Esto es parte de mi
memoria de miope. Pero también de mi memoria de niño. Son dos situaciones
limitantes de la comprensión de un todo sobre el cual no he encontrado mayores
testimonios ni documentos.
La atención de la
vista parece haber sido resignada por años a la iniciativa privada. Desde el
esta se tardó mucho en conseguir profesionales que se afincaran en este norte
fueguino, o que lo hicieron itinerariamente.
Ante una urgencia
había que partir al encuentro de un oculista, y en esa búsqueda de salud o
bienestar se iban ingentes gastos, bien en el dicho que todo salía “un ojo de la cara”. No estoy analizando
situaciones de orden quirúrgico que hoy se han vuelto tan sencillas en la
especialidad a punto que todo parece tan fácil como el “cortar y pegar” sino
algo más elemental como una corrección mediante el uso de anteojos.
Tenía 7 años y la
maestra, señora de Canga, mandó a llamar a mi madre. Yo pensé que tendría que
ver con las serias dificultades que tenía para memorizar la tabla del 3, ya
íbamos por la del 5, pero la del tres no era más que una enorme laguna en mi
aprendizaje. Lo que tenía que mostrarle la señora a mi mamá, era que su alumno
de primero superior tenía serias dificultades para ver. Sentado en primera fila
tenía que levantarse para ir copiando del pizarrón, y sobre el cuaderno quedaba
el rastro de su húmeda nariz puesto que se arrastraba sobre el mismo para
encontrar el rincón.
Minguito tendría que
usar anteojos.
Todo pintaba para
drama. No había en la familia casos como este, y menos en niños. El profesional
más cercano atendía en Punta Arenas, y la economía andaba así nomás… Mi padre
salía de un serio accidente en el puerto, y se había perdido los dineros que
trabajando en el caponero esperaba invertir en la reparación de una mejora que
más tarde sería nuestra casa. Pero la salud es lo primero y así salimos a Punta
Arenas donde me atendió el único profesional allí existente; el Doctor Borgoño.
Por el lado argentino habría que haberlo buscado en Comodoro Rivadavia,
Pase la prueba de
visión que demostró que era miope, pero que el aumento no sería muy grande, eso
sí el médico nos dijo que no se podría prever en el futuro: al crecer podría
aumentar el problema.
Con la receta se fue
a una óptica, sobre la calle Errázuriz donde escogí una armazón hermosa,
dorada, fina.. Unos anteojos tan bellos que equilibraron nuestro pesar por
tener que usarlos.
Hubo un tiempo de
espera que no puedo precisar, y un día volvimos al consultor del doctor que
comprobó –cartel de letras mediante- que estaba viendo maravillosamente.
Entonces comencé a usarlos unas pocas horas por día, dado que me mareaba al
caminar, y solía ver alto el piso con lo que caminaba dando altas zancadas.
En el colegio de
vuelta, en Río Grande, todo el alumnado me rodeo para mirarme como un bicho
raro. Hasta que uno gritó: ¡cuatrimotor!, varios se rieron, se entraron a
desperdigar: “cuatrojos”, escuché por ahí.., comenzaba a ser alguien diferente.
Durante toda la
escuela primaria solo hubo otro chico con anteojos el año que estuvo entre
nosotros el hijo de un segundo comandante de la base, de apellido Urtubey. Como
era un tanto gesticulador, y para algunos amanerados, cargó con ciertas caracterizaciones
que luego alguno creyó que eran propios de todos los disminuidos visuales, es
decir: yo también sería así. Para entonces había aprendido eso de: -No te pego
porque usas anteojos. Con lo que uno para demostrar su hombría debía dárselos a
un amigo que contemplaría tu pelea con sus prótesis visuales, es decir viendo
nada. Mientras yo, inhábil en estos menesteres, trataba de mantener la guardia
cerrada, atajando golpes hasta que aparecía un mayor y ponía orden.
La señora de Canga
me pedía que dejara los anteojos en el escritorio al salir de recreo.
Con los años, creo
que dos o tres, crecí.., y los anteojos que fueron quedando chicos. Hay una
foto de cuarto donde se me ve ya con las patillas arqueadas y la cabeza parecía
más grande que lo que era con los anteojos chicos.
Entonces un día
llegó un oculista a Río Grande, el doctor Magin Diez, tenía una tarjeta donde
se consignaba toda una serie de cargos que había tenido, tanto al frente de
servicios públicos de salud, como en el ámbito de la enseñanza superior; esa
mención acreditaba su capacitación, también se dijo que era una víctima más de
las razias que la revolución del 55 había ocasionado entre los que se habían
identificado con el peronismo. Tema del cual se hablaba poco, al menos en mi
hogar, y que resultaba difícil de entender. Magin Diez me atendió en la Clinica
del Doctor Luraguiz, y los anteojos vinieron por correo resultando
descomunales.
Este era el reclamo
contante de todos los que se hacían ver por estos profesionales itinerantes,
entre los que aparecen en mi memoria los doctores Puyó y Sinópoli. Nadie parecía contento con la
parte estética. La gente comenzó a hablar de “monturas” para el soporte de la
óptica de cada ojo, porque se asemejaban a las monturas de los caballos
patagónicos, voluminosas con su mandil y su cojinillo.
Los eficientes
servicios de correo de entonces nos acercaban en un buen momento los anteojos
que necesitábamos. La pequeña caja en que se los encerraba venía protegida por
papeles y papeles de diarios y revistas, sobre los que ejercitaba mi curiosa
lectura con los anteojos nuevos.
Los vidrios distaban
de ser inastillables, y andando en patines caí y rompí uno de los cristales.
Cuando mi padre quiso reemplazarlo en correspondencia al oculista que lo
proveyó este dijo que debían hacerse los dos cristales; pero como tal vez no
pasarían más de tres o cuatro meses en que andaría por aquí se lo espero.
Durante ese tiempo usaba el anteojo con un solo de los cristales, para hacer
las tareas.
Otro par de anteojos
se rompió en su estructura, aprendiendo a andar en bicicleta. Se trató de
arreglarlo con grandes cantidades de poxi-pol. La soldadura gris y pesada
desequilibraba mi mirada, y se volvía a romper cada tanto. Con el tiempo y ya
viviendo en la universidad me dijeron lo fácil que era resolver la fusión de
las partes rotas usando simplemente acetona, esa que no faltaba si había cerca
una mujer que cuidara de sus uñas.
¿Quién más recuerda
a estos médicos que atendían en clínicas u hoteles? Mi memoria de niño y de
miope nada tiene para decir de cuanto nos costaban las consultas o la compra de
los lentes. Pero siempre entre los papeles de familia aparece algo, algo como
la correspondencia del docto r Anselmo Puyo, que prologa este escrito.
En la foto se ve como se iba agrandando la cara, y los anteojos seguían siendo los mismos.
En la foto se ve como se iba agrandando la cara, y los anteojos seguían siendo los mismos.
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