Mi condición de periférico auxiliar de las
tareas religiosas –lo que entonces se llamaba monaguillo- comenzó con aquel
“Pequeño clero” de atrajo a tantos chicos del ámbito parroquial en tareas
recreativas, educativas y pastorales. Llegamos a ser…¡un montón! Y de pronto
recuerdo aquellas tarde leyendo en grupos el Patoruzú, o las salidas para
entregar frutas a niños que acreditaban su pobreza cuando preguntaban a nuestro
paso: ¿y esto que es? Mirando curiosamente una manzana.
Pero todo aquello duró nada más que un año. Al
siguiente lo fletaron al cura que promovía todas estas iniciativas y del
pequeño clero no quedó más que el recuerdo.
El nuevo cura preguntó quién lo iba a ayudar
en misa, y nadie se mostró mayormente interesado, tenía cara de bull dog,
imponía respeto y temor.
Ante esa situación preguntó quienes vivían
cerca de la parroquia, y entonces levantamos la mano Lucho y yo. Y allí comenzó
nuestra adscripción a las tareas en cuanta misa, funeral o bautismo se pusiera
a tiro. El cura salía a la puerta del colegio, tomaba el silbato que usaba en
los arbitrajes de futbol infantil, y comenzaba a tocar largas pitadas, hasta
que aparecíamos desde nuestras casas los dos monaguillos felices al llamado del
señor.
En esos días la ceremonia se oficiaba en
latín, y algo chapurreábamos sobre el particular sin saber significados:
Dominos bobispum… Ecununspiritu tuuuuo. Y comprendíamos de las evoluciones que
se tenía que dar en el altar donde el sacerdote oficiaba frente al sagrario y a
espaldas de la grey.
El oficio tenía algunas compensaciones. Antes
de comenzar la ceremonia, y con las ropas que el nos tenía preparadas: la
sotanita y el sobrepelliz, nos ponía de rodillas, agachábamos la cabeza y nos
impartía una bendición con la cual quedábamos perdonados de todo pecado, sin
haberlos enumerado en un murmullo como exigía la confesión y –en muchos casos-
sin arrepentirnos de lo obrado o lo pensado.
El cura no se reía, pero en algunas cosas nos
resultaba divertido. Como cuando después de impartir la eucaristía tomaba el
cáliz, y mirando a uno de nosotros no decía: ¡Vinum plus! Y eso nos obligaba a
servir de la vinajera, llegando a decir en algunos momentos de ansiedad: ¡Plus,
plus, pluuuus!
Un día llegó una tremenda noticia. Por
disposiciones del concilio que se celebraba en Roma habría cambios en la
liturgia. En realidad la feligresía hablaba domésticamente de lo que podía
pasar allá. Un Papa había muerto, lo reemplazó otro, y se pensaba que si
hubiera seguido el primero habría sido una realidad el permiso para que los
curas se casen, y el reconocimiento del divorcio… Pero el cambio en la liturgia
era algo más simple.., ¡o no!
Ya se dejaría de oficiar de espalda a los
fieles, y se usaría el idioma castellano a lo largo de toda la ceremonia.
De inmediato a saberlo pensé como iba a
resolver de cara a la gente el cura eso del “plus, plus”, que pasaría con la
transfiguración que experimentaba si debía darse de cara a los beatos, y cual
sería la palabra castellana equivalente.
Pero a la vez pensaba en que quedaría nuestro
conocimiento exclusivo del latín que permitía ese diálogo excluyente con el
sacerdote.
El cura, que lideraba la actividad del fútbol
local, había conseguido de parte de los muchachos que hacían la polla sobre los
partidos de primera la pasta hectográfica en las que hacían las copias
azulinas. Uno de ellos me puso al tanto de cómo debía ser la cosa, y sin
saberlo ingresé a la actividad gráfica con la cual me he cruzado más de una vez
en los caminos de la vida.
Multiplicábamos las hojas donde se había
escrito todo el desarrollo de la misa, que ya no exigía más respuestas en
latín, sino en el idioma nacional: Cordero de Dios que quitas los pecados del
mundo.., ¡ten piedad de nosotros!
Tuvimos, Lucho y yo, que aprender de memoria
nuestros parlamentos.., imaginábamos que si nos esquivocábamos tendríamos una
dura reprimenda, y tal vez como se nos había dicho, tendría el cura que
comenzar todo desde el principio.
Nos pusieron a estudiar nuestro papel en la biblioteca
de la escuela, pero al rato estábamos jugando a la pirinola. En otro momento
pasó el cura y nos dijo que nos tomaría lección para ver que habíamos aprendido,
pero llegada cierta hora nos dimos cuenta que se había olvidado de nosotros
compartiendo desde el patio de la parroquia un partido entre muchachos que
vestían unos la camiseta de Boca y otros la de San Lorenzo. El cura arbitraba y
a la vez transmitía el encuentro con un equipo amplificador que un benefactor
había enviado desde Turín: ¡Dale patadura! ¡Atajá Guatón! El cura en esos actos
bautizó de sobrenombres a algunos que lo siguieron usando toda la vida.
Era un viernes.
El domingo sería el cambio en la misa.
Nos quedaba poro tiempo para aprender la tarea
de monaguillo en nuestro idioma.
Al día siguiente sería la misa de las 7 de la
tarde la última que se oficiaría de espaldas y en latín. Y a esa misa fuimos
convocados por el habitual sistema del silbato.
Pero Lucho no apareció. El cura miró el reloj,
dijo que nos arreglaríamos solos, y pasamos a la sacristía. Yo había estado la
noche, la mañana, y parte de la tarde tratando de aprender lo que debía decir
al día siguiente. Y ya estaba muy nervioso. El cura también parece, porque tomó
algo de vino, y compadeciéndose de mí, me preguntó mi edad, y me ofreció la
botella, yo no pude evitar corresponderlo, era un vino dulzón, tibio…
Pasamos a la capilla sin haber recibido
absolución alguna de mis pecados, que hubieran incluido calladas putedas a todo
el Concilio Ecuménico que nos había metido este cambio de por medio.
Y al rato comenzaba la última misa en latín.
No sé si por efecto del la falta de sueño, o
de la libación preliminar, no daba con las respuestas apropiadas en latín, el
cura me miraba seriamente, me soplaba lo que tenía que decir, y así me iba
rectificando. Parecía que no se tenía que comenzar todo de nuevo, o al fin de
cuentas esa sería la última misa de una liturgia que al día siguiente cambiaba
para siempre.
Pero de pronto me amodorré, y comencé a
dormirme de rodillas, y fue así que en el momento de la consagración, tenia
conmigo la campanilla y no la tocaba.
El cura me miraba con disgusto y algo me
decía, no lo podía entender, ¿sería en latín o castellano?
El cura gesticulaba y levantaba la voz, ya no
me estaba soplando, me estaba reprendiendo. Dependía de mi gesto que la ceremonia continuara.
De pronto la furia del párroco se hizo
audible: ¡La campanilla! ¡Tocalá cuchaetumadre!
Entonces me di cuenta. ¡Se había adelantado
oficiar la misa en nuestro idioma! Y yo riéndome toque y toque de ella, hasta
que el cura puso en mi hombro una mano y
lo entendí todo. Y paré…
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