Despierto y alguien me dice que hay dos paquetes para mí.
Están del lado de la pared sobre la que está arrimada la cama. Salgo con alguna
dificultad de las cobijas y los veo envueltos en papel de almacén. Uno es
alargado y el otro redondeado. Elijo el primero, rompo el papel, y saco de su
interior un rifle que dispara corchos. Me instruyen sobre su uso. Hay una voz
primero que identifico como la de mi madre, y luego se suma otra de mujer. La
voz de la prima, me doy cuenta que es una de ellas pero no consigo fijar su
nombre, hace poco que estoy en Punta Arenas y la familia es grande, la voz de
la prima ríe, su risa es clara, es la primera risa de la cual tengo memoria. El
rifle hay de doblarlo y volverlo a su posición inicial, colocar antes los
corchos y entonces apuntar y disparar. Yo apunto y por todos lados hay cosas a
las cuales no quiero destruir, se para lo que sirve un rifle. Finalmente disparo a la lámpara del techo y
me asombro de que siga igual. Mamá me dice que es un juguete. Me alcanzan el
otro envoltorio, lo abro, hay una pelota de goma, más grande de las que he
tenido hasta ahora. No tan grande como la profesional que trae el padrino del
estadio. Trato de hacerla botar y no rebota como las pequeñitas, me indican que
debo darle un puntapié, me festejan aunque se que no tengo tanta fuerza como se
requeriría.
Después he salido de la habitación, estoy en un patio de
pastos altos, camino hacia el fondo de donde vienen voces y rumores. Las dos
mujeres de mi despertar me llevan de la mano. Voy de pantalones cortos y veo
mis piernas y mis botines marrones, no puedo recordar el color de los
calcetines. Sobre la frente hace sombra una gorra que al tiempo se guardará
como un recuerdo de infancia, es de tela y lleva un escudo del Colo Colo.
Sacude mi pecho y la espalda el rifle de corchos que tiene una tira de cuero
para poder ser llevado en bandolera.
Llegamos a un lugar despejado y profundo, se está haciendo
un cordero al palo en un pozo, y en él está el tío Simón que ha venido de Morro
Chico, donde trabaja, para ser el centro de la fiesta. Todo esto ya lo sé, no
me lo dijeron después: tío, Simón, Morro Chico, cordero.
El tío gaucho levanta algo que tiene en la mano y de él sale
un largo chorro rojo que se introduce en la boca. Hace ruidos con su garganta.
Me asombra, es divertido. Simón es el menor de los tíos, hubo otros dos que
murieron pero de esos sabré con el tiempo.
Me extiende la bota como para invitarme a imitarlo. Yo
pienso que es como una extraña mamadera. Mi mano aparece en el espacio de la
visión. Mi madre reta a su hermano, mi prima vuelve a reírse.
Con los años este recuerdo mereció de mi parte y de mis
padres una composición de lugar que dice que fue para la Navidad de 1955, que
entonces estaba por cumplir un año y 9 meses; y que vivíamos en casa del tío
Juan, donde solo estaban los primos –Toto y Tito, este último mi padrino- y
hubo dudas entre la opinión materna que la que estaba con nosotros era la prima
Nora, y la de mi padre que habla de Lily.
De ahí en más hay otros recuerdos, pero no son contiguos,
son espaciados en tiempo y lugar.
Cuando trato de ilustrar este comentario no encuentro
imágenes exactas de cómo eran mis juguetes, pero sí imágenes de gran parecido
con la bota de pamplona del mi tío.
En la foto: Mi gran amigo Juan Ramón García, dando una demostración de uso de la bota gallega, al modo que la vi en mi memoria en manos del tío Simón. Claro que con otro ángulo de visión.
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