Corría el año 89, creo. Cuando de a poco
empezamos a ver algunas lauchitas correr fugazmente entre el medio de los
palos. La cantidad de lauchas iba en aumento conforme al invierno se afianzaba.
Y en pleno invierno fue la invasión total.
Eran tantas, que pretender un número es imposible. Podemos decir millones. Pero
para cuantificarlas puedo decir lo siguiente: el paisaje no era blanco por la
nieve, era de un gris muy oscuro, casi negro por las ratas. No había lugar por
donde no anduvieran, no había alimento que no se comieran. Hasta la cobertura
del plástico del cable de bujía de las motosierras, se comieron.
Recuerdo que no podíamos dormir pues estos
animalitos inundaban la cama, yo no quería que llegue la noche y de esa manera
evitar, una lucha estéril contra el frío, la oscuridad, el sueño, y las ratas.
Aun así era…
…inevitable, debíamos dormir. Y para esto, le
pegaba una buena sacudida a la cama y aquellos animalitos salían huyendo por
todas las rendijas de aquel rancho. Luego me acomodaba en mi cama, y sin
sacarme ninguna ropa, (esto era más que nada para evitar un poco el frío) me
cubría bien con la manta, totalmente todo el cuerpo. Metiendo los bordes de la
manta debajo de mi, desde mis pies hasta la cabeza solo dejaba un agujerito por
donde respirar. Cuando se hacía el silencio, ls ratas volvían a inundar el
rancho. Mientras estaba despierto no pasaba nada, ninguna subía a la cama. Las
ratas son seres sensoriales que perciben “cuando uno está dormido”. De ahí que
la guardia consistía simplemente en quedarse despierto lo máximo posible, y así
evitar que se treparan a la cama vencido
por el cansancio del trabajo del frío y de tantos día en estas condiciones,
cada tanto dormitaba un poco y si alguna se sentaba sobre mi cabeza, se sentía
el rrrrrrrrr dell latir de su corazón. Suficiente para despertar sobresaltado,
con lo cual lo que conseguía era espantar a todas aquellas , que muy
sigilosamente se habían metido dentro de mis pantalones y entre mi piel, y mi
camisa. Salían huyendo, arañándome las costillas, era un saltar de la cama
y zapatear frenético que se repetía cada
vez que me quedaba dormido. Y cada tanto escuchaba el mismo frenético zapateo
en los ranchos contiguos de mis compañeros.
En invierno oscurece temprano y después e de
haber trabajado todo el día hasta la noche, con temperaturas bajo cero, nos
reuníamos todos debajo del techo de la cocina para preparar la cena. La cocina
era como de tres por cuatro metros tenía solo dos paredes, la del fondo y la
del costado. Tanto esas paredes y el techo estaban hechos con chapas de
tambores de 200 litros. Abierto por el medio. Como siempre uno hacía el fuego,
otro guisaba, otro la torta frita, otro el mate,luego todos sentados al
resplandor del fuego, jugábamos a quien mataba más lauchas. Para esto, nos
quedábamos muy quietos y en silencio con uno de los pies apoyado solo el talón
en el suelo. La parte del empeine levantado, cuando las ratas se confiaban por
el silencio, se dejaban ver en cantidad. Luego cualquiera dab un palmazo y
espantados estos animalitos salían huyendo a refugiarse debajo de cualquier
cosa, y cualquier cosa incluye nuestros pies que ya estaban en posición de dar
el pisotón.
Y era paf ¡el palmetazo y tush! el pisotón y
así liquidábamos 25 o 30 cada uno mientras esperábamos que se cocine la cena.
La otra forma de matarlas era colgar un piolín
del techo, dejando la punta como a un metro del suelo. Luego justo debajo , un
tambor de 200 litros. La parte de arriba totalmente abierta con un poco de agua
adentro. Las ratas bajaban por el piolín hasta la punta. Luego se dejaban caer
al suelo, pero no caían sino dentro del tambor, con lo cual muchas se morían
ahogadas, y las que no se morían por haberse caído ya sobre el colchón que
habían hecho las que ya murieron, estas, morían
luego por la mañana cuando le echábamos un poco de nafta y le prendíamos
fuego. Esto a su vez nos dio una idea.
Ya no le poníamos agua al tambor. Simplemente lo poníamos debajo del piolín
totalmente seco, con lo que lográbamos que las ratas al otro día estén
totalmente vivas y sequitas. Luego, era solo cosa de echarle un poco de nafta,
y esperar que se empapen bien. Parece que a las ratas no les gusta la nafta.
Porque apenas le echábamos un poquito, se alborotaban todas y empezaban a
chillar. Creo que presentían lo que les esperaba. Luego retirábamos el tambor de debajo del techo, alguien arrojaba una
chispa al tiempo que otro le daba una
patada al tambor y bummm! la explosión y
el griterío de los muchachos. Las ratas salían volando como balines, luego todavía seguían caminando un poco más. Pero
solo hasta que se les acababa el combustible. Con el calor que despedían
incendiándose,dejaban un surco en la nieve y allí quedaban con las patitas y la
colita bien enruladas”.
*Del
libro El Escribidor de Tierra del Fuego. Don este empresario de Tolhuin da
detalles de su existencia entre nosotros, con descripciones valientes y
minuciosas sobre el mundo que le tocó conocer, y construir.
2 comentarios:
Mingo,
Un evento muy similar, ocurrido en la Isla Grande, fue relatado por Sarita Sutherland de Menéndez, antigua pobladora riograndense nacida el 23 de diciembre de 1917 en Punta Arenas. Sus recuerdos corresponden al año 1927, cuando vivía en un campo que le dieron a su familia:
“Era un puesto chiquito de tres piezas, lleno de lauchas ... No podíamos dormir a la noche por las lauchas que andaban ... (...) Eran lauchas de esas chiquititas, pero miles y miles ... Destruyen los víveres, todo lo destruyen. Era muy común, cada tantos años se producía. Las truchas comen estas lauchas, que se tiran al agua. A mi mamá le pasó que abrió una trucha y la iba a dar vuelta, y tenía cinco ratitas chiquitas adentro ... (ríe).¡Largó la trucha al suelo! Duraban meses y meses después de la primavera. Más o menos se sabía cuando venían por los años que pasaban. Me acuerdo que decían que pasaban cada siete años ...¡Se veían correr sobre la nieve blanca, parecían pajaritos! ¡No dejábamos dormir a mis padres ni a nadie porque saltaban las lauchas por la cama y por las cabezas! Teníamos dos gatos adentro de la pieza pero no podían hacer nada con ellas. Los perros las mataban, las mordían y las tiraban lejos. De noche ... ¡Andaban por las camas, por todos lados! Se había arruinado una bolsa de harina, así que mi papá la puso en una tina grande, donde teníamos para el baño, y llevó dos o tres de esas tinas nuevas con él. En una puso una bolsa de harina, que estaba sucia, porque las lauchas ensucian todo, y puso la harina con agua y la hizo bien espesa ... Allí caían por noche hasta que empezaban a pasar por encima de las que ya estaban empantanadas ...” (A hacha cuña y golpe, Recuerdos de pobladores de Río Grande, 1995).
Luego de estos hechos, Sarita – de unos diez años – viajó a Punta Arenas con su hermana para vivir con su abuela. Regresó a la Isla tres años después, aproximadamente en 1930, encontrando ya construida la Casa de la Estancia Nueva Argentina, en la cual viviría por un tiempo.
Un saludo Mingo!
Hernán (Bs. As.)
Anonima:
(porque soy de la familia)
Ruben, porque no decis la verdad de como comenzaste tu aserradero, a quien le robastes la sierra sinfín en Paraguay...y te la trajistes escondida a tierra del fuego...ya que ya uno de tus hermanos ya estaba allí...en el Paraguay te fue muy mal...quisistes hacerte el marchito y por poco te matan...
Conta la verdad...de como le pegabas a tu mujer y ahora te haces el Cristiano...
Das verguenza... Poco hombre.
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