LOS PUENTES DE LA MEMORIA.41. “De como damos un nuevo abordaje a la medicina popular, en una época en la cual las enfermedades se presentaban sin esperar la llegada de los especialistas”.

 


Gracias al efecto multiplicador de los recuerdos, y por cierta conducta hipocondríaca que abunda en nuestra población, el tema de lo medicinal promete nunca acabar. Este trabajo esperaba publicarse el 16 de enero, pero aquí no tienen recién ahora. La gente nos fue dando noticias desde que a fines del ’91 prometimos conceptos dados por el Dr. Samuel Tarnopolsky en su libro Mis colegas los curanderos, cuando dice: “Cuando no hay médicos, o el médico y la medicina son ineficaces, o inaccesibles por su costo, se recurre al curandero. Los clientes habituales del curandero, el charlatán y del heterodoxo son enfermos crónicos, enfermos desahuciados, enfermos funcionales desdeñados por los médicos somatistas, sanos que se creen enfermos (sólo eso hace que los sean) saber que se sientes enfermos ( y por eso sólo, también lo son) –en ambos casos igualmente incomprendidos por médicos excesivamente apegados al texto de la patología visceral-, fatigados crónicos, neuróticos, hipocondríacos, enfermos psicosomáticos, seres enfermizos más que enfermos, maltratados por una ciencia, una conciencia o una educación insuficiente del médico. A ello deben agregarse algunas categorías diagnósticas no catalogadas en los diccionarios médicos: los enfermos de infelicidad, los enfermos de la imaginación, los enfermos de una pervertida relación médico-paciente”.

 

Y yo no me atrevo, vaya a saber por cuántos prejuicios acumulados, a designarlos curanderos: los llamaré manosantas, no sin recordar que en nada tiene que ver con aquel Manosanta que fue el primer Pajarraco, lo suyo era arte mayor pero con la mecánica.

 

Aquí ingresa esta vecina que cura el empacho, aquel que nos obligaba a viajar a otra localidad a requerir sus servicios o este otro que se nos fue porque el pueblo le quedó chico.

 

Don Mariano  Kovasic fue uno de los primeros pobladores de Río Grande. El aquel que figura en el informe del agrimensor Varela de 1926 como propietario del solar que a la postre resulta ser el Hotel Argentino, es el evocado por Juan Muñiz en la Argentina Austral de Julio de 1946, de las que hemos hecho referencia en otros Rastros. Mi tío deambuló por el país con espíritu naturista, hasta que recaló en Monte Grande donde yo, a fines de los años 60, pude conocerlo. Guardo aún una tarjeta suya donde se identifica como Físico. Fui testigo del peregrinar de personas hasta su humilde casa para buscar respuestas de salud corporal y mental, y nadie parecía defraudado por su palabra. Los más jóvenes de la familia poníamos distancia con su mundo, los años ’70 nos ponían en otro rumbo. No obstante ello conversamos mucho sobre Sócrates, al que situaba en su pensamiento con mucha mayor solvencia que otros funcionarios que pasaron por más escuela que él. No sé si Don Mariano comenzó con el ejercicio de su ministerio durante su estadía en Tierra del Fuego: se que aquí se dieron en su vida ciertas situaciones de real importancia para la comprensión de nuestro ayer, pero eso es materia reservada para una investigación mayor, la del exterminio aborigen. Yo a mi tío lo escuché, vi la alegría de los que acudían a verlo con dolor, y no heredé de su ser y su saber nada más que el profundo respeto por los misterios de la vida y de la muerte.

 

El caso Perales fue singular. Lo que no curaba el Dr. Pampliega en Río Gallegos lo curaba él, o no lo curaba nadie. Un nombre en un papel, la lectura que él hacía, el diagnóstico y la medicación: algunas yerbas de Laboratorios Flinn. Una sola vez pude verlo, subiendo a su caballo: un paisano más, de los que resulta difícil ver ahora en las calles de la capital de Santa Cruz.

 

Ya adolescente me expuse a las terapias de Don José Calvo, él también estaba en Buenos Aires y familias de este lugar te hacían peregrinar para buscar allí el remedio que te permitiera “levantarte el estómago”. Don José te sentaba en el suelo y colocándose detrás de ti, luego de pedirte que cruzaras los brazos, te tomaba de las manos y te levantaba, sacando fuerzas que no hacía suponer su fragilidad anatómica con pacientes más que voluminosos. Se de muchos fueguinos que acudían, pero no a todos los atendía; comulgaba diariamente y se decía amigo de los más alto del clero. Un día encontré ante su puerta a la Diputada Fadul, había llegado acompañada por la Dra. Pennazzo pero no bien la vio se negó a atenderlas, como presintiendo un conflicto.

 

En realidad los aficionados en el arte de curar nunca se arraigaron al suelo fueguino. Los viajes fueron materia de solución para quienes pretendieron curarse en la alternativa “médica” que ellos expusieron. Sólo la infaltable matrona que cura el empacho, o la comadre que cura el mal de ojo, subsistió, sin profesionalizarse nunca, en la babel de creencias barriales.

 

El 20 de marzo de 1992 en vuelo regular llegó a nuestro Aeropuerto, La Pacha. La estaba esperando la sobrina de su amiga y otra mujer, casi de su edad. Por la tarde fueron al Cabo Domingo, el lugar energético que motivaba su visita. Allí desarrolló una ceremonia calvando un arma blanca en el suelo, arrojando cápsulas al mar. Era cercana la puesta del sol. Era el cambio de estación. Finalizaba el verano. El estaba como pocas veces en su posición astral con la tierra. El año bisiesto llamaba a las creencias. El Cabo traía recuerdos de muerte, de tránsito. Al día siguiente regresó a Buenos Aires. Ana visitaba la isla con otra cuota de misterio y probablemente lo suyo también haya girado sobre los mismos ejes. Eso fue todo; su misterio documenta otros Rastros, el de “Las Ciencias ocultas en la ciudad de Río Grande”.

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