Y la efemérides nos lleva a recordar al
empresario oriental Samuel Fisher Lafone, un comerciante de los más poderosos
de la banda oriental que había probado suerte primero en Buenos Aires de donde
huyó perseguido porque al ser protestante y haberse casado con una joven
católica –María Quevedo- contrariaba las leyes de la Confederación tan
defensora del catolicismo.
Con el tiempo entró en tratos con Vernet
para comprar sus derechos, llegar a un acuerdo, entró entonces en directa
relación con el gobernador Moody, administrado inglés de este archipiélago.
Lafone creía que los europeos eran inútiles
para desarrollar la ganadería en ese lugar y por eso envió algo del gauchaje
rioplatense con ese destino.
El gobernador anotará que esta fecha llegan
en el navío Napoleón, desde Montevideo, con Meers, Martínez y Williams, agentes
de Mr Lafone, 102 hombres con familia, en total 117 personas, quince caballos y
provisiones en general.
Con esto y una población de 270 almas la
presencia uruguaya será importante en la identidad de los isleños, reflejándose
en la forma de trabajo, y en algunos usos y costumbres que se extenderían luego
a la Patagonia argentino y chilena, como la forma de jugar al truco.
Pongámosle a esto un poco de literatura:
Pongámosle a esto un poco de literatura:
CAPÍTULO 1
Samuel Fisher Lafone tenía la mirada fija en el bosque de algarrobos que comenzaba muy cerca de la casa, hasta perderse en la lontananza. Pese a haber pasado los sesenta, el empresario continuaba erguido y fuerte como un cayado de roble. Sobre su piel bronceada resaltaban un par de ojos grises que aún centellaban cuando recordaba la magnífica aventura que fue su vida. Quizás rescataba un sinfín de batallas, libradas a puro coraje.
—Me escribió Hoffman, todos se han marchado a la quinta de Almagro porque temen que una nueva epidemia llegue a la ciudad —comentó su primogénito, al que todos llamaban Samuel el Joven—. Imagino que Rosa debe estar muy asustada.
Al escucharlo, su padre interrumpió las reflexiones y lo observó con mirada severa, como augurando males enormes. Cada vez que Samuel Lafone tenía esa expresión, los que le conocían temblaban porque era un hombre de enormes intuiciones. En Samuel la intuición era un sentido más, como el olfato o el oído, siempre estaba ahí, agazapada para brincar cuando la ocasión se lo indicara.
—No lo tomemos al pie de la letra, sabemos que la prima Rosa ha sido siempre muy alarmista, el gobierno dijo que no sucederá nada importante —agregó el joven, intentando restarle gravedad al suceso y continuó relevando su libro de cálculo.
Samuel Alexander Lafone Quevedo era menudo como su madre, menos flemático que su padre y carecía de esa mirada incisiva y a veces impertinente que caracterizó al más célebre inversor inglés que llegara al Río de la Plata.
Hacía muy poco del fin de la guerra de la Triple Alianza. Las calles paraguayas aún olían a pólvora cuando aparecieron las primeras fiebres. En Asunción no había médicos; es más, casi no quedaban varones porque la guerra se había llevado a más de la mitad de los hombres y la ciudad parecía un ejército de fantasmas. En poco tiempo, la muerte volvió a caminar por las calles, agazapada en el aire, en el agua y en el polvo. No faltaron rumores adjudicando tales desgracias a la intervención de Añá, la divinidad que remeda a Satanás y que estaría vengando a las víctimas de la guerra. Los nativos aseguraban que Añá causaba aquellas dolencias, conocedor como pocos de los secretos de la selva, de las hojas que matan, la boa que ahoga y la yerba que envenena la sangre. En unas semanas las fiebres ya habían pasado a Corrientes.
Los médicos no se ponían de acuerdo sobre el mal que estaban enfrentando, pero villas y ciudades iban quedando vacías ante el avance de algo maligno que en poco tiempo pareció fulminar a la región.
Fue recién cuando llegó a Buenos Aires que los clínicos reconocieron que lidiaban con la temida fiebre amarilla, pero lo mantuvieron en secreto para no sembrar el pánico entre la población.
Pese al silencio gubernamental, en Catamarca Lafone recibía permanentes misivas de sus amigos que le advertían que se gestaba un desastre de enormes proporciones. Hasta su querido Alvin Blount había dejado Gualeguaychú para llegarse a Buenos Aires y colaborar con el Hospital Británico, donde escaseaban médicos y enfermeros. José Roque Pérez, su amigo de toda la vida, le escribió para informarle que se quedaría en la ciudad a socorrer a los ciudadanos que, por la enfermedad o por razones económicas no pudieran marcharse.
Le aseguró que la gravedad era inmensa y que en una ciudad que registraba 187.000 habitantes, donde en tiempos de paz morían veinte personas por día, ahora lo hacían más de quinientas.
También le habló de la formación de una Comisión Popular que se encargaría de tomar las medidas y dar la ayuda necesaria para terminar con el flagelo. Esa noche Samuel le comentó que consideraba acudir en ayuda del gobierno y este no escatimó en excusas para retenerlo. Pero cuando recibió una carta de Bartolito Mitre narrándole que el Gobierno en pleno había abandonado la ciudad, Samuel supo que debía dejar actuar al filántropo que llevaba dentro.
A la noche le dijo a su hijo:
—Me voy ya. Si no trabajamos todos juntos, Buenos Aires perderá la batalla contra la fiebre amarilla. Le escribí a Vélez Sarsfield y me puse a su disposición para colaborar en lo que sea. Las parroquias desbordan de indigentes y en San Telmo el contagio fue extenso, pronto los dispensarios de todas las parroquias de la a ciudad estarán repletos de enfermos.
—Padre, es un desatino que deje esta casa para irse justamente a donde están las miasmas de la epidemia —insistió su hijo, con la mirada dulce heredada de su madre—. La ciudad se abarrotó de cadáveres y las autoridades hablan de inaugurar un cementerio en La Chacarita —argumentaba, para retenerlo.
Aún no se sabía que la fiebre amarilla era causada por un virus, ni tampoco que la transmitía un mosquito. Buenos Aires no tenía muchos hospitales, abrieron un lazareto en Azcuénaga y Paraguay para aislar a los enfermos y evitar el contagio.
Pero Samuel no tenía mucho que perder y sí deseos de ayudar. Ya había liquidado sus intereses en Montevideo, reservándose solo algunas inversiones que no le demandaban gran trabajo. Establecido en Catamarca, intentaba remontar la pena que le quedó tras la muerte de su amada María. Un año después, llegaba otra noticia devastadora, la muerte de su hermano Alexander, lo que le significó una estocada que nunca podría superar.
—Mira, ya el desastre es imparable —comentó Samuel en el desayuno del día siguiente al relevar los periódicos—. Como es costumbre en estos casos, la prensa ha dado a conocer el flagelo antes que el Gobierno.
La Nación aconsejaba el éxodo masivo y lo mismo hacía La Prensa bajo el título «Desalojo de la ciudad». En pocos días, la tercera parte de los habitantes de Buenos Aires había abandonado la metrópoli y el Gobierno decretaba el receso administrativo y parlamentario. Pero esta estrategia de escape tampoco resultaría, ya que el ferrocarril, junto a los temerosos ciudadanos, transportaba también la fiebre amarilla y, con ella, la muerte.
Todos se preguntaban cómo en una ciudad puerto que comenzaba a ostentar lujos europeos, edificios suntuosos y a realizar saraos memorables podía acontecer una desgracia de tal envergadura.
—Esa es una primera y engañosa impresión. Basta salir de las manzanas del centro porteño para descubrir que no es la urbe que se publicita en el mundo. Apenas traspasas algunas leguas del casco residencial y los barrios aristocráticos, encuentras grandes basurales, jaurías de perros sin dueño y precarias calles difíciles de transitar debido a las lluvias, la mugre y las ratas. Sobre el Riachuelo, los saladeros vierten sus desechos, con lo cual aquella lengua de agua que atraviesa Buenos Aires es hoy un curso de agua pestilente —dijo reflexivo Samuel a su hijo.
Samuel el Joven lo observó empacar con la sensación de quien ve a alguien por última vez. Pese a las enormes diferencias que ambos mantenían, especialmente en temas religiosos, él era su hijo favorito. Desde pequeño, mostró una gran inteligencia y lo enviaron a Inglaterra a estudiar en Cambridge. Tras graduarse como Magister Artium regresó al Río de la Plata y comenzó a acompañar a su padre en los recorridos comerciales, que solían convertirse en verdaderas expediciones. Fue en una de ellas que se prendó de Catamarca, en donde su familia ya poseía las minas de Las Capillitas y una fundición de cobre.
Ahora, en pleno desierto se alzaba una fundición modelo con casas decorosas para unos quinientos obreros, escuela, templo y almacenes de productos de todo tipo. Como fue costumbre en los Lafone, lugar en donde invertían un penique, lugar en donde invertían otro tanto en dignificar la vida de sus empleados, rodeándolos de bienestar y confort. Los operarios tenían tiempo para descansar, rezar y confraternizar junto a sus familias.
Eran épocas precarias y ante la ausencia de legislaciones al respecto, estableció como norma que en sus empresas, tras cinco días de trabajo, debían seguir dos de descanso, lo mismo que limitó el horario laboral que hasta casi cien años más tarde se extendería de estrella a estrella.
Cuando al fin Samuel arribó a Buenos Aires advirtió que era muy tarde y que el Consejo de Higiene parecía despertar de un extenso letargo. Comenzaron a barajarse ideas, una de las cuales fue la descabellada acción de evacuar toda la ciudad, lo que dada la relación coches/habitantes debía hacerse en su mayoría caminando. Tampoco era fácil definir quién debía de tomar las riendas de las acciones sanitarias en una ciudad en la que convivía el Gobierno Nacional, el Provincial y el Municipal. Muchos porteños se mudaron con premura a sus quintas y los que quedaron en la ciudad siguieron una rutina de higiene muy estricta. Las piezas y letrinas eran baldeadas diariamente con agua de cal, sahumaban dormitorios y salas con romero, alhucema y benjuí. Galenos, homeópatas y sanadores no daban abasto y se agotaron en las boticas el cloruro de cal y Labarraque.
A mediados de marzo, la zona sur mostraba un avance peligroso de los casos de fiebre y se vaticinaba una epidemia de mayor extensión que las anteriores. San Telmo, originalmente poblado por inmigrantes y trabajadores del puerto, fue tomado por la epidemia debido a su concentración de población.
El éxodo de las familias adineradas rumbo a espacios más «aireados» dejó el barrio lleno de casonas vacías de estilo inglés, francés y Art Nouveau. Pronto las viviendas fueron ocupadas por grupos de inmigrantes pobres, lo que multiplicó los conventillos que se llenaron de personas modestas —muchos italianos— que no tenían a dónde escapar. Incluso cuando llegaron los carnavales, esa misma gente salió a festejar por las calles bailando y bebiendo hasta la salida del sol.
Como era de imaginar, la enfermedad se transmitió más rápidamente. La mayoría de los médicos, enfrentados a un mal del que desconocían todo, terminaron desertando de la capital hacia casas quintas o campos. Los que permanecieron estoicamente junto a los enfermos combatían sin armas contra las altas fiebres, la ictericia y los vómitos de sangre que acompañaban la letal epidemia. Los hospitales estaban saturados y nadie sabía cómo se propagaba el mal, con lo cual todo resultaba inútil. Muchos de ellos fallecieron en su empeño de atender a los infectados y las autoridades tuvieron que habilitar un nuevo cementerio en La Chacarita de los Colegiales. No faltó quien hiciera buen dinero con aquella tragedia. Muchos propietarios vieron negocio en alquilar sus chacras a precios que crecían astronómicamente a medida que se alejaban de los centros poblados.
El terror despertó un furor inmobiliario sostenido por el instinto de supervivencia de los porteños. En manos de usureros se licuó la relación entre oferta y demanda, los especuladores ofrecían viajes gratis en ferrocarril, almuerzo y recorrido por las parcelas a adquirir en zonas de aire puro y saludable. En pueblos aledaños a Buenos Aires una pieza llegó a alquilarse a cuatro mil pesos, siendo lugares predilectos Flores, Morón, San Isidro, San Fernando y pueblos adyacentes.
Pronto los muertos se contaban de a miles y se debió comenzar con la dura tarea de arrojar los cadáveres a fosas comunes.
Establecido en lo de sus sobrinos Hoffmann-Quevedo, Samuel escuchaba las quejas de los porteños, que tildaban a los gobernantes de cobardes por abandonar la ciudad. Samuel no reparó en cuidados personales y visitó diariamente el Hospital que había fundado la Sociedad Británica de Filantropía y dirigían el Dr. Robinson y John Mackenna. Su compromiso con la comunidad británica de Buenos Aires estaba intacto. Volvió a reencontrase con su querido amigo Alvin, lo que le retrotrajo a su épocas juveniles y al puerto de Liverpool, ahora tan lejano. Su amigo era ya un hombre grande, pero conservaba el mismo brillo en sus ojos que contagió a los hermanos Lafone en aquella taberna de Liverpool. «¿Cómo no comprenden que en un país asolado por la peste debemos cuidar que las instituciones no queden acéfalas?», argumentaba.
Casi no reconocía aquella ciudad que había llegado a conquistar cuarenta años atrás. Pero con el paso de días y semanas lo ganaría la desazón al observar que en la Buenos Aires infectada, quedaron más curas y pastores atendiendo a sus fieles, que médicos y políticos.
No bien el presidente Sarmiento nombró una comisión para organizar la lucha contra la peste, Samuel quiso participar en ella. Su función era organizar el desalojo de los conventillos y ordenar la quema de cada cosa que encontrara dentro de las piezas. Vigilar que negocios, teatros y salones permanecieran cerrados y evitar el amontonamiento de gente.
Durante ciento cuarenta días, Buenos Aires se transformaría en una ciudad fantasma, los carros de la municipalidad trasportaban cadáveres como algo habitual, así como la quema, en las aceras, de ropas y enseres de los infectados.
—Querido amigo, la peste va arrasando la ciudad. Esperemos que por lo menos se despierte en las autoridades la conciencia sobre la necesidad de mejorar la limpieza, el saneamiento, el abastecimiento de agua y las obras necesarias para evitar que situaciones similares vuelvan a suceder —se quejaba Alvin, preocupado por la ausencia de prevención en las autoridades.
La comisión de salubridad que dirigían Manuel Argerich y José Roque Pérez envió a la prensa, detalladamente, las recomendaciones que debían seguirse para terminar con el flagelo. Pero aquellos consejos eran paupérrimos para combatir tremenda epidemia.
—Han colgado en todos lados las medidas sanitarias a tomar: comer frugalmente, en especial carnes frescas, los huevos bien cocidos, pan, caldo, café y vino. Se prohíben las bebidas espirituosas y hay infinidad de recomendaciones, en su mayoría absurdas como levantarse antes de la salida del sol, pasearse al aire libre, ventilar habitaciones y camas, evitar reuniones y no tomar mate —agregó Blount.
Incluso, entre muchos ciudadanos se extendió la creencia de que eran las propias medicinas las que provocaban la enfermedad, lo que complicó aún más la situación.
Alvin también había enviudado y estaba devastado, con lo cual los dos amigos se reconfortaron ante la adversidad. «Me pregunto todos los días por qué se fue Carmelita antes que yo», repetía. Los dos amigos permanecían juntos más de doce horas, alentando a los enfermos y colaborando con el cuerpo médico, iban al puerto a esperar los buques que traían medicamentos y útiles para el Hospital. Pero en las noches, Samuel se sentía solo y regresaron aquellas pesadillas que lo acuciaron desde pequeño y que solo su hermano Alexander sabía exorcizar.
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