Fue por 1966 que nos
llegó la noticia que había ardillas en Río Grande. Las tenía la familia
Guifford y eran espectáculo aparte.
Visitaba su casa en
lo que es hoy la Cooperativa Eléctrica, había como un saldo de una antigua librería
donde compraba novelitas de terror. Un día me encontré con las ardillas y me
contaron que estaban a la venta.
En casa, yo vivía
entonces en el Hotel Atlántida donde mi padre era conserje, fue tema de
conversación en el almuerzo.
Mi padre dijo que no
solo era cosa de comprarla, eso era cosa de juntar mis ahorros, sino que
después debía ocuparme en cuidarlas y mantenerlas.
Mi madre no dijo
nada, sentía que yo con su posesión ingresaría a un mundo de película.
En lo de Guifford me
entregaron mi ardilla en una cajita de té. Tenía abierto unos respiraderos
hechos con un clavo y luego me dieron algunas recomendaciones. Con ello
conseguí viruta en la carpintería de Sevillano, una caja vidriada de galletitas
en Gliuvich, y ya teníamos para ver a Rinti, ese era su nombre, en la pantalla
circular entrando y saliendo en la viruta, comiendo verduras y volcando el
pequeño recipiente de agua.
No sé cómo había en
la despensa tanta cantidad de castañas de Cajú pero lo cierto es que todos los
días rompía cascaras para alimentarlo, hasta que le compramos una pareja –cuyo
nombre era Lassie- y descubrimos que esta tenía tanta capacidad con los dientes
para romper ella misma la gruesa cáscara de las castañas.
Rinti se mostró
flojo en un momento, pero después se encargó de hacer lo mismo que su amada, y
me alivió la tarea. Era hermoso ver como estos roedores guardaban el alimento
angurrientamente en sus enormes cachetes, para luego ir llevándolos a la boca y
moliéndolos para la ingesta.
Rinti, por Rin tin
tín, Lassie.., ambos tenían nombre de perros de película, de serie tendría que
haber dicho pero todavía no nos llegaba la televisión.
Por los Guifford
proveedores de la hembrita recibí consejos sobre la maternidad que se venía a
dar. Lassie no toleraría la presencia del padre de sus hijos, y así fue. Ya los
había separado en dos latas diferentes y no sé cómo el macho pasó a ver a la
hembra y esta lo atacó produciéndole heridas que le nos hizo pensar sobre su
muerte.
En mismo día que
vinieron las crías recibimos la noticia que el gobierno nacional –por entonces
no se decía el gobierno de tal o cual personal- había prohibido la tenencia de
estos animalitos a los que se identificaba como Hamster o Ardillas de Siria.
Fue la primer
noticia que tuve de un peligro que nos podía venir de oriente, y no recuerdo en
que consistirían los males que nos podían traer.
Mi padre que no
simpatizaba con estos roedores, a los que llamaba: tus ratas, fue
condescendiente con ellos, y señaló que tal vez los problemas sanitarios que
podían presentar en el norte con el calor, no podían darse aquí en el sur.
Me habló que no
tendrían posibilidades de subsistir en el clima fueguino, como lo tenían los
visones que se escapaban del criadero local, o las ratas almizcleras y castores
que se había dicho abundaban ya en el medio rural.
Leíamos el diario El
Mundo, donde apareció la noticia, y yo seguía semana a semana abriendo el
paquete que llegaba por Aerovías Alcón –así se escribía- pero no había
continuidad informativa. Yo imaginaba que había razias, secuestros, holocaustos
entre los hámster.., pero no había mayormente información. Solo en el
suplemento humorístico que dirigía Landrú, Tía Vicente, había referencia a
estas ardillitas, sobre todo en los diálogos de María Belén y Alejandra, dos
chicas bienudas.
Por aquel entonces
mi padre había encargado a Cheuquel, el hojalatero, la construcción de un
molino en el cual el animalito se metía y giraba y giraba sin cansarse nunca.
Cheuquel fue para hacerlo a casa de los Guifford, donde tenían uno comprado en
Buenos Aires, y realizó uno con alambre en el que Rinti fue recuperándose de
sus heridas. Cuando terminó la abstinencia marital se sumaron todos, y era un
circo verlos jugan y jugar, debiendo engrasar cada tanto el artefacto.
Con los años me
acordé de ese artefacto al ver a la gente tan metida en sus cintas de hacer
gimnasia.
Los hámster, en gran
número comían mucho más, el período de lactancia era corto, y se acabaron las
castañas.., debí reemplazarlas por semillas de girasol que no imaginaban que
tenía uso alimentario humano.
Yo solía comunicarme
mucho más con el macho que con la hembra. Rinti parecía escucharme mientras lo
hacía deslizarse por mis manos y mis brazos. En algún momento lo llevaba a mi
dormitorio y subía y bajaba de la cama con admirable habilidad.
Pero lo que no
resultó ser un negocio fue la venta de las crías. Terminaba regalándolas y en
muchos casos llegaron a devolvérmelas porque en las casas a donde la llevaban
sus nuevos dueños –chicos como yo- no eran aceptadas.
La vida sexual de
estos animalitos eran intensos y Lassie tuvo dos camadas más de crías que en
algunos casos alcanzó la docena.
Todo se complicó
cuando mi madre fue derivada a Buenos Aires por una operación de bocio y allí
me di cuenta que yo no era del todo el que me dedicaba a cuidarlos, sobre todo
a limpiar sus latas.
Un buen día la
hembra desapareció y el macho entró a entristecerse, ya no andaba en la rueda
del molino como antes.
Mi ardilla ya no era
centro de atención de los amigos, que por otra parte habían mermado en su
concurrencia a casa. Me parece que al no estar mamá las meriendas no eran como
antes y entonces.., entraron a faltar. El que asistía era Juan Domingo Torres,
mi Tocayo, que lo miraba con admiración a mi ardillito banco. Un día le
pregunté delante suyo si le gustaría irse a vivir con él, y Rinti pareció
decirme que sí. Al rato lo vi chuequear con una lata bajo el brazo, donde iba
mi mascota, mientras que en las otras manos y el hombro cargaba una bolsa de
semillas y otra arpillera de viruta.
No supe más de
Rinti.
Domingo me dijo que
estaba bien, que me mandaba saludos, cuando lo encontré en una matiné del Cine
Roca, un tiempo después.. Estaba en compañía de uno de sus hermanos, cuando se
apagaron las luces me pareció ver que extraían de sus bolsillos semillas de
girasol, las que comían haciendo pequeños ruiditos, como si fueran dos hámster descomunales.
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