RASTROS EN EL RIO.91*“Y entonces uno descubre que siempre en esta tierra nueva se está aprendiendo -otra vez- a caminar.”

Poco a poco va desapareciendo la “cultura del barro”.

 No al ritmo que lo quisieran los políticos y urbanistas pero.. en Río Grande se está perdiendo. El barro no... la cultura, digo.

Me percaté de ello cuando las chicas que salían de la fábrica dibujaban una danza lenta en puntas de pie, manchando pese a todo sus zapatillas rosas, celestes y amarillas. No era esa la forma en que paseaban nuestras muchachas en primavera.

Un buen zapato se reserva para algún día en especial porque si su uso era continuo el barro consumía su brillo, carcomía el cuero e invadía su calidez con la humedad resumada de la tierra.

La bota de goma era la solución.

Cuatro estaciones tiene la Tierra del Fuego, ¡no las confundamos con las del almanaque!, al prolongado invierno sucede la estación de los vientos, una breve primavera se extiende de diciembre a febrero, y después.. el ciclo de las lluvias se precipita sobre el gris polvoriento de nuestro suelo y un caldo geodésico fermenta antes que la tierra se suma en el letargo de la helada.

Tres eran los humores al chapalear; según la zona de población que se transitara: En la parte alta, mejor compactada y drenada tan sólo había que salvar los charcos por la falta de desagües pluviales y cloacas, situación que alcanzaba las proximidades de los cuartes que si bien gozaban de este beneficio no lo compartían con sus vecinos. Enormes charcas se formaban antes y después del invierno, donde no faltó el curioso que colocara el cartel Prohibido Pescar.

La Vega, era eso. Comenzaba en la calle Alberdi y no tenía fin. La UTN, Bomberos, Policía, Aerolíneas, Telefónica, Centro Deportivo, todos espacios lacustres. Aquí el barro se tornaba viscoso, lográndose la horizontalidad aparente de las calzadas –que son los lugares de tránsito ante la falta de veredas- ocultando baches y tiñendo hasta las rodillas en pocos pasos a sus estoicos peatones.

Y luego estaba la rivera. Recostada sobre el río la periferia viva de la población se asentaba sobre un mazacote amarillo donde dejaban la impronta de su ruedas los pocos vehículos que pasaban por ella y más de un apurado perdía un zapato.

Siempre antes del invierno, por cuatro semanas el barro invadía la ciudad, el cartero limitaba su reparto, el taxista nos dejaba una cuadra antes y el inspector municipal demoraba sus controles.

Comenzaban las clases y junto a la indumentaria indispensable de los chiquilines aparecían la botita de goma, esa que no se sacaba ni para jugar al fútbol, cuando el fútbol se jugaba todo el año, esa que se llevaba sin mayor elegancia pantalón adentro.

Por los años de la Zona Franca resultaban fáciles de conseguir unos zapatones checoeslovacos que permitían llevar otro calzado abajo –las langosta o los sacachispas. Aún recuerdo el botín de los botines, almacenados al fondo de cada aula secándose al calor de un infrarrojo, esperándonos a todos los chicos para el regreso a casa, y las peleas y los apuros por encontrar la que nos correspondía.

Y después la procesión que sabía los caminos secretos hasta cada casa, los baquianos del barro, pequeños patagónicos niños de nueve años calzando cuarenta, chapaleando a diestra y siniestra. Y las madres que pedían y pedían autorización para que en la escuela nacional pudieran llevar los alumnos guardapolvos grises como los chicos de los curas. Eran los tiempos también del azul óptico y el almidón colman.

La travesía callejera pasaba en algunos tramos por agarrarse de los cercos, cuidarse en los deshielos que dejaban en el fondo de los charcos la escarcha más resbalosa, marchar en fila india –cuando se salía en familia o con amigos- con el más conocedor adelante, o bien el más gordo si se dudaba sobre la resistencia del terreno.

Jesús Medina de Gas del Estado, Daniel Martínez de la Usina, Juan Barría de Obras Sanitarias y Esteban Baimacovic del Correo, solían informarnos sobre las condiciones de transitabilidad cuando debíamos visitar algún rincón negado del pueblo.

Al llegar a cualquier casa la patrona nos acercaba el sacabotas, ese particular invento de los pobladores consistente en una pequeño listón de madera con una cuña abierta en la que se insertaba el talón, mientras que con el otro pie se pisaba el segundo extremo de este pequeño sube y baja y así –tirando fuerte de esta palanca- se desprendía el calzado sin ensuciarse las manos.

Por suerte en un tiempo en que nos conocíamos todos, los automovilistas si no nos levantaban espontáneamente al menos respetaban nuestra condición y frenaba o desviaban su camino para impedir las salpicaduras; solidaridad mínima que podía esperarse de quines podían incrustar las cuatro ruedas en cualquier esquina de donde eran sacados a fuerza de brazos y puteadas.

Río Grande, no tiene la fortuna de la capital fueguina, sigue conservando esa apariencia terrosa condicionada por la falta de pavimento, pero el incremento del poder adquisitivo y por ello del parque automotor, las medidas de saneamiento y de un más eficaz relleno que nos muestran un barro distinto han hecho olvidar la figura del vecino que en botas de goma y linterna en mano recorría pro sus urgencias y chapoteos las calles cenagosas.


Y hasta aparecen nostálgicos, como el amigo aquel que añora aquellos tiempos en que salpicándose los pantalones con las pampero recorría los suburbios  donde nunca le faltó una enamorada, mientras que ahora lejos del barro y en mocasines está como para cantar un tango.

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