Poco a poco va desapareciendo la “cultura del
barro”.
No al
ritmo que lo quisieran los políticos y urbanistas pero.. en Río Grande se está
perdiendo. El barro no... la cultura, digo.
Me percaté de ello cuando las chicas que
salían de la fábrica dibujaban una danza lenta en puntas de pie, manchando pese
a todo sus zapatillas rosas, celestes y amarillas. No era esa la forma en que
paseaban nuestras muchachas en primavera.
Un buen zapato se reserva para algún día en
especial porque si su uso era continuo el barro consumía su brillo, carcomía el
cuero e invadía su calidez con la humedad resumada de la tierra.
Cuatro estaciones tiene la Tierra del Fuego,
¡no las confundamos con las del almanaque!, al prolongado invierno sucede la
estación de los vientos, una breve primavera se extiende de diciembre a
febrero, y después.. el ciclo de las lluvias se precipita sobre el gris polvoriento
de nuestro suelo y un caldo geodésico fermenta antes que la tierra se suma en
el letargo de la helada.
Tres eran los humores al chapalear; según la
zona de población que se transitara: En la parte alta, mejor compactada y
drenada tan sólo había que salvar los charcos por la falta de desagües
pluviales y cloacas, situación que alcanzaba las proximidades de los cuartes
que si bien gozaban de este beneficio no lo compartían con sus vecinos. Enormes
charcas se formaban antes y después del invierno, donde no faltó el curioso que
colocara el cartel Prohibido Pescar.
La Vega, era eso. Comenzaba en la calle
Alberdi y no tenía fin. La UTN, Bomberos, Policía, Aerolíneas, Telefónica,
Centro Deportivo, todos espacios lacustres. Aquí el barro se tornaba viscoso,
lográndose la horizontalidad aparente de las calzadas –que son los lugares de
tránsito ante la falta de veredas- ocultando baches y tiñendo hasta las
rodillas en pocos pasos a sus estoicos peatones.
Y luego estaba la rivera. Recostada sobre el
río la periferia viva de la población se asentaba sobre un mazacote amarillo
donde dejaban la impronta de su ruedas los pocos vehículos que pasaban por ella
y más de un apurado perdía un zapato.
Siempre antes del invierno, por cuatro semanas
el barro invadía la ciudad, el cartero limitaba su reparto, el taxista nos
dejaba una cuadra antes y el inspector municipal demoraba sus controles.
Comenzaban las clases y junto a la
indumentaria indispensable de los chiquilines aparecían la botita de goma, esa
que no se sacaba ni para jugar al fútbol, cuando el fútbol se jugaba todo el
año, esa que se llevaba sin mayor elegancia pantalón adentro.
Por los años de la Zona Franca resultaban
fáciles de conseguir unos zapatones checoeslovacos que permitían llevar otro
calzado abajo –las langosta o los sacachispas. Aún recuerdo el botín de los
botines, almacenados al fondo de cada aula secándose al calor de un infrarrojo,
esperándonos a todos los chicos para el regreso a casa, y las peleas y los
apuros por encontrar la que nos correspondía.
Y después la procesión que sabía los caminos
secretos hasta cada casa, los baquianos del barro, pequeños patagónicos niños
de nueve años calzando cuarenta, chapaleando a diestra y siniestra. Y las
madres que pedían y pedían autorización para que en la escuela nacional
pudieran llevar los alumnos guardapolvos grises como los chicos de los curas.
Eran los tiempos también del azul óptico y el almidón colman.
La travesía callejera pasaba en algunos tramos
por agarrarse de los cercos, cuidarse en los deshielos que dejaban en el fondo
de los charcos la escarcha más resbalosa, marchar en fila india –cuando se
salía en familia o con amigos- con el más conocedor adelante, o bien el más
gordo si se dudaba sobre la resistencia del terreno.
Jesús Medina de Gas del Estado, Daniel
Martínez de la Usina, Juan Barría de Obras Sanitarias y Esteban Baimacovic del
Correo, solían informarnos sobre las condiciones de transitabilidad cuando
debíamos visitar algún rincón negado del pueblo.
Al llegar a cualquier casa la patrona nos
acercaba el sacabotas, ese particular invento de los pobladores consistente en
una pequeño listón de madera con una cuña abierta en la que se insertaba el
talón, mientras que con el otro pie se pisaba el segundo extremo de este
pequeño sube y baja y así –tirando fuerte de esta palanca- se desprendía el
calzado sin ensuciarse las manos.
Por suerte en un tiempo en que nos conocíamos
todos, los automovilistas si no nos levantaban espontáneamente al menos
respetaban nuestra condición y frenaba o desviaban su camino para impedir las
salpicaduras; solidaridad mínima que podía esperarse de quines podían incrustar
las cuatro ruedas en cualquier esquina de donde eran sacados a fuerza de brazos
y puteadas.
Río Grande, no tiene la fortuna de la capital
fueguina, sigue conservando esa apariencia terrosa condicionada por la falta de
pavimento, pero el incremento del poder adquisitivo y por ello del parque
automotor, las medidas de saneamiento y de un más eficaz relleno que nos
muestran un barro distinto han hecho olvidar la figura del vecino que en botas
de goma y linterna en mano recorría pro sus urgencias y chapoteos las calles
cenagosas.
Y hasta aparecen nostálgicos, como el amigo
aquel que añora aquellos tiempos en que salpicándose los pantalones con las
pampero recorría los suburbios donde
nunca le faltó una enamorada, mientras que ahora lejos del barro y en mocasines
está como para cantar un tango.
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