Después de unos años volvieron al puente. Habían permanecido
largo tiempo fuera de la isla y el puente encerraba ciertos secretos de comunión
entre ellos: una declaración de amor.
Ya en aquellos tiempos ya la vieja estructura metálica adolecía
por los males el óxido y podían atravesarlo ningún tipo de vehículos.
Eso no impedía que, con las prudencias del caso, los que
arribaban hasta él, sobre todo los que habían llegado caminando lo transitaran
sintiendo los ruidos y las oscilaciones que se daban paso a paso.
En ese regreso ya los dos eran tres. Una experiencias de
estudios allá en el norte los tenía de vuelta, y un pequeño auto los había
llevado raudamente, no como la última vez que había formado parte de un desafío
ciclístico.
En el camino el niño fue recibiendo instrucciones sobre lo
que iban a hacer.
Cruzarlo en uno y otro sentido.
Pero cuando llegaron al lugar encontraron un cartel que
prohibía su uso. El hijo preguntó a sus padres que decía ahí. Era alumno de
jardín, aun no sabía leer.
Las respuestas se las llevó el viento. No sabemos muy bien que
se dijo, pero el pequeño pareció entender que le estaban dando la bienvenida.
Saltaron las cadenas que por la margen norte limitaban el
acceso, y se largaron a caminar rumbo al otro lado.
Desde lo alto del cerro una cruz motivaba a la interioridad.
Le explicaron al hijo que no tenía que tener miedo, la cruz estaba allí no para
intimidarlo, sino para protegerlo.
Y allí llegaron a la margen norte.
Hubo un tiempo para revolverla. El hombre y la mujer que se
abrazaron y besaron. El niño no quiso mirarlos y se entretuvo husmeando entre
las piedras donde pronto encontró un fósil.
-¡Qué es esto papá!
El aludido recibió en sus manos e partido canto rodado y
luego de acomodarse los anteojos le explicó la edad de ese objeto, y le dio el
nombre aquel caracolito que los saludaba con un gesto milenario.
La madre le dijo que se lo podía llevar, pero nuestro
amiguito prefirió dejarlo allí, para volver a saludarlo en un futuro cruce.
Entonces sopló un viento de esos que se dan en el sur, y
debieron emprender el regreso.
En el trayecto de regreso prestaron atención a la radio del
auto que había quedado prendida.
Y rogaron que ese desgaste de energía no hubiera descargado
la batería.
La aventura del cruce formó parte de las conversaciones con
amigos, fueron varios los que recriminaron esa locura, el puente era más viejo
que el pueblo y todos estaban seguros
que pese a las promesas nadie haría nada y terminaría cayéndose.
Y así pasó el tiempo.
Unos tíos se fueron a radicar más al sur y entonces se hizo necesario ir a verlos.
En cada salida se pasaba por el nuevo puente y no se miraba
al puente viejo que seguía manteniéndose en pie. Padres y niños bajaban a
repetir la experiencia. El pequeño, que ya no lo era tanto, verificaba que su
fósil –al que llamaba Rolling Stone- siguiera en el lugar en que lo había
dejado, y a veces lo cambiaba de refugio. Y no permitía que sus mayores
supieran el lugar exacto de esa guarida.
En los regresos esta ceremonia no se daba, era de noche y el
chiquillo cabeceaba los primeros kilómetros y después se dormía, ya se
despertaría al día siguiente urgidos todos por reiniciar las actividades de un
lunes.
Hasta que un día en que reiniciaban el cruce del puente,
visto el Rolling y emprendido el regreso, al alcanzar la mitad el padre gritó
-¡Se cae, se cae!. Y el hijo, sin atrás,
corrió para salvarse y al tocar la otra orilla se dio vuelta y contempló como
los adultos se reían.
La jugarreta se repitió infinidades de veces. A veces la
advertencia era de la mamá, otra del niño, otra del que inventó el
entretenimiento.
Y ahora corrían los tres.
Hasta que un día el juego tuvo que cambiar, el niño no había
encontrado a su fósil en el lugar donde lo había dejado. Recibió como
explicación que alguien lo había descubierto, y se lo había llevado como
recuerdo. -¡Eso es lo que tendría que haber hecho desde un primero momento!
Dijo compungido el pequeño que no era tan pequeño. Y los padres respondieron:
-¡Eso es lo que tendríamos que haber hecho!
Cuando llegara el momento del juego de la caída del puente
la madre pensó que no iba a correr, los meses de embarazo la colocaban en una
situación dificultosa.
Entonces se escuchó la advertencia.
Pero algo cambió en el hijo, y en vez de buscar rápidamente
la otra orilla –siempre era el primero en llegar- emprendió una carrera de
regreso.
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