Gracias al efecto multiplicador de los recuerdos, y por cierta conducta hipocondríaca que abunda en nuestra población, el tema de lo medicinal promete nunca acabar. Este trabajo esperaba publicarse el 16 de enero, pero aquí no tienen recién ahora. La gente nos fue dando noticias desde que a fines del ’91 prometimos conceptos dados por el Dr. Samuel Tarnopolsky en su libro Mis colegas los curanderos, cuando dice: “Cuando no hay médicos, o el médico y la medicina son ineficaces, o inaccesibles por su costo, se recurre al curandero. Los clientes habituales del curandero, el charlatán y del heterodoxo son enfermos crónicos, enfermos desahuciados, enfermos funcionales desdeñados por los médicos somatistas, sanos que se creen enfermos (sólo eso hace que los sean) saber que se sientes enfermos ( y por eso sólo, también lo son) –en ambos casos igualmente incomprendidos por médicos excesivamente apegados al texto de la patología visceral-, fatigados crónicos, neuróticos, hipocondríacos, enfermos psicosomáticos, seres enfermizos más que enfermos, maltratados por una ciencia, una conciencia o una educación insuficiente del médico. A ello deben agregarse algunas categorías diagnósticas no catalogadas en los diccionarios médicos: los enfermos de infelicidad, los enfermos de la imaginación, los enfermos de una pervertida relación médico-paciente”.
Y yo no me atrevo, vaya a saber por cuántos
prejuicios acumulados, a designarlos curanderos: los llamaré manosantas, no sin
recordar que en nada tiene que ver con aquel Manosanta que fue el primer
Pajarraco, lo suyo era arte mayor pero con la mecánica.
Aquí ingresa esta vecina que cura el empacho,
aquel que nos obligaba a viajar a otra localidad a requerir sus servicios o
este otro que se nos fue porque el pueblo le quedó chico.
Don Mariano
Kovasic fue uno de los primeros pobladores de Río Grande. El aquel que
figura en el informe del agrimensor Varela de 1926 como propietario del solar
que a la postre resulta ser el Hotel Argentino, es el evocado por Juan Muñiz en
El caso Perales fue singular. Lo que no curaba
el Dr. Pampliega en Río Gallegos lo curaba él, o no lo curaba nadie. Un nombre
en un papel, la lectura que él hacía, el diagnóstico y la medicación: algunas
yerbas de Laboratorios Flinn. Una sola vez pude verlo, subiendo a su caballo:
un paisano más, de los que resulta difícil ver ahora en las calles de la
capital de Santa Cruz.
Ya adolescente me expuse a las terapias de Don
José Calvo, él también estaba en Buenos Aires y familias de este lugar te
hacían peregrinar para buscar allí el remedio que te permitiera “levantarte el
estómago”. Don José te sentaba en el suelo y colocándose detrás de ti, luego de
pedirte que cruzaras los brazos, te tomaba de las manos y te levantaba, sacando
fuerzas que no hacía suponer su fragilidad anatómica con pacientes más que
voluminosos. Se de muchos fueguinos que acudían, pero no a todos los atendía;
comulgaba diariamente y se decía amigo de los más alto del clero. Un día
encontré ante su puerta a
En realidad los aficionados en el arte de
curar nunca se arraigaron al suelo fueguino. Los viajes fueron materia de
solución para quienes pretendieron curarse en la alternativa “médica” que ellos
expusieron. Sólo la infaltable matrona que cura el empacho, o la comadre que
cura el mal de ojo, subsistió, sin profesionalizarse nunca, en la babel de
creencias barriales.
El 20 de marzo de 1992 en vuelo regular llegó
a nuestro Aeropuerto,
No hay comentarios:
Publicar un comentario