Durante el verano de 1982 se instaló en Argentina la noticia de la industrialización de pinguinos generando reacciones adversas. Como resumen de todo aquello difundimos la carta escrita con el sentimientos de los posibles damnificados. Que fuera publicada en el semanrio EL FUEGINO. (*)
Señor Director:
Siglos antes de que
Américo Vespucio vagabundera sin rumbo por el Atlántico Sur: antes que
Magallanes descubriera el Estrecho que regalamos a los chilenos; mucho antes que el pabellón nacional ondeara
sobre las tierras, islas y mares australes, ya estábamos nosotros los pingüinos
custodiando estas playas lejanas, ignotas, perdidas en las brumas de los
tiempos.
Somos, en
consecuencia, los antepasados remotos de la Nación. Ningún escritor serio,
salvo Anatole France (lector quizá de Bougainville), ningún investigador, ni la
benemérita Academia Nacional de la Historia, se ha ocupado de nosotros, ni
reconocido nuestra preexistencia; nuestro indiscutible origen bíblico; nuestro
heroico pasado y los abnegados servicios cumplidos como custodios insobornables
de las fronteras marítimas, de una patria que aún estaba por nacer.
Con inconmovible
fidelidad a nuestras desiertas costas, durante el dominio español y después de
la Independencia, por espacio de siglos, los pingüinos soportamos a pie firme
las excursiones de piratas, loberos, aventureros, contrabandistas, amotinados y
depredadores de todas las banderas.
Por aquellas épocas
de barbarie, nuestros antepasados fueron masacrados a garrotazo limpio,
desplumados, triturados, hervidos, cocinados o destilados en viles calderos como
aceite para las lámparas de la Europa civilizada. Con las plumas de nuestros
despojos se forraron los abrigos de los grandes de la Historia. A la luz de
nuestro aceite se escribieron las mejores obras de la literatura y de la música
universal. Con nuestros huevos y polluelos se alimentaron los hambrientos
exploradores antárticos; los náufragos desfallecientes, los colonizadores
insaciables. Mansos, indefensos, sin garras ni dientes, sin embargo nos
constituimos en centinelas voluntarios de los mares australes. Ninguna
institución del Estado nos confirió títulos, grados, jerarquías, sueldos,
sobresueldos, viáticos, jubilaciones o retiros. Jamás hemos sido una carga en
el Presupuesto de la Nación. Quizá por eso se ignores nuestros méritos y
nuestros servicios, de los cuales pueden dar testimonio los bravos navegantes
como Sarmiento de Gamboa o el mismísimo Comandante Luís Piedra Buena, aquel intrépido
soñador que nos predicaba la soberanía territorial con el ejemplo, grabando con
un punzón los peñascos del Cabo de Hornos.
Nosotros fuimos sus
amigos, confidentes y testigos de sus hazañas y penurias; y de las hazañas del
Almirante Brown, de Hipólito Bouchard o del Alférez Sobral; cuando se navegaba
a vela, sin auxilio de motores, sin radio, sin faros, balizas o helicópteros. A
puro corazón, por los desolados mares antárticos.
Sabemos que los
argentinos, por momentos suelen tornarse ingratos, olvidadizos, negligentes;
pero otras veces, de pronto, son generosos, ejemplo de amor por la naturaleza. Sin
embargo, justo es admitirlo, desde hace algunas décadas, gracias a sabias leyes
de protección, que no muchos respetan, hemos vivido en paz, tranquilos y
orgullosos de ser integrantes de una reserva faunística de primer orden;
patrimonio natural reconocido y envidiado por el mundo entero.
Además, vivíamos
dichosos de ser dignos habitantes de una República que a pesar de sus eclipses,
nos defendía de los traficantes de aves, los cazadores sin alma, los turistas
agresivos, los funcionarios indiferentes o los empresarios faunicidas. Como
premio por nuestra honrosa trayectoria y pasados sacrificios, durante los veranos,
la presencia de los niños visitando nuestras pingüineras nos llenaba de
felicidad, porque ellos se parecen a nosotros en nuestra incurable inocencia de
pueblo milenario.
Pero ahora, una
sombra de horror se cierne sobre nuestras colonias a todo lo largo de las
costas patagónicas. La autorización oficial de sacrificar 48.000 pingüinos al
año para una industrialización pseudocientífica será un nuevo “HOLOCAUSTO”, del
que seguramente no se ocuparán los canales de televisión, los escritores de
best-sellers, ni las agencias notriciosas.
Sabemos que las
cosas no andan bien para la economía del país; que la crisis es muy grave (los
turistas que nos visitan hablan y hablan siempre de lo mismo, mientras cuentan
sus monedas); que las riquezas renovables y no renovables, las de superficie,
del subsuelo, de los ríos, lagunas, charcos y mares pueden ser la última
reserva para pagar la de deuda exterior y cumplir con los jubilados. Pero
nosotros no somos un recurso; ni siquiera un recurso extremo para reactivar la
industria: somos el único pueblo bípedo
emplumados, muy anteriores al pueblo argentino, en cuyos sentimientos de
justicia, como hermanos mayores aun confiamos.
Si el país anda mal
nosotros no tenemos la culpa; jamás hemos intervenido en política ni
pertenecemos a partido alguno. Y aunque afirman que somos 1.600.000, nunca
fimos empadronados ni tenemos libreta de enrolamiento. Somos seres sin voz, sin
voto, y sin uniforme. Por lo tanto, nada tenemos que ver con la inflación, el
desempleo, la deserción escolar o el costo de la vida.
Tampoco tenemos la
culpa que en 1833 nos quitaran las Malvinas, donde aún estamos; ni hemos
esperado el fallo británico ni la mediación papal para continuar,
ininterrumpidamente, ocupando las islas e islotes del Atlántico Sur. Seguimos
donde estábamos, luchando solos, si es preciso, por la soberanía nacional.
Por lo dicho, por
nuestro remotísimo origen, por nuestros patrióticos servicios, como criaturas
de Dios sobre la Tierra, nos consideramos habitantes del suelo argentino, con
derecho a la vida y al respeto de los hombres, bajo el amparo de la
Constitución y las leyes de la República. Somos el símbolo viviente de la
Argentina Austral. Nuestra matanza oficializada será un crimen ecológico
irreparable. Nada ni nadie lo justificará.
Un Pingüino del Sur.
Costas de la Patagonia.
Marzo de 1982.
No hay comentarios:
Publicar un comentario