El viaje de regreso



Era marzo y ya debía pensar en retornar a la universidad. El año anterior con había terminado con todas las materias aprobadas, materias del segundo año de Periodismo, y poco sabía sobre lo que podía ocurrir después de realizadas las elecciones. Alguien decía que las facultades en La Plata ya estaban tomadas por los estudiantes, mientras otros decían que los militares las mantenían cerradas con tropas acuarteladas en cada recinto y ametralladoras en las azoteas con la intención de limitar la actividad estudiantil.

Pero volver había que volver.

Por ello hice varios viajes a la Base con la intención de la posibilidad de lograr una plaza en un vuelo de marina, gestión que ya había realizado un par de años antes con el llamado “Negro Angelinetta”. Encaraba por obligado hacia la ruta y de ahí comenzaba a hacer dedo. Para el primer año había hecho el mismo camino, pero con vergüenza, ahora me atrevía a hacer dedo y no tardaba en encontrar a alguien que me acercara hasta la bifurcación –estancias por un lado, Base por el otro- siendo mucho más transitada la primera que la segunda puesto que los vuelos no eran cosa de todos los días.

Al tercer viaje tuve la buena noticia. Entonces –como en otros años- mi vecino Gabriel Barrientos me llevó en su taxi, sin cobrarme, pero anotando –fingidamente- en una libretita las deudas acumuladas, las que serían pagadas el día en que me recibiera.

En la Aeroestación me informé que viajaríamos en un avión Electra. La nave estaba dividida en dos. El sector anterior para oficialidad, el posterior para “la perrada”, entre ellos estaban algunos cabos, personal civil y familiares, conscriptos y uno que otro civil dentro de los que me encontraba yo. Conocía a muy pocos de ellos.

El vuelo tenía un carácter de especial puesto que en Río Gallegos subiría la una dotación antártica que en otra nave llegaría a esa localidad desde el continente blanco.

A mi lado se sentó un suboficial entrado en carne que durmió la mayor parte de un vuelo que tendría sus bemoles, bemoles que ya contaremos, al lado yo, y en la ventanilla Doña Zorka, la mamá del Vuka.

En el asiento delantero había dos conocidos: Beto y Hugo. En realidad conocía al primero que era alumno del secundario, el otro –su hermano mayor- estudiaba en la Armada siguiendo la vocación paterna.

Yo tenía cierto entusiasmo por las escalas que haría la nave: una Gallegos, otra Trelew, poco visitada por los vuelos de Aerolíneas que comenzaban y terminaban en Río Grande, después Bahía, aunque entre la gente militar se hablaba como destino a Espora, a Punta Alta.. En cada uno de esos lugares pararíamos y podríamos bajar a estirar las piernas. Yo trataría de conseguir al menos un periódico de cada lugar cosa que era buena para mi curiosidad de estudiante, en años en los cuales en el sur se sabía poco del mismo sur..

Pero esta situación se frustraría al llegar a Río Gallegos, nos dijeron que no se bajaría en ninguna de las escalas si no se tenía a las mismas por destino. Y todo se agravó cuando los cuarenta minutos de espera en Gallegos se fueron estirando, y se llegó a la hora con la noticia que el vuelo antártico andaba con problemas y mientras no se supiera bien que iba a ocurrir con los esperados pasajeros no nos moveríamos de plataforma.

Doña Zorka comenzó a impacientarse, salió para el baño para lo cual hubo que despertar al obeso dormilón del asiento del pasillo, situación que se repetía hora a hora.

La gente comenzó a hablar entre sí. Y yo me cuidaba sobre cuál sería mi tema de conversación, cosa que era de entenderse: que hacía un estudiante universitario en un medio militar por aquellos tensos días.

La gente hablaba y hablaba de lo suyo, donde nunca aparecía un tema político –pese a que el país no sabía de otra cosa- y con los hermanos que ya nombre solamente pude tener algún punto de diálogo cuando ellos discurrían sobre comidas, se alegraban de que en el norte comerían carne buena, y entre los platos esperados estaba lo que para uno se llamaba “pescetto” y para el otro “pecheto”, todo un misterio para mí.

Doce horas tardamos en salir, hasta que llegaron los antárticos, demacrados y descompuestos en su gran mayoría por un vuelo del cual no querían hablar. Para entonces buena parte de nosotros –los encerrados- deberíamos tener una apariencia similar a lo suyo: unos por haber estado sumamente sacudidos o otros (nos)otros sumamente quietos.

Lo bueno fue cuando nos trajeron de comer. Una caja de cartón con una inscripción y un ancla y en su interior un suculento refrigerio que en el primer caso estuvo representado por milanesa con puré como plato principal. A las tres horas se nos trató de tranquilizar con otra razón similar, cuando la mayoría nos habríamos conformado con un mate cocido. Lo particular es que en cada caja venían una o dos naranjas para cada comensal, y yo no las comí porque tenía serias advertencias de mi madre de no ingerir ese tipo de fruta, o su jugo, en vuelo por los trastornos que podrían generar los pozos de aire en mi aparato digestivo.

Observé idéntica prevención en los acompañantes más cercanos, y por ellos les requerí que no devolvieran la fruta, que me la dieran a mí que yo las comería en otro momento.

Cuando el Electra se puso otra vez en vuelo hubo una nueva caja de comida, donde se repitieron las milanesas.., la comí con gusto diciéndole a mis vecinitos de adelante que tal vez en un par de horas más nos servirían “pecheto”, pero esto no ocurrió, hubo otros platos para nada despreciables y para cuando salimos de bahía se había convertido en un gran acopiador de naranjas.

Doña Zorka sacó de una enorme cartera un estoquinete –camisa de capón- que ella tendría para usos múltiples en aquellos años en que todavía no existían las bolsas de polietileno, y así bajé en Ezeiza con mi carga de 37 naranjas. En el Aeropuerto Internacional reinaba la noche, debíamos esperar un colectivo militar que nos dejaría en la Capital Federal, la mayoría bajaría en Primera Junta. Yo no sabría qué hacer en ese lugar por eso me arriesgué con mi bolso y un portafolio a tomar el Cañuelas, colectivo que pasaba –de eso estaba seguro- por Monte Grande, localidad donde vivía mi prima Coca y familia, donde tenía mis pertenencias puesto que había dejado la pensión en diciembre para no pagar alquiler de más en meses en los cuales no vivía en La Plata.

¡Y con la bolsa de capón/naranjas!

La gente en su gran mayoría subía al colectivo verde –ahora no estoy seguro que fuera el Cañuelas- yendo casi todos a sus trabajos. Pedí que alguien me informara en que momento estaría en la estación del Roca, de Monte Grande y cuando lo hicieron tuve que bajar a las apuradas con mi complicado equipaje.

Ya no hacía tanto calor por allá, pero yo venía arrastrando “sudores antárticos”. El colectivo de me dejó del otro lado de la vía, debí buscar el pasaje debajo de los rieles, encontrarme con la larga calle que hasta hacía poco se había llamado Cichero y que ahora se llamaba Máximo Paz, y así con naranjas al hombre, la otras mano con la valija, y el portafolio apretado bajo el brazo llegué hasta el número 419 desde donde me miraban los parientes sin que ninguno se acercara a darme una mano.

Cuando llegué recibí una alegre bienvenida, y se sorprendieron cuando entregué a modo de regalo mi bolsa cítrica. En realidad fue mayor la alegría de los primos cuando les entregué dos cartones de cigarrillos, que escondía para sus vicios, y de los cuales ellos sabían era obsequio común de los que viviendo tal al sur tenían esas compensaciones.

El Negro, mi primo segundo que tenía mi misma edad, dijo que no fueron a ayudarme porque por las naranjas pensaron que era un paraguayo. Todos nos reímos y yo me di cuenta que con el estoquinte y la distancia no podía saber lo que venía trayendo.

Como siempre hubo que ponerse al día con las noticias de la familia, y se habló de lo que políticamente había pasado en el país, aunque me di cuenta que no estábamos del todo de acuerdo con respecto a lo que tenía que pasar, eso que todos éramos peronistas.

Hubo una larga siesta, con café con leche, un arrollado que recién salía del horno, y una jarra con jugo de naranja. Héctor, el marido de mi prima, elogiaba la calidad del jugo y yo decía que en mi vida había tomado alguno de semejante dulzura. Me sentí satisfecho por el esfuerzo recolector y por supuesto conté los pormenores de la travesía.

Eso fue entre un viernes y un sábado, para el domingo me acompañaron hasta la estación del tren para llegar a La Plata con poco equipaje puesto que debía buscar donde vivir.


En todo el trayecto por la calle Cichero podía ver los árboles naranjos que allí recién daban sus frutos en primavera.. .


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