EL PILOTO que se dirige al estrecho de Magallanes
sobrevuela, un poco al Sur de Río Gallegos, una antigua lengua de lava. Esos
cascotes levantan sus veinte metros de espesor sobre la planicie. En seguida
descubre una segunda corriente, y una
tercera, y, a partir de ahora, cada protuberancia del suelo, cada montículo de
doscientos metros, tiene un cráter en el flanco. No son Vesubios orgullosos,
sino sencillas bocas de obús emplazadas en la misma llanura.
Actualmente duermen. Sorprende la calma de ese paisaje
abandonado en el que mil volcanes, escupiendo fuego, dialogaban entre sí con
sus enormes órganos subterráneos.
Sobrevolamos una tierra que, adornada por negros glaciares,
permanece muda desde entonces.
Más adelante, volcanes más antiguos ya se han vestido con
unos dorados matorrales. De vez en cuando un árbol brota en su seno, como una
flor en una vieja maceta. A la luz del ocaso, carbonizada por briznas de
hierba, la planicie brinda el lujo de un parque, y ya casi no se arquea alrededor
de las enormes bocas. Salta una liebre, un pájaro echa a volar; la vida ha
tomado posesión de un nuevo planeta en ekl que la tierra por fin se ha impuesto
al astro.
Finalmente un poco antes de Punta Arenas, los últimos
cráteres aparecen colmados. Una hierba uniforme abrazo con dulzura las
sinuosidades de los volcanes. Ese lino suave recubre cada fisura.
La tierra es lisa; las pendientes suaves. Nada hace pensar
en sus orígenes. En el flanco de las colinas las matas de hierba borran cualquier
signo sombrío.
Ya hemos llegado a la ciudad más meridional del mundo, a la
que el azar permitió nacer de una pizca de barro, entre lavas originarias y
hielos australes. Cuando se está tan cerca de las negras corrientes de lava,
¡con qué fuerza sentimos el milagro del hombre! ¡Extraño encuentro! No sabes ni
como, ni por qué, en una determinada era geológica, en un día bendito entre
todos los días, un viajero visitó esos jardines sólo preparados, sólo
habitables, durante un breve espacio de tiempo.
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