
de cueros.
Al pasar hace unos
días frente a la casa de Doña Chila, vi como una señora que la acompaña estaba
en el jardín dedicada a teñir sus botitas color marrón. Era sábado a la mañana,
mañana de sol, tiempo de carnaval.., por la ventana abierta se escuchaba la
música fuerte, tal vez no del todo del gusto de la patrona. Imaginé que se
estaba preparando para salir esa noche de baile, y esa impresión despertó estos
comentarios.
Debía haberla
fotografiado pero a falta de este testimonio directo incorporo esta imagen
donde se aprecia la tarea de restauración de un buen entintado sobre unas botas
un tanto maltrechas.
En algún momento, en
un pueblo con mucho barro, era fundamental el cuidado del calzado.
Y la tercera
referencia la dio el recuerdo del zurcido invisible. De niño pertenecí a una
generación de destrozones que además correspondió a un tiempo en el que se
comenzaron a dejar de usar los pantalones cortos. Los que antes se rompían las
rodillas ahora rompían los pantalones. Para estos después de cada lavado, en su
pantalón de fajina, tenía que darse el zurcido, y más adelante otras soluciones
mágicas que aliviaron la tarea del ama de casa: los cueritos tipo pitucones, y
el mendafacil, que era un parche que se colocaba por el interior de la rotura,
aplicable con el calor de un planchado. Este “Mendafacil” venía en algunos
casos con dibujos florales, porque también las niñas terminaban destrozando
vestidos con algún alambre.
Pero cuando la
rotura era mayor, y en una prenda de vestir.. ¡que problema! Un problema que
solo lo podía solucionar quien hiciera zurcido invisible. El mismo pasaba por
reconstruir el tejido roto, muchas veces en un fino casimir, tomando hebras de
otras partes de la indumentaria. Mi madre que de eso sabía lograba hacerse de
unos pesos extras, y tenía algunos clientes fijos, un tal Yure por ejemplo..,
que comentaba mi madre solía andar saltando algunos cercos, supongo de ciertos
gallineros. Con los años el oficio desapareció, las pocas que lo conocían era
porque lo habían aprendido en algún internado en condición de pupilas. Había
quien llevaba al María Auxiliadora las prendas rotas y las recuperaba como
nuevas, siempre te salía más barato que comprar nuevas. Cuando vivíamos frente
a ese establecimiento muchas veces mi madre recibía algún regaño de la hermana
María, que le decía que con el invisible le estaba sacando trabajo a sus niñas.
Y mi madre la enfrentaba preguntándole: -¿Cuánto de lo que cobrar va a manos de las pobres
chicas”.
Hace unos 25 años
celebraba dos cosas: un traje nuevo y mi primer PC. En el trasporte de la CPU,
tomando un taxi me hice un siete en el pantalón.., y la doble alegría descendió
a menos de la mitad.
Pronto me dijeron
que podía recurrir al zurcido invisible, fue al colegio y las hermanas se
miraron entre sí sin saber de qué estaba hablando. Doña Carmen me dijo que no
le daba la vista, y hubo otra experta que estaba derivada en Buenos Aires. Mi
madre ya había muerto hacía casi un lustro. Hice un llamado por Radio Nacional,
pero nadie apareció. Entonces apareció el recuerdo que en Ushuaia estaba
Lucinda Otero que nos podía dar el dato, y se lo preguntamos por teléfono.
Primero se rió, después me dijo que se lo enviara por Los Carlos, pero que no
la apremiara porque tenía que coser para dos o tres casamientos inminentes.
Allá fue mi pantalón, y de allá volvió. Estos días fui a verlo y luce como el
primer día, el primer día en que volvió de Ushuaia. Por un lado –el exterior-
pareciera que nada le pasó…, por el interior hay un parche negro y las
evidencias de cómo fue entretejiendo fibras.
El presente relato
recupera esmeros de otros días por mantener la buena apariencia de las
personas, en prácticas que en algunos casos se han perdido y en otras se han
modificado por nuevas pautas sociales.
No es común
encontrar en nuestro Río Grande gente que escriba sobre estos menesteres de la
cotidianidad, a no ser Betty Vera, que lo ha hecho sobre sus recuerdos de
infancia en el norte del país. Es que nuestras escritoras locales suelen ser
más románticas, más aguerridas, más filosóficas que un zurcido invisible, una
tintura de zapatos, o una anilina.
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